Hacía varios meses que
la joven Raquel se había enamorado del yoga y de sus efectos sobre
ella. Lo había adoptado como una religión y tomaba a Victoria, la
profesora, por su sacerdotisa. Desde las sesiones con Victoria, se
sentía más allá del daño, como si pudiera sobrevolar la locura
que tenía en casa sin que la suciedad de los demás la alcanzara. Su
padre había tenido una aventura con la niñera (¡era tan vulgar!),
su madre se pasaba el día llorando sin decidirse a irse a casa de su
abuelos ni a echarlo a él, y su hermana vivía encerrada en su
habitación, haciendo Dios sabe qué, siempre muy ocupada, sin hacer
nada por nadie, sin amar sinceramente a nadie. Victoria era lo mejor
que había pasado en la vida de Raquel; por fin tenía a alguien a
quien admirar sinceramente. La había conocido por casualidad
gracias a su hermano mayor, que vivía alejado de la familia en un
sucio ático por el que no pagaba mucho, y desde que iba a sus clases
creía haber encontrado al ser más perfecto y feliz del mundo.
Pensaba en ella como en un hermoso pájaro de colores que iba adonde
quería cuando quería, siempre sonriente, honesto, veraz.
Victoria pasaba con su
hermano casi todos los fines de semana (¡Raquel estaba muy excitada!
Estaba casi segura de que eran novios y eso convertía a su heroína
en su cuñada). Ella no vivía en la ciudad y, cuando iba, se quedaba
siempre en el humilde ático de Roberto (por el cual Raquel sentía
vergüenza ajena ante Victoria, porque todo estaba muy desordenado).
Cuando le constaba que Victoria estaría con él, Raquel dejaba de
lado sus otras tareas (generalmente sus clases en el instituto) para
acudir al ático, pues le obsesionaba la posibilidad de llegar a
conocerla mejor. También la propia Victoria, con su sonrisa
perfecta, se acercaba a ella después de yoga, para invitarla a ir
con ella a casa de Roberto, cosa que encantaba a Raquel. No obstante,
ella participaba muy poco en sus conversaciones; se bebía un vaso de
leche con chocolate o un té de menta y escuchaba con avidez todo lo
que ella decía sobre música, política, literatura, religión,
mientras que las palabras de Roberto quedaban como susurros mal
difuminados en el cuadro de su memoria. Los dos eran amables con ella
(aunque a veces Roberto se mostraba demasiado frío para su gusto,
Victoria era siempre un cielo). Pero estaba claro que sólo hablaban
de sus sentimientos y de sus secretos cuando Raquel no estaba
delante, y eso no le gustaba. Cuando Victoria se iba, una fragancia
de pino y rosas se quedaba en la habitación durante mucho rato, y en
los ojos de Raquel aparecía un brillo acorde a su buen humor, y
respiraba pletórica como si fuera posible que la sonrisa confiada,
la mirada serena de Victoria la llenara de la sabiduría que sentía
que le faltaba, que le faltaba a todo el mundo. Sentía que ella
había encontrado la manera (individual, única) de vivir en
coherencia consigo misma, mientras que el resto de gente no luchaba
por escapar del lodazal de la hipocresía a la que la sociedad te
empuja sin remedio. Roberto no decía mucho después de que ella se
fuera (sin duda porque se ponía triste, creía Raquel) y a menudo
reaccionaba con hostilidad a las insistentes preguntas de su hermana
menor. Raquel sentía entonces que él ocultaba información
deliberadamente, para tener sólo para sí a criatura tan especial.
Roberto era muy egoísta y desconsiderado. No le importaba nadie
salvo él mismo. No tenía en cuenta las necesidades de su hermana,
no entendía cuán importante era para ella llegar a establecer con
Victoria un vínculo personal, independiente de él. Raquel no tenía
referentes serios a los que confiarles sus sueños. Odiaba a sus
padres, a sus profesores, a los presentadores de televisión. Cuando
empezaba a pensar que el problema era ella, se abrió el telón de su
vida y apareció Victoria con su nombre sonoro hermosa como un
amanecer. Raquel quería ser como ella; imitarla en lo esencial.
