19/1/14

Nueva jornada en el país de la guerra (Blanca)

Y amanece un nuevo día gris en el país de la guerra. Así comenzaba la carta. Cuando la leí por primera vez fue una revelación para mí. Pude acercarme un poco más no sólo hacia la historia de mi país, sino también hacia mis orígenes, hacia mi sangre.

En este precioso atardecer, hija mía quiero relatarte lo que sucedió. Supe que era una niña adoptada a raíz de esa carta, al principio me enfadé sin razón alguna, tenía tu edad. Me enfadé al saberme engañada por largos años de silencio acerca de mi identidad. Toda persona ha de saber sus raíces, me dijo tu abuela. Y aunque no sea tu abuela biológica, sí lo es en el alma querida.

¿Qué sabes de las guerras? Sí, cuanto menos mejor, sólo traen consigo una mochila de odio, rencor, destrucción tras de sí. Sí, esa es la palabra destrucción, a todos los niveles desde mi punto de vista. Cada día doy gracias por no haber sufrido las calamidades de una guerra, una guerra absurda en la cual se pierde más de lo que se gana ¿no crees?.

Crecí en el seno de una pareja de mediana edad, personas sencillas, tus abuelos, querida, siempre han sido gente sencilla del campo, alejados de las preocupaciones y el estrés de la gran cuidad, me educaron con cariño y rectitud, sabiendo lo importante que es el respeto a las personas más mayores, crecí sabiendo que eran mis padres en la más bendita ignorancia hija mía. Hasta que leí esa carta reveladora. No me enfurecí demasiado con ellos, simplemente habían esperado hasta que tuviera la suficiente madurez e inteligencia para comprenderlo. Sí, y con el tiempo, los entendí mejor. Y a partir de ese día me pregunto acerca del absurdo delas guerras, acerca de si el honor y la victoria valen más que las personas. Ven conmigo, toma y léela en voz alta. Despacio.

07-12-1941
Y amanece un nuevo día gris en el país de la guerra. Pero hemos de estar contentos. Todo ha de ser por la patria. Espero que cuando leas esta carta no te enfades conmigo, hija. Siento sinceramente no poder estar contigo en estos momentos, ni siquiera tu madre, la cual falleció al darte a luz.

Eres lo que más quiero en el mundo, querida Sakura. Siempre lo serás, pero esta guerra me ha atravesado el alma como una lanza ardiendo y he de partir a la guerra con honor, a dar mi vida, literalmente, por mi patria, que también es la tuya. Sí, querida, algún día lo comprenderás.

Quiere a tus padres ahora y siempre, gracias a ellos creces en buenas manos, pero recuerda siempre esta carta, tus orígenes son otros. Oh! Tengo tanto que contarte, pero tan poco espacio y tiempo, que he de ser breve. Tengo una foto tuya al lado del corazón, todo está listo y preparado para subir al avión, que usa tu nombre, Sakura. Y sólo pienso en ti. No me llames egoísta al apelar al honor, hemos de detener los avances de los aliados en el océano pacífico, en Pearl Harbor.

Te quiero Sakura. Sé recta e íntegra contigo misma siempre, vuela muy alto hacia, algún día, ver un amanecer en un país donde no reine la guerra. Vuela tan alto como las estrellas y recuerdame siempre.
Yukio Seki.

(Blanca)

15/1/14

Nueva jornada en el país de la guerra (Rosæ)

