Un joven desesperado,
muerto de hambre y de sueño, llora de terror sintiéndose el ser más
absurdo del planeta. Comparte cautiverio con un viejo misterioso que
ya estaba ahí cuando él llegó, que no masculla palabra alguna y
que a esas alturas se encuentra extremadamente débil. Tiene una
herida no muy grave en la frente y el uniforme manchado de sangre
seca, seguramente ajena. El muchacho cree que es un mando a punto de
jubilarse, por la edad, las numerosas condecoraciones y por el aire
de superioridad que le brilla en los ojos (las pocas veces que los
abre del todo) para clavar en su inexperto compañero una mirada
cruda, fija, amarga y sarcástica que a él le da escalofríos y le
hace bajar la vista. De vez en cuando tararea el himno de su país
como si algo le resultara muy divertido, y el chico se dice que,
simplemente, ya está loco. Él aún no ha perdido la esperanza de
que los rescaten. Pero está claro que el viejo se ha resignado a
morir, tiene un pie en cada mundo y sólo está aguardando el momento
de perder el conocimiento definitivamente.
El muchacho, un obediente
soldado norteamericano de veintipocos años, llevaba cuatro días con
sus respectivas noches atrapado con tan siniestro compañero en un
agujero profundo en mitad de una selva que había conspirado contra
él; una selva preñada de muchos colores y pesadillas, repleta de
gritos de ira y crueldad y silencio, monos azules y verdes,
carcajadas de pájaros brillantes y risas de niños amarillos que se
asomaban de vez en cuando al hoyo, escupiendo a sus presas y
burlándose de su maldita suerte. De tanto en tanto, se escuchaba muy
lejos el dulce sonido de la hélice de un helicóptero, y la mirada
de los dos cautivos se alzaba hacia el abierto círculo de luz por
donde habían caído, y gracias al cual recibían a veces la
clemencia única de una lluvia que parecía mezclada con barro y que
sabía a sangre recién exprimida.
El joven pensaba en su
familia a menudo, y lo hacía con nostalgia pero sobre todo con
abrumadora amargura. Su padre era un patriota fervoroso que peroraba
a diario sobre el cumplimiento del deber, creía que todo modo de
vida diferente al suyo era una degeneración y que los comunistas se
reunían en el subsuelo, arañas repugnantes aliadas con la oscuridad
y la traición, para conspirar contra los ciudadanos respetables. Su
madre era una mujer orgullosa de su simpleza que repetía las ideas
del padre, que a su vez repetía las del presentador de su programa
predilecto, como una grabación fiel que considera que ya lo ha dicho
todo, se sentía muy moderna por opinar igual que cierto presentador
en los temas más importantes, siempre se ponía falda y delantal y
una sonrisa de cocinera en la cara y su mayor dicha era remendar bien
los pantalones de su marido. Él creía en Lyndon B. Johnson y ella
en Martha Stewart, y celebraban con estúpido contento que su único
hijo hubiera nacido el 4 de julio.
El día en que el joven
partió para la guerra (para arrancar la raíz de este mal que está
a punto de contaminarlo todo, hijo mío) fue, pues, un día glorioso
para la familia entera, lleno de sol y alegría y sueños de heroísmo
en los que la fuerza y la verdad triunfaban sobre la barbarie de
forma tan definitiva como definitiva es la muerte o la gloria eterna
de los justos. El chico era fiel abanderado de los principios
inculcados, dispuesto a entregar la vida por su país y a aniquilar a
los enemigos de la democracia, como debe ser. Él y su mejor amigo
formaban una pareja diabólica. Exaltados y ambiciosos, estaban
seguros de que habían nacido en la tierra prometida y de que Dios
los miraría siempre con aprobación. Juntos soñaban con entrar en
acción y extender los principios en los que creían por el mundo
entero. Como dos macabros don juanes, hicieron una lista de objetivos
para la guerra y apostaron que vencerían al otro en la meta de matar
a treinta hombres, violar a veinte mujeres y salvar a diez niños.
Por las noches, ambos jóvenes se ahogaban en la dicha de dulces
sueños de sangre y semen.
Llegó el momento de
partir y tuvieron que separarse, porque defenderían a su país en
zonas diferentes del país enemigo. Se despidieron contentos,
imaginándose dentro de diez años en el comedor de uno de ellos,
rememorando la varonil camaradería de los tiempos de la guerra y las
valerosas hazañas llevadas a cabo en combate, mientras sus dulces
mujercitas preparaban la cena o hacían calceta.