Nunca lo hubiera dicho en voz alta (pensaba que mostrarse demasiado
elocuente acerca de su admiración por su profesora podía levantar
hacia ella sospechas de lesbianismo), pero lo cierto es que estaba
cada vez más celosa de la intimidad de Roberto con Victoria y,
aunque la certeza la desconcertaba, lo asumió como lo que era: un
sentimiento suyo y, por tanto, parte de sí. Se sentía muy moderna y
liberal por ello y creía que era exactamente la conclusión a la que
hubiera llegado Victoria de haber empezado a desarrollar en su
interior un sentimiento extraño, sin nombre.
Finalmente, Raquel
decidió averiguar cómo se llamaba el pueblo nativo de ella y
presentarse allí de visita, para verla a solas y, quizás, comer
juntas, ir al cine o dar un paseo junto a un lago. A Raquel no le
importaba lo que hicieran, mientras fuera algo suyo y Roberto,
por una vez, no estuviera en medio. Estuvo atenta y captó el nombre
del lugar en un comentario casual de ella.
Un fatal día de mayo,
que dio sus primeros pasos atravesando una niebla impertinente
empeñada en robar la luz del sol a la recién nacida mañana, Raquel
madrugó, se escapó de casa sin desayunar, cogió un autobús y dos
horas después llegó a su destino entre una nube de polvo, sueño y
hambre. La primera impresión fue muy decepcionante, pues parecía un
pueblo fantasma, de casas viejas y sucias, pero no se desanimó y
dedujo alegremente que, al ser un lugar tan pequeño, todo el mundo
conocería a Victoria.
Entró a preguntar a una
zapatería, a una panadería, a una farmacia. ¿Profesora de yoga, en
la ciudad? Nadie la conocía. Raquel estaba decepcionada y
sorprendida, y por unos minutos, sin saber qué hacer, permaneció
silenciosa, cabizbaja, en la farmacia, esforzándose por trazar un
plan. Se sentía tonta e infantil, y se recriminó por no haber
avisado a Roberto, haber sido más franca con él y no haberse bajado
de la carroza para pedirle ayuda. De pronto entró una mujer joven
con una sonrisa radiante en el rostro, y Raquel se distrajo con su
historia. Un test de embarazo, por favor, pidió ella en tono
cantarín. ¿Otro?, sonrió la farmacéutica. María, cariño, estas
cosas son bastantes fiables. Deja de ir y venir: estás encinta
seguro. Enhorabuena. ¡Sí, sí!, canturreó la clienta, sólo
quiero asegurarme otra vez. ¡Si doy positivo, esta noche le preparo
una cena con velas y se lo digo! Ya he comprado las velas, mostró
una bolsita verde. La farmacéutica sonrió afablemente, como
enternecida. Y quizás, por fin, te pida que os caséis, claro, dijo.
La clienta rió nerviosa. ¡Sí! ¡Ya sabes cómo es!, exclamó como
alguien habla de algo insoportablemente adorable o como quien perdona
las faltas de un ser amado (la farmacéutica bien sabía “que la
María estaba loca por casarse, y que llevaba muy mal que el novio le
diera largas”). Le dio otro test de embarazo y aprovechó para
preguntarle si conocía a alguien llamada Victoria que fuera
profesora de yoga en la ciudad. Ella nació aquí, se apresuró a
aclarar Raquel. ¿Yoga?, preguntó María arrugando el ceño, mirando
a la niña. Ni idea. Pero mi novio va a la ciudad a menudo, quizás
conoce a tu amiga. (No es que fuera muy lógica esta idea, pensó
Raquel, pues la ciudad estaba llena de gente, pero la chica parecía
tan feliz y sugirió esto con tanta seriedad que Raquel decidió
permanecer con ella y dejarse ayudar cuanto fuera posible). ¡Puede
ser!, exclamó esperanzada, ¿podría preguntárselo, si a usted no
le importa? Claro, cariño, sonrió María, que de repente le pareció
a Raquel completamente en su salsa, impaciente por demostrar ante el
mundo innatas cualidades de madraza. Ven conmigo, añadió, y se
despidieron de la farmacéutica y salieron de la farmacia.