Un joven desesperado, muerto de hambre y de sueño, llora de terror sintiéndose el ser más absurdo del planeta. Comparte cautiverio con un viejo misterioso que ya estaba ahí cuando él llegó, que no masculla palabra alguna y que a esas alturas se encuentra extremadamente débil. Tiene una herida no muy grave en la frente y el uniforme manchado de sangre seca, seguramente ajena. El muchacho cree que es un mando a punto de jubilarse, por la edad, las numerosas condecoraciones y por el aire de superioridad que le brilla en los ojos (las pocas veces que los abre del todo) para clavar en su inexperto compañero una mirada cruda, fija, amarga y sarcástica que a él le da escalofríos y le hace bajar la vista. De vez en cuando tararea el himno de su país como si algo le resultara muy divertido, y el chico se dice que, simplemente, ya está loco. Él aún no ha perdido la esperanza de que los rescaten. Pero está claro que el viejo se ha resignado a morir, tiene un pie en cada mundo y sólo está aguardando el momento de perder el conocimiento definitivamente.
El muchacho, un obediente soldado norteamericano de veintipocos años, llevaba cuatro días con sus respectivas noches atrapado con tan siniestro compañero en un agujero profundo en mitad de una selva que había conspirado contra él; una selva preñada de muchos colores y pesadillas, repleta de gritos de ira y crueldad y silencio, monos azules y verdes, carcajadas de pájaros brillantes y risas de niños amarillos que se asomaban de vez en cuando al hoyo, escupiendo a sus presas y burlándose de su maldita suerte. De tanto en tanto, se escuchaba muy lejos el dulce sonido de la hélice de un helicóptero, y la mirada de los dos cautivos se alzaba hacia el abierto círculo de luz por donde habían caído, y gracias al cual recibían a veces la clemencia única de una lluvia que parecía mezclada con barro y que sabía a sangre recién exprimida.
El joven pensaba en su familia a menudo, y lo hacía con nostalgia pero sobre todo con abrumadora amargura. Su padre era un patriota fervoroso que peroraba a diario sobre el cumplimiento del deber, creía que todo modo de vida diferente al suyo era una degeneración y que los comunistas se reunían en el subsuelo, arañas repugnantes aliadas con la oscuridad y la traición, para conspirar contra los ciudadanos respetables. Su madre era una mujer orgullosa de su simpleza que repetía las ideas del padre, que a su vez repetía las del presentador de su programa predilecto, como una grabación fiel que considera que ya lo ha dicho todo, se sentía muy moderna por opinar igual que cierto presentador en los temas más importantes, siempre se ponía falda y delantal y una sonrisa de cocinera en la cara y su mayor dicha era remendar bien los pantalones de su marido. Él creía en Lyndon B. Johnson y ella en Martha Stewart, y celebraban con estúpido contento que su único hijo hubiera nacido el 4 de julio.
El día en que el joven partió para la guerra (para arrancar la raíz de este mal que está a punto de contaminarlo todo, hijo mío) fue, pues, un día glorioso para la familia entera, lleno de sol y alegría y sueños de heroísmo en los que la fuerza y la verdad triunfaban sobre la barbarie de forma tan definitiva como definitiva es la muerte o la gloria eterna de los justos. El chico era fiel abanderado de los principios inculcados, dispuesto a entregar la vida por su país y a aniquilar a los enemigos de la democracia, como debe ser. Él y su mejor amigo formaban una pareja diabólica. Exaltados y ambiciosos, estaban seguros de que habían nacido en la tierra prometida y de que Dios los miraría siempre con aprobación. Juntos soñaban con entrar en acción y extender los principios en los que creían por el mundo entero. Como dos macabros don juanes, hicieron una lista de objetivos para la guerra y apostaron que vencerían al otro en la meta de matar a treinta hombres, violar a veinte mujeres y salvar a diez niños. Por las noches, ambos jóvenes se ahogaban en la dicha de dulces sueños de sangre y semen.
Llegó el momento de partir y tuvieron que separarse, porque defenderían a su país en zonas diferentes del país enemigo. Se despidieron contentos, imaginándose dentro de diez años en el comedor de uno de ellos, rememorando la varonil camaradería de los tiempos de la guerra y las valerosas hazañas llevadas a cabo en combate, mientras sus dulces mujercitas preparaban la cena o hacían calceta.