La
primera semana de guerra de este joven en
particular transcurrió
sin grandes incidentes, y lo único destacable fue que la tercera
noche uno de sus compañeros se meó en la cama y todos se rieron de
él. El chico se impacientaba; anhelaba violencia, luchar,
descargarse. Vigilaban un poblado cercano, pero eso era todo; eran
campesinos, nada importante, ni siquiera los rusos llegarían muy
lejos por protegerlos;
al parecer los amarillos les habían dado algunos problemas, antes de
que él llegara, pero ahora el tal poblado estaba medio quemado y no
pasaba nada digno de mención. Un poco desilusionado pero todavía
lleno de esperanza, el muchacho se despertó en mitad de una
noche al escuchar un sonido extraño cuyo origen se le escapaba (que
bien podría haber sido el viento, pero en fin). Se imaginó objeto
de una emboscada por parte de los amarillos, que él la
desmantelaría, que pondría de rodillas al inculto cabecilla ante el
capitán, se veía condecorado, envidiado por los chicos, codiciado
por las chicas, veía para sí un futuro dorado en el ejército, y se
le hinchaba el pecho de gusto. Se levantó, pues, en silencio, para
ser ese héroe único y brillar en el recuerdo de todos como un
salvador. Pensando en el amigo de la apuesta, y sintiéndose de
pronto de lo más importante, escribió en su diario, a modo de
encabezado para ese día que se prometía especial, “Nueva jornada
en el país de la guerra” y fue en busca del enemigo, arma en
ristre. Caminó silencioso creyendo ir en dirección a aquel sonido,
arriesgándose un poco en la espesura. En ningún momento se juzgó
perdido, aunque el progresivo alejamiento de sus camaradas empezó a
causarle cierta inseguridad al cabo de andar un rato, durante
lo que le parecieron incontables
minutos. Súbitamente,
unas voces como risas
corrieron hacia sus oídos, y se le heló la sangre. Vio a dos
chiquillos huir de la mano en dirección contraria a la suya.
Sospechas confirmadas.
Dominado por la
exaltación del triunfo
y
haciéndose
dueño del lugar, les
dio el alto de inmediato. No obedecieron y el joven los persiguió
implacable; la indignación ardía en sus ojos furiosos. De pronto se
paró en seco, pues allí estaban, quietos. Amanecía, y la luz
empezaba a iluminar sus figuras, antes negras como sombras burlonas.
Parecía que uno de los dos se había caído y el otro intentaba
ayudarle. Fue caminado lentamente hasta ellos, y eso le dio la
oportunidad de verlos bien. Se trataba de un niño de unos doce años
y de una chiquilla alrededor de los dieciséis,
que estaba bastante bien desarrollada, observó (sonrió para sus
adentros). La chica estaba en el suelo, probablemente
se había torcido el
tobillo, pues se lo
cubría con la mano libre,
y el niño de pie, y no se soltaban las manos, como
si fueran demasiado reacios a romper una promesa.
Lo miraron con una expresión extraña, despavorida, dulce
en su desamparo, pero
un fuego raro les iluminaba los ojos y el joven soldado, crecido, lo
juzgó miedo y se acercó a ellos con el paso seguro de quien se
siente temido y respetado, amparado
por el poderío desplegado por los suyos.
Con los ojos fijos en ella, a punto de alcanzarla, tuvo un segundo de
lucidez para entender que había pisado en blando y que caía como en
una pesadilla, pero sin
despertar antes de
recibir el golpe. Se golpeó la cabeza, la espalda, se quejó de
dolor, maldijo. Aturdido y herido como estaba, pensó horrorizado que
estaba con un cadáver en el fondo de un hoyo, hondo como un pozo.
Pronto se dio cuenta de que el viejo en cuestión estaba vivo, porque
gruñó y apartó las piernas, y le dedicó una mirada de verdadero
fastidio. Un insoportable ejército de moscas hambrientas de coágulos
de sangre celebraban el animal putrefacto que
tenían por manjar,
quizás fuera
un perro, cuya raza era ya irreconocible, y que hacía el estrecho
hoyo todavía más asqueroso y asfixiante. El chico sintió ganas de
vomitar. Miró hacia arriba, donde la niña se asomaba sonriente.