Impaciente, María mandó
un mensaje a su novio anunciando “buenas noticias y pidiendo que de
ser posible fuera a casa antes de la hora habitual”. (Él contestó
casi enseguida con un rancio: ¿estás embarazada? María lo dejó
con la duda. No le parecía un tema para hablar por mensaje y,
además, “le había parecido un mensaje seco”).
Raquel no tuvo reparos en
hacerle saber lo aliviada que se sentía, pues durante un rato se
había sentido perdida y estúpida, sin saber qué hacer a
continuación. Nadie sabía que había venido, porque quería darle
una sorpresa a Victoria y no se lo había dicho a nadie, inventó,
puesto que le parecía verdaderamente indecoroso ponerse a hablar de
sus celos con una desconocida, por muy amable que fuese. María le
contó que ella no paraba mucho por la ciudad, que su novio trabajaba
hasta las dos en la carnicería de su padre y que luego iría a casa
a comer y podría verlo; la invitó entretanto a tomar chocolate
caliente y galletas y Raquel, que estaba hambrienta, aceptó
encantada.
Vivía en una pequeña
casa en las afueras del pueblo, rodeada de casas parecidas unas a
otras, con tejados de tejas rojas muy viejas, con corrales y establos
más viejos todavía. El interior de la casa tenía un olor
particular, como espeso, algo viciado, que en un primer momento chocó
a Raquel, aunque se acostumbró enseguida.
María no paraba de
hablar con alegría sobre esto y lo otro y, mientras dejaba el test
de embarazo y cuatro velas aromáticas enormes encima de la mesita
del café, la instó a ponerse cómoda; ella iría a la cocina y
calentaría el chocolate. Con una tímida sonrisa bailándole en los
labios, pensando en el chocolate, las manos a la espalda, Raquel
caminó lentamente por el comedor, pasando una mirada indiferente por
las figuritas de adorno de los estantes, los feos cuadros que
colgaban de la pared, las fotografías familiares que encontraba por
doquier. Una de ellas le llamó particularmente la atención, primero
porque el paisaje era un hermoso acantilado (indudablemente era un
paisaje extranjero), segundo porque en ella salía María tapándole
los ojos por detrás a un chico joven que estaba al borde del
acantilado (dedujo correctamente que era el novio), que sonreía a
ciegas hacia el objetivo de la cámara, obviamente sin saber que
alguien le estaba fotografiando. Tenía una sonrisa hermosísima de
la que se quedó prendada unos segundos. Tuvo una sensación de
familiaridad que en ese momento le resultó agradable. Pero se
concentró, y pronto esa familiaridad se convirtió en una pesadilla.
Una fea sospecha se le clavó en el pecho y ya no la abandonó por
mucho que se esforzó por sacársela de dentro. En la foto de al
lado, el mismo chico, con algo metálico en la mano y una caja de
herramientas al lado, cambiaba la rueda de un todoterreno en el patio
de una casa donde correteaban algunas gallinas; llevaba pantalones
grises de trabajo, una camisa blanca y sucia arremangada hasta los
codos y dedicaba una media sonrisa sorprendida a la cámara que
interrumpía su faena. Sus ojos eran grises, transparentes como un
poema sobre el agua... Se le escapó del alma un sonido como un
quejido, se dio la vuelta y se tapó la boca con las manos. En ese
momento, María entraba sonriendo con su alegre cháchara en el
comedor, con una bandeja llena de dulces y dos tazones de chocolate,
preguntando si la había asustado. Raquel negó con la cabeza. Tenía
la garganta seca y estaba algo mareada por la impresión, pero logró
sobreponerse lo suficiente como para dirigirse como un autómata
hacia el sofá, sentarse, pasarse una mano por el pelo, coger una
galleta de la bandeja que María había dejado en la mesita del café.