La primera semana de guerra de este joven en particular transcurrió sin grandes incidentes, y lo único destacable fue que la tercera noche uno de sus compañeros se meó en la cama y todos se rieron de él. El chico se impacientaba; anhelaba violencia, luchar, descargarse. Vigilaban un poblado cercano, pero eso era todo; eran campesinos, nada importante, ni siquiera los rusos llegarían muy lejos por protegerlos; al parecer los amarillos les habían dado algunos problemas, antes de que él llegara, pero ahora el tal poblado estaba medio quemado y no pasaba nada digno de mención. Un poco desilusionado pero todavía lleno de esperanza, el muchacho se despertó en mitad de una noche al escuchar un sonido extraño cuyo origen se le escapaba (que bien podría haber sido el viento, pero en fin). Se imaginó objeto de una emboscada por parte de los amarillos, que él la desmantelaría, que pondría de rodillas al inculto cabecilla ante el capitán, se veía condecorado, envidiado por los chicos, codiciado por las chicas, veía para sí un futuro dorado en el ejército, y se le hinchaba el pecho de gusto. Se levantó, pues, en silencio, para ser ese héroe único y brillar en el recuerdo de todos como un salvador. Pensando en el amigo de la apuesta, y sintiéndose de pronto de lo más importante, escribió en su diario, a modo de encabezado para ese día que se prometía especial, “Nueva jornada en el país de la guerra” y fue en busca del enemigo, arma en ristre. Caminó silencioso creyendo ir en dirección a aquel sonido, arriesgándose un poco en la espesura. En ningún momento se juzgó perdido, aunque el progresivo alejamiento de sus camaradas empezó a causarle cierta inseguridad al cabo de andar un rato, durante lo que le parecieron incontables minutos. Súbitamente, unas voces como risas corrieron hacia sus oídos, y se le heló la sangre. Vio a dos chiquillos huir de la mano en dirección contraria a la suya. Sospechas confirmadas. Dominado por la exaltación del triunfo y haciéndose dueño del lugar, les dio el alto de inmediato. No obedecieron y el joven los persiguió implacable; la indignación ardía en sus ojos furiosos. De pronto se paró en seco, pues allí estaban, quietos. Amanecía, y la luz empezaba a iluminar sus figuras, antes negras como sombras burlonas. Parecía que uno de los dos se había caído y el otro intentaba ayudarle. Fue caminado lentamente hasta ellos, y eso le dio la oportunidad de verlos bien. Se trataba de un niño de unos doce años y de una chiquilla alrededor de los dieciséis, que estaba bastante bien desarrollada, observó (sonrió para sus adentros). La chica estaba en el suelo, probablemente se había torcido el tobillo, pues se lo cubría con la mano libre, y el niño de pie, y no se soltaban las manos, como si fueran demasiado reacios a romper una promesa. Lo miraron con una expresión extraña, despavorida, dulce en su desamparo, pero un fuego raro les iluminaba los ojos y el joven soldado, crecido, lo juzgó miedo y se acercó a ellos con el paso seguro de quien se siente temido y respetado, amparado por el poderío desplegado por los suyos. Con los ojos fijos en ella, a punto de alcanzarla, tuvo un segundo de lucidez para entender que había pisado en blando y que caía como en una pesadilla, pero sin despertar antes de recibir el golpe. Se golpeó la cabeza, la espalda, se quejó de dolor, maldijo. Aturdido y herido como estaba, pensó horrorizado que estaba con un cadáver en el fondo de un hoyo, hondo como un pozo. Pronto se dio cuenta de que el viejo en cuestión estaba vivo, porque gruñó y apartó las piernas, y le dedicó una mirada de verdadero fastidio. Un insoportable ejército de moscas hambrientas de coágulos de sangre celebraban el animal putrefacto que tenían por manjar, quizás fuera un perro, cuya raza era ya irreconocible, y que hacía el estrecho hoyo todavía más asqueroso y asfixiante. El chico sintió ganas de vomitar. Miró hacia arriba, donde la niña se asomaba sonriente. Hacía pensar en un duende malicioso. Luego no supo a ciencia cierta si había visto la sonrisa (veía su perfil al trasluz) o la había intuido por el tono de su