6/3/11

2052 (Gerson)

2052.
Cuando Adlerina salió del avión junto a Sarah, corrió hasta los brazos de su viejo amigo Maiko, al que había conocido treinta años atrás, durante el torneo internacional de atletismo de la ciudad de Espelgia. 
 
Habían retomado el contacto gracias a un foro de Internet en el que se discutía sobre lo que se pretendió llamar Episodio Cosmópola. Pero aquello, lejos de ser un incidente aislado, había dejado una profunda huella en casi todas las personas de aquella generación, sobre todo la de las grandes ciudades. 
 
Recorrieron en tren 2.052 kilómetros en poco menos de cuatro horas comentando el recorrido que habían hecho sus vidas. Aunque, no sabiendo cómo abordarlo, no se atrevieron a hablar de aquella experiencia que los había unido. 
 
En la estación final tomaron un autobús hasta la costa y de allí siguieron andando hasta un embarcadero. Aquella pequeña parte del mundo era especialmente rocosa, pues para llegar a la cabaña de los Sho había que cruzar en barca entre varias calas y peñones hasta llegar a un escarpado acantilado, donde la cabaña coronaba un risco surcado por escalones en espiral. Una cálida noche de invierno se estaba presentado por el horizonte ecuatorial, pincelada con nubes dispersas.

Hablaron sobre el atletismo, el amor, la familia y la vejez, y ahora que estaban a apenas un kilómetro de la cabaña hablaban sobre el sabor del corazón de las manzanas.

—Yo sólo las como en días de cosmópilas, en entierros y en cumpleaños.

—Estamos hechos unos espelgienses —le dijo su amigo mientras veía cómo se desdibujaba una estela espumosa a sus espaldas.

—Bueno, lo vivimos de muy cerca, eso es cierto. Y bueno... es en esos momentos en los que necesito recordarlo; es importante. La vida sigue, Maiko, y tú también estás en ella; no solo es el recuerdo.

—No todo es el recuerdo, sí; pero y qué me dices de la oración, ¿la lees?

—La recito, más bien; cada mañana. Es un poema que forma parte de mis días.

Maiko asentía sonriente porque le gustaba escuchar las palabras de su amiga.

—Ya estamos llegando —apuntó el hombre y, señalando unos peñascos puntiagudos azotados por las olas, añadió—. Gracias a esas rocas la marea no se nota en este lado de la laguna, además son lo suficientemente compactas para no resquebrajarse más.

A Sarah el paraje no le pareció nada confortable, porque parecía ser un enclave donde las fuerzas de la naturaleza se mantenían en un equilibrio delicado. La vegetación había cubierto los riscos, tras los que el mar vigoroso se escuchaba batirse. Las gaviotas, en bandadas numerosas, trazaban sus piruetas imposibles haciendo rebotar por los acantilados sus cantos acampanados.

Se acercaron al embarcadero, donde leyeron el nombre del lugar, Cosmópilas. A ellas les sorprendió mucho que no se notara oleaje en la laguna. 
 
Descendieron con cuidado y fueron subiendo los escalones hasta la cabaña, construida básicamente con cemento y troncos de palmera. Sarah se maravilló de las vistas que tendrían a la mañana siguiente.

Maiko les adelantó el paso por el mirador y el porche y les abrió las puertas de su hogar. Un gato de pelaje anaranjado salió abriéndose paso ente los pilares que le representaban las piernas de ellos. Entraron y pudieron respirar un fuerte aroma especiado.

—¡Ya hemos llegado! ¡Dora, Toru, venid; os quiero a presentar a Adlie y a Sarah! 
 
Las invitadas contemplaron sobrecogidas un hogar cálido, con plantas en todos los rincones y estanterías llenas de libros, en el que las paredes estaban cubiertas con cuadros del paisaje de las cercanías y del vuelo de las gaviotas, y las columnas, decoradas con conchas y piedras de la playa. 

Dora, de cuarenta y cinco años, atlética y de piel negra, miró a través del hueco de la cocina y cogió un trapo de tela con el que se limpió las manos. Toru, de veinte, luciendo unas bermudas azules y amarillas que acentuaban el color terroso de su piel, se acercó hasta la puerta, a la que llegó junto a su madre.

—Los peces de la cena los he pescado yo —dijo el joven, presumiendo de la captura.

—Encantada de conocerlas, bienvenidas a nuestro hogar. —Dora las cubrió, primero a Adlerina, con un abrazo y las empujó hacia el interior de su casa.

Después de las presentaciones y de un trago de sake tibio, se sentaron a la mesa. Adlerina se acordó de que llevaba una sorpresa para antes de la cena. Se levantó y sacó de su mochila de algodón cinco manzanas verdes.

—¡Pero bueno, Adlie! —exclamó Maiko—. ¡Por fin, después de tantos años! No sabes lo difícil que es conseguir manzanas por aquí, muchas gracias, Adlie. —El hombre empezó a comerse la suya con los ojos cerrados, jadeando y dejando escapar alguna que otra lágrima. 

—Probad un corazón verde, después hablaremos de su sabor.

Toru miró a Sarah al darse cuenta de que ésta no sabía qué estaba ocurriendo. Después de la sorpresa, la invitó a dar su primer mordisco.

Sintieron la textura crujiente y esponjosa de aquella fruta acorazonada, saborearon el ácido de su carne y disfrutaron del combinado de sensaciones que escondían sus esencias. 
 
El momento duraría unos cinco minutos, tras los que Sarah, extrañada de que su pareja no le hubiera explicado nada, les preguntó por el significado de todo aquello.

Gerson.

1 comentario:

  1. Hola,

    me alegra que al fin te hallas unido a escribir. Ya sentía curiosidad por leer algo tuyo.

    Sin duda, he disfrutado leyendo tú pequeña historia. Me gustaron las descripciones de el acto de comer las manzanas (incluidos los corazones). Me entraron ganas de comerme a mí una ahora.

    Pues eso es todo. Un beso :9

    Esther.

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