¿Tu novio tiene hermanas?, preguntó con voz débil. A María se le
congeló la sonrisa en los labios, confusa por el cambio operado en
el pálido semblante de su invitada. Tiene un hermano, un año
menor, que vive en Córdoba. ¿Por qué lo preguntas? Raquel se
sentía absurda y soltó una risita que pretendía ser relajada y
sonó histérica; sacudió la mano dando a entender que no tenía
importancia como quien intenta quitarse una telaraña de encima y no
puede. No, nada..., balbuceó, es que por un momento tuve una idea
que es un disparate, que mi amiga, Victoria, tuviera dos hermanos, yo
sabía que tenía uno que vivía lejos, pero no sabía nada de un
segundo hermano y... Raquel vio que María se impacientaba por
momentos. ¿Podría... ver más fotos de ustedes dos? María
consintió, con una chispa de recelo en la mirada. Eligió el álbum
del bautizo de su sobrina, que ya tenía dos años, porque estaba a
mano, encima de la mesa. Raquel se puso a ojear el álbum,
deteniéndose en cada foto en que salía él; a veces cerraba los
ojos con cierta fuerza, y luego volvía al álbum, le tapaba el
cuerpo o el pelo; pasaba otra página. María la observaba,
sintiéndose de pronto muy incómoda con la situación, hasta que,
finalmente, la niña alzó hacia ella una mirada más que confusa y
por un segundo María sintió piedad de su turbación. Él..., es tan
parecido... a ella, debo estar obsesionada, volviéndome loca... y
viendo cosas donde no las hay. ¡Bueno, explícate!, soltó María,
irritada.
La serpiente del miedo se
le había enroscado alrededor del corazón desde que había recibido
el mensaje de María. Apretaba, asfixiándolo, como la influencia de
María lo asfixiaba siempre. Esto se traducía físicamente en la
palidez que se había extendido por su hermosa cara. Ahora, mientras
caminaba bajo el abrasador sol de mediodía por las calles vacías,
se sentía como si lo señalaran miles de dedos acusadores, como un
niño tímido que tiembla como una hoja cada vez que sopla el viento.
Sentía la presión que María ejercía sobre él de manera constante
y feroz incluso cuando ella no estaba presente. Un hijo, para María,
significaba matrimonio. Ella era muy tradicional, y tomaría que él
se enterara de que iba a ser padre y que no le pidiera matrimonio ese
mismo día como el insulto más grave que se le podía dirigir. Le
haría la vida imposible, hablaría con todo el pueblo, con la madre
de él, su madre lo llamaría llorando siete veces al día. Pensaría
que no la quería, le gritaría que le faltaba amor, que por qué
estaba con ella, que entonces por qué no se quería casar. No
pararía hasta conseguir eso de él. Y lo conseguiría. A pesar de su
rechazo instintivo a la vida matrimonial, María ganaría la batalla,
como siempre. Sabía cómo manejarlo para que se hiciese siempre lo
que ella quería, pero que pareciera que salía de él. En estos
momentos, debía de estar cocinando algo y encendiendo un par de
velas rosas y gordas (las velas eran imprescindibles) para que todo
luciera como el escenario de una película cuyo patrón argumental
romanticoide se había repetido ya ad nauseam. María era
una princesa Disney y siempre había querido que él se pusiera el
trajecito de príncipe azul, aunque a él le viniera grande tan
minúsculo papel (y traje).
Ahora le venían a la
memoria escenas odiosas del pasado, que se le clavaban en el recuerdo
como cristales rotos en las encías. Cuando eran niños, María,
repelente y clásica, quiso que “el primer beso” fuera con él.