voz. “Invasor”, dijo en inglés, y escupió en el hoyo. Después se fue. El joven gritó desesperado, pidiendo ayuda, y llegó incluso a disparar el arma hacia arriba, cuya estridencia los árboles amortiguaban y tragaban, y teniendo presente que no quería quedarse sin munición pues seguro que la necesitaría cuando saliera, pero al poco tiempo lo acalló una cascada de mierda que los niños vinieron a echarle con un cubo. El viejo volvió a gruñir con profundo disgusto, mientras él se limpiaba la mierda de la cara, sorprendido y asqueado hasta un punto inaudito, y dominado por las arcadas. El hedor era inaguantable y la cantidad de mierda derramada, increíble. Los niños se asomaron riendo. Eran muchos, comprendió pronto y, por cómo reían (con una despreocupación atroz) esto era para ellos más un juego que una trampa seria. Parecían disfrutarlo mucho, matar el tiempo, experimentar. Pero el chico no dejaba de decirse que algo tan retorcido no podía brotar espontáneamente de los críos de unos campesinos. Seguramente, los rusos estaban detrás de ello, y los estaban utilizando para sus despreciables propósitos. ¡Debía dar la voz de alarma! Intentó comunicarse con su compañero para explicarle sus sospechas acerca de una más que probable conspiración rusa. Los intentos por hablar con el viejo resultaron infructuosos, y las horas empezaron a arrastrarse, pestilentes y lentas como gusanos moribundos. Al principio, creyó que lo encontrarían enseguida, que vendrían a rescatarlo, pero oscureció y una desesperación que nunca había conocido hasta entonces se apoderó de sus entrañas, estrujándolas. Estaba aterrado, y no podía negarlo porque las lágrimas acudían solas a sus ojos. Se sentía pequeño y muy ridículo.
A la mañana siguiente suplicó comida y agua pero sólo recibió más mierda y un cubo de algo que le parecieron las tripas de algún animal, quizás un cerdo. Luego volvieron a cubrir el círculo de luz con muchas ramas y hojas, dejándolos ciegos. Al quinto día llegó el cadáver del hombre. Lo echaron al hoyo sin ningún miramiento, encima de los dos prisioneros. El chico comprobó espantado su sospecha, efectivamente estaba muerto. Había caído como un peso de plomo encima suyo, sin un quejido que insinuara ni un gramo de vida. Se trataba de un soldado de unos cuarenta, extraordinariamente guapo, de pelo muy negro y barba tupida pintada de rojo; había pisado una trampa para osos que aún le mordía el pie y tenía una herida en la cabeza que no paraba de escupir sangre, por lo que el chico supuso que la muerte era muy reciente. No podía imaginar cómo los niños, por muy salvajes que fuesen, habrían podido aniquilar a un hombre fornido como éste, sin la ayuda brutal de un adulto. Miró al viejo, que hacía rato que dormía y no había protestado esta vez. Lo sacudió, en vano, sólo para descubrir que también estaba muerto, y se preguntó cuándo había ocurrido. Un sonido de angustia le quebró la garganta. Comprendió al fin que los niños salvajes lo dejarían morir aquí y se llenó de terror y de un odio intenso como el infierno. Durante un rato gritó y se dio golpes contra la cabeza como un loco. Pronto se arrinconó abrazándose las rodillas. Pensó en sus padres, en sus amigos, en su bonita ciudad, que había dejado atrás por hacerle la guerra a este país hostil, ansioso de gloria, de aniquilar al enemigo, y donde sólo encontraría una muerte lenta y agónica en este hoyo, apestando a mierda y a impotencia y lleno de una vergüenza abrumadora, destructiva. Y esta terrible sensación de tormento y absurdo, provocada por la proximidad de una muerte tan ridícula como cruel, lo acompañó hasta que el corazón se le paró, cansado, varios días después la sonrisa amarilla de la niña-duende siempre flotando ante sus ojos turbios. Muy lejos del hoyo, en su lejana Texas natal, la familia del joven cadáver de mirada fija y hueca estaba a punto de cenar un gran pavo asado. Su madre salía afuera a sacar la basura, y su padre se rascaba la panza y se tomaba un whisky con hielo frente al televisor. Brindó por la guerra y por su hijo el soldado y se tiró un eructo de gigante satisfecho.