Hacía pensar en un
duende malicioso. Luego
no supo a ciencia cierta si había visto la sonrisa (veía su perfil
al trasluz) o la había intuido por el tono de su voz. “Invasor”,
dijo en inglés, y escupió en el hoyo. Después se fue. El joven
gritó desesperado, pidiendo ayuda, y llegó incluso a disparar el
arma hacia arriba, cuya estridencia los árboles amortiguaban y
tragaban, y teniendo
presente que no quería quedarse sin munición pues seguro que la
necesitaría cuando saliera, pero
al poco tiempo lo acalló una cascada de mierda que los niños
vinieron a echarle con un cubo. El viejo volvió a gruñir con
profundo disgusto, mientras él se limpiaba la mierda de la cara,
sorprendido y asqueado hasta un punto inaudito, y dominado por las
arcadas. El hedor era inaguantable y la cantidad de mierda derramada,
increíble. Los niños se asomaron riendo. Eran muchos, comprendió
pronto y, por cómo reían (con una despreocupación atroz) esto era
para ellos más un juego que una trampa seria. Parecían disfrutarlo
mucho, matar el tiempo,
experimentar. Pero
el chico no dejaba de decirse que algo tan retorcido no podía brotar
espontáneamente de los
críos de unos campesinos.
Seguramente, los rusos estaban detrás de ello, y los estaban
utilizando para sus despreciables propósitos. ¡Debía dar la voz de
alarma! Intentó comunicarse con su compañero para explicarle sus
sospechas acerca de una más que probable conspiración rusa. Los
intentos por hablar con el viejo resultaron infructuosos, y las horas
empezaron a arrastrarse,
pestilentes y
lentas como gusanos
moribundos. Al
principio, creyó que lo encontrarían enseguida, que vendrían a
rescatarlo, pero oscureció y una desesperación que nunca había
conocido hasta entonces
se apoderó de sus
entrañas, estrujándolas. Estaba aterrado, y no podía negarlo
porque las lágrimas acudían solas a sus ojos. Se sentía pequeño y muy ridículo.
A la mañana siguiente suplicó comida y
agua pero sólo recibió
más mierda y un cubo de algo que le parecieron las tripas de algún
animal, quizás un cerdo. Luego
volvieron a cubrir el círculo de luz con muchas ramas y hojas, dejándolos
ciegos. Al quinto día
llegó el cadáver del hombre. Lo echaron al hoyo sin ningún
miramiento, encima de los dos prisioneros. El
chico comprobó espantado su sospecha, efectivamente
estaba muerto. Había caído como un peso de plomo encima suyo, sin
un quejido que insinuara ni un gramo de vida. Se trataba de un
soldado de unos cuarenta, extraordinariamente guapo, de pelo muy
negro y barba tupida pintada
de rojo; había pisado
una trampa para osos que aún le mordía el pie y tenía una herida
en la cabeza que no paraba de escupir sangre, por lo que el chico
supuso que la muerte era muy reciente. No
podía imaginar cómo los niños, por
muy salvajes que
fuesen, habrían podido
aniquilar a un hombre fornido como éste, sin la ayuda brutal de un
adulto. Miró al viejo, que hacía rato que dormía y no había
protestado esta vez. Lo sacudió, en vano, sólo para descubrir que
también estaba muerto, y
se preguntó cuándo había
ocurrido. Un sonido de
angustia le quebró la garganta. Comprendió al fin que los niños
salvajes lo dejarían morir aquí y se llenó de terror y de un odio
intenso como el infierno. Durante un rato gritó y se dio golpes
contra la cabeza como un loco. Pronto se arrinconó abrazándose las
rodillas. Pensó en sus padres, en sus amigos, en su bonita
ciudad, que había
dejado atrás por hacerle la guerra a este país hostil, ansioso de
gloria, de aniquilar al enemigo, y donde sólo encontraría una
muerte lenta y agónica en este hoyo, apestando a mierda y a
impotencia y lleno de una vergüenza abrumadora, destructiva. Y esta
terrible sensación
de tormento y absurdo, provocada
por la proximidad de una muerte tan ridícula como cruel, lo acompañó
hasta que el corazón se le paró, cansado, varios días después —la
sonrisa amarilla de la niña-duende
siempre flotando ante sus ojos turbios. Muy lejos del hoyo, en su
lejana Texas natal, la familia del joven cadáver de mirada fija y
hueca estaba a punto de cenar un gran pavo asado. Su madre salía
afuera a sacar la basura, y su padre se rascaba la panza y se tomaba
un whisky con hielo frente al televisor. Brindó por la guerra y por
su hijo el soldado y se tiró un eructo de gigante satisfecho.