Ese día se puso un horrible vestido rosa y lo humilló delante de
toda la clase ofreciéndole una boca de pez y cerrando mucho los
ojos, esperando a que él se acercara y la besara. Rojo como un
tomate, sudando de vergüenza, él entendió lo que se le exigía y
sintió dentro de sí un gran rechazo a complacerla en ello. Hubiera
querido huir, morirse, pero sus compañeros lo empujaban por la
espalda y las niñas le estiraban la ropa y los brazos para acercarlo
a la boca de María, que se empeñaba en esperar cerrando los
ojos fuertemente. Los niños le daban golpecitos en la cabeza y lo
zarandeaban burlonamente; las risitas tontas de las niñas reventaban
en sus oídos como bombas. Entendiendo que poner boca de pez y
besarla era la única manera de que le dejaran libre, claudicó. Lo
hizo. Lo soltaron. María sonreía a todos, todos gritaban que ella
era su novia. Salió corriendo y se encerró en el baño para llorar
a solas, avergonzado. En su corazón de niño, se preguntaba con
sentimientos de angustia, no con palabras, ¿por qué tenía que
hacer, él, algo que no quería, algo que quería María, algo
que María quería que él hiciese? Entendía que la responsabilidad
activa de dar el beso pesaba sobre sus hombros y, de haber podido,
habría dejado esa responsabilidad encima de la mesa del profesor,
habría sonreído a todos y renunciado a volver a clase. Pero cuando
le dijo a su madre por qué ya nunca iba a volver al colegio, su
madre se rió de él, “creyó que todo era normal” y le cogió a
María un cariño especial y la trató como a una protegida. Todo era
tan inconexo, tan poco lógico. Él odiaba a su madre; odiaba a
María. Se volvió más introvertido de lo habitual y, durante muchos
días, extrañamente arisco. Decidió que durante miles de semanas no
volvería a hablar ni con una ni con otra y lo cumplió en el caso de
María. Ese año, dio besos a muchas niñas para demostrale que la
estúpida escena que para ella había sido tan especial, para él no
significaba NADA. A veces, ella lo miraba con reproche. Ella iba a su
casa de vez en cuando, pues sus madres se habían hecho amigas, pero
él no quería jugar con ella; María sólo quería jugar a mamás y
a papás, donde ella sólo podía ser la mamá y él sólo podía ser
el papá, cosa que le parecía extraordinariamente aburrida, por lo
que sugería jugar a mamás y perros, o a mamás y plantas, y se
ponía a ladrar y correr por doquier, o se quedaba quieto y tieso en
una esquina, “poniendo cara de planta”. María lloraba
desconsolada en el centro de la habitación, como una cantante de
ópera en el centro del escenario. Se enfadaba mucho con él, se
chivaba, le reñían “por burlarse”. Pero él creía que estaba
bien que ella fuese la mamá si quería, y que él pudiese ser otra
cosa, como un perro o una planta. Luego empezaron a ir a clases
distintas y se distanciaron.
Pero, después de todo,
el tiempo terminó por reunirlos de nuevo. Para entonces, María era
ya una chica de sonrisa fácil, muy dulce y comedida, aunque de ideas
fijas, y él un chico muy tímido, sensible pero reprimido, de ideas
confusas e informes. María lo trataba con mucha dulzura y eso lo
enamoró enseguida, porque los caracteres demasiado fuertes y las
maneras demasiado bruscas le inspiraban desconfianza y recelo; al
mismo tiempo, la consideraba una persona tenaz y valiente, y la
admiraba mucho por ello (a menudo, él se sentía torpe y cobarde).
Ahora, asustado como
estaba, le parecía que su relación con ella había sido una
repetición constante del patrón iniciado con la escena absurda del
primer beso, donde él daba el primer paso para hacer cosas que ella
quería que él hiciese, porque algo que estaba por encima de ellos
no le permitía hacerlo a ella, como la antigua sociedad rusa
obligaba a las damas rusas a sentarse en los salones de baile
esperando la atención de los pretendientes, que a él se le antojaba
como la vergonzosa exposición de mercancías a la espera del
comprador. Esto no tenía sentido para él, pero no sabía cómo
romper las reglas de un juego que él no había inventado; ella tenía
una manera muy rígida y concreta de proceder, y eso lo obligaba a él
a comportarse como el otro complementario. El patrón estaba bien
definido y se sentía como en una jaula. Era él quien como un
autómata le pasaba el brazo por detrás de la nuca si ella se
asustaba durante una película de terror, pero ¿quién le consolaba
a él, si era él el que se asustaba? (¿Que cada uno se encargara de
sus propios temores?). Era ella quien le apoyaba la cabeza en el
hombro si le conmovía una historia de amor, pero ¿quién le ofrecía
un hombro a él si era él quien quería llorar de emoción? (¿Que
cada uno se encargara de sus propias lágrimas?). ¿Por qué tenía
que permanecer él como una columna de piedra inquebrantable y fuerte
al lado de María, para que siempre que ella se quebrara (pues tenía
derecho a quebrarse, mientras que él para quebrarse se escondía en
su cuarto) tuviera donde apoyarse? María era toda una mujer, y
quería a su lado a todo un hombre, pero él sentía que las
responsabilidades para las que María lo quería eran como una losa,
le aplastaban el espíritu y le desgastaban la sonrisa. Ahora, según
el calendario mental de María, ella ya debería de estar casada. Y,
de nuevo, estaba esperando.