12/1/14

Nueva jornada en el país de la guerra (Esther)



Por mucho que me han pisoteado, me he vuelto a levantar. No me dan miedo sus armas, sus tanques ni sus bombas. Yo soy de acero, tierra y esperanza. Creo que todo lo que he perdido no ha sido en vano, todxs estamos luchando por la misma razón. Esos cerdos no acabarán con nostrxs. ¿Tregua? No existe ese concepto. Nuestro día a día es el olor de la pólvora, el sonido de las explosiones, los aullidos de dolor, los gritos de clemencia, los llantos de desesperación. La visión de la muerte esta por todas partes. Hagas lo que hagas, está ahí, pisándote los talones. Vulgar, mezquina y envidiosa. Una sombra escondida con ganas de matar. Convirtiendo su fina guadaña en una pistola, sus embestidas en balas y sus cortes en una verdadera muerte, fría, dolorosa y llena de satisfacción.

Nunca pensé que seria tan fácil coger un arma. Apuntar con determinación y ver como tiemblan ante ti, una persona sin poder alguno, una mujer que ha sustituido su humilde hoz por un viejo y destartalado rifle de su padre. A veces resulta cómico, pues incluso se acaban orinando ante ti. Puedes sentir su miedo, lo respiras, lo palpas, lo disfrutas. Te suplican que no les mates, vienen con los cuentos lacrimosos de sus familias, te piden benevolencia, después de que ellos arrasaran tus tierras, mataran a sangre fría a tus hermanos y violaran a tu anciana madre. Hablan de paz. ¿Que sabrán ellos de paz? Esta es una guerra que comenzaron ellos. Una guerra que no tiene fin, ni tampoco principio. Yo solo sé que nací en un día en que la metralla acabó con mi abuelo, dejando su cuerpo como un colador sangriento. Ese día solo pudimos escuchar los chillidos de mi abuela, por encima de todas los proyectiles que perforaban el aire. Nos hemos convertido en bárbaros, en astutos carniceros, en amantes de la muerte, en verdugos verdaderos. Y es, en ese preciso momento, en el cual yo les meto una bala entre ceja y ceja. Y observo, encantada, como se les escapa la vida en un quejido.

Muchos luchan por no derramar ni sola lágrima ante mí, no quieren que vea su debilidad, que su hombría quede aplastada por una mujer, por una simple campesina. Y cantando sus insultantes himnos, a veces, algunos se suicidan antes de que mi hoz corte sus gargantas. Otros intentan disuadirme, me dicen que ese Dios que no existe me juzgara por mis pecados, que una mujer no puede involucrarse en la guerra. Y yo les respondo astuta, que un castrado tampoco puede batallar, y les amputo esa protuberancia que les hace creerse superiores que las mujeres, y les dejo morir desangrados, bramando con perros sarnosos, llenos de chinches y piojos.

Y así llevamos años. Escondidxs en cochambrosos zulos, sin alimentos, sin agua, pasando frío, rodeados de enfermedades, muriendo día tras día, noche tras noche.

La única razón por la que seguimos luchando es la esperanza. La creencia de darle un fin a esta guerra. Este conflicto que se ha llevado a todo aquel al que he querido, que me ha arrebatado aquellos sueños que una vez trate de imaginar, que amaina la creencia que tengo en este país, que no me dejó disfrutar del amor, de mi  juventud, de mi entera vida.

Es hora de cortar algunas cabezas. 

(Esther)

2/1/14

El último día de un condenado a muerte (Blanca)


He contado cada amanecer desde que estoy en un pozo seco. La pared circular ha sido mi testigo. ¿Quién fue e miserable que me metió? No recuerdo nada y nada he podido hacer. Y cada vez se me secan mas las ideas, así que aprovecho ahora en hablar, aunque sea despacito y con la voz casi rota. Sentado claro, sin declamar ni nada de esas mierdas. Como antes solía hacer.
¿A quién le hablo? Oh, no lo sé. Sólo sé que es un torrente de pensamientos antes de mi muerte, porque al parecer alguien quiere que me muera y por lo visto, lo van a cumplir si no me bajan algo de agua y me alcanzan una escalera en dirección a la superficie.

Haciendo recuento de las personas que les gustarían verme muerto, llego a la conclusión de que soy el más desafortunado en este sentido, ningún archienemigo, como diría mi hijo, éste debe de estar tan bien con su madre, los dos viendo una película de dibujos animados. ¿Me habrán buscado? ¿Se acordarán de mí? Realmente, por la madre no lo creo y Lucas es aún un poco pequeño para llamar directamente al móvil de su padre, quizás le haya dicho a mamá que me dónde estoy, pero ésta al ver que no llamo, lo habrá entendido como despreocupación más que por imposibilidad. En el trabajo improbable que se acuerden de mí, no tenía muchas amistades y hace como un mes que me despidieron. Mi vida, después del divorcio, era bastante tranquila, una vida un poco mediocre he de reconocer, ahora que se que este es mi último día. Y lo sé como si de una verdad absoluta me apretara el estómago, reducido en estos instante a una nuez. Realmente no sé como puedo pensar con tal relativa lucidez, como si la sangre me llegara más al cerebro porque lo necesita más, que al estómago, a las extremidades, a los ojos.

Cuando era pequeño, pensaba morir de forma heroica, salvando a alguna persona que lo necesitara, por ejemplo. Siempre he querido ser un superhéroe, rescatar a alguna bella dama que lo precisara, si mi instinto protector, que ya no sé si es producto de mi imaginación, viene de mis genes o forma parte de la cultura. Las ideas se me secan, como este pozo yermo, donde por más que he gritado e intentado trepar, parece que me quiere tragar en sus entrañas. ¿Dónde estaré? No ha pasado nadie, por mucho que me lamentara a gritos y susurros. Ni siquiera algún animal despistado se ha dignado a hacer una visita a este pobre y ahora débil humano. ¿Nada? Bueno, eso no es del todo cierto, ¿verdad pozo? Algún ser vivo, ya sea terrestre o extraterrestre se ha dignado a lanzarme una navaja. ¿Curioso, cierto? Puede significar el instrumento con el que acabe con mi mísera vida, hoy, un día cualquiera en el que me planteo la mejora alternativa.

Por un lado, si me dejo morir acabo con este sufrimiento, deprisa. Aunque siempre he pensado que el suicidio es una aberración, va en contra de las leyes divina que he asignado en mi vida: dejar que el ser supremo me lleve a sus brazos. Eso o decidir cuando, en qué momento he de morir y así acabar con mi sufrimiento, parece lo mejor, pero para mí es lo más egoísta que pueda existir en este mundo y después viene deshonrar a mis padres.

Si estas paredes de piedra tuvieran orejas, pudieran escuchar mis lamentos de hombre más casi en el otro mundo que en este, si pudieran contar a alguien aquello que ha vivido este pobre hombre, i pudieran contestarme y contarme que otros encuentros y desencuentros han presenciado. Sí, daría todo lo que tengo, que ahora de nada me sirve y ojalá pudiera despedirme de mi hijo, de mi madre, del pobre periquito mío que ya estará muerto por no haberle llenado el buche, claro el no puede salir de la jaula. Ahora te entiendo, Rudolf, estar encarcelado y morir de hambre, de pena. Al menos, yo tengo instrumento con el que matarme, pero no soy capaz ni de eso. Me lo empiezo a plantear, ahora, más que la boca del estómago, me duele el corazón, la garganta, el pensamiento mío, que ya no sabe lo que dice. Está tan cerca esa navaja, que sería un delito no usarla, diría Esteban, el de mantenimiento.

Sí, Mario, tienes que decidirte. Esperar a la muerte el día probablemente de mi cumpleaños es un tema un poco difícil, pero siento que cada vez el sufrimiento aumenta y no quiero verme haciéndome cada vez más pequeño, más débil, más enfermizo. ¿Crees que no he intentado de mil y una formas intentar llegar a la superficie, hacia la luz? Claro, tú has sido testigo, has sido mi único apoyo, si se puede decir que eres un apoyo al no irte al contarte mis tribulaciones, como muchas personas han hecho conmigo a lo largo de los años, pero qué triste...

No sé cómo voy a morir. Lo que sí sé es que hoy va a ser el día de mi muerte, estoy condenado a ello, porque no luce el sol. No han sobrevolado ningún pájaro por encima de mi cabeza y se vecina tormenta. Todo está listo y preparado, como si el tiempo se hubiera puesto también de acuerdo. Cojo la navaja lentamente y la miro.
 Blanca.