Ya estaba cerca de su
casa, y la sensación de angustia aumentaba por momentos. Pero una
angustia muy diferente se adueñó de él cuando, al abrir la puerta,
se encontró con los ojos de acero de María y Raquel clavados
cruelmente en él. Un terror visceral hizo presa de todo su ser. ¿Qué
hacía Raquel aquí, quién le había hablado de María? Sus dos
vidas se encontraron ante él como dos olas que vienen en direcciones
opuestas, chocan una con la otra y se hacen añicos, revelándose de
pronto de cristal. Comprendió que éste era el día del juicio
final, que era tarde para disimular, que María leía en su expresión
culpable que Raquel no le era desconocida. Sacó un gramo de valor
para cerrar la puerta tras él.
Víctor, esta niña tiene
en la cabeza ideas absurdas sobre ti, empezó María con un tono
controlado y agudo que aspiraba aún a manejar la situación, cree
que te ha visto por ahí vestido de mujer. Dile que se
equivoca de persona para que pueda volver a su casa y dormir
tranquila esta noche. Un silencio sepulcral siguió a sus frías
palabras. Víctor miró a Raquel, pero apenas la reconoció. En sus
ojos, en los que se había acostumbrado a ver amistad y dulce
adoración, veía ahora una ofendida chispa de sarcasmo que daba a su
rostro un aspecto completamente distinto, peligroso, sádico. El
reloj de pared contaba los segundos de espera como un verdugo que ha
hecho una pregunta y exige que se le responda antes de levantar el
hacha, que levantará igualmente. Víctor se sentía acorralado,
indefenso como un adolescente desnudo y de cuerpo muy raro exhibido
en un circo. María, yo te quiero... fue lo único que pudo decir. Un
gritito ahogado, terrible sollozo, se escapó del pecho de María,
que se tapó la cara con las manos muriéndose por dentro. Raquel se
levantó del sofá, y volviéndose hacia él como un ángel vengador
gritó Eres un monstruo, una vergüenza. ¿Cómo puedes burlarte así
de las personas, de los que te quieren, qué clase de juego es éste?
¡Por Dios, está embarazada de ti! Víctor tragó saliva angustiado.
Yo... no juego, simplemente quería (tener mi propio... o escapar
de...) Todo era tan confuso. Pero María, perdóname, no quería
herirte, y realmente no he hecho nada malo, es que a veces (me siento
oprimido) necesito espacio, sólo quería (encontrar la manera de)
vivir de acuerdo con (mis propias leyes) conmigo mismo, sin odiarme.
No te lo dije porque pensé que (mi odio) no lo entenderías , que no
me entenderías. Raquel estalló en crueles carcajadas, como si no
diera crédito a lo que escuchaban sus oídos. Víctor se veía a sí
mismo como un criminal atroz. Estaba pálido como un muerto y le
temblaba el labio inferior. Estaba bloqueado; no sabía cómo lidiar
con esta situación, no sabía cómo justificarse, explicarse, cómo
defenderse ante sus jueces. Se sentía impotente y demolido. María
lloraba abiertamente, presa de la más cruda desesperación. ¿Cómo
voy a entender que mi novio quiera disfrazarse de mujer y
tener una doble vida, cómo voy a creer después de esto, que esto,
que tú, eres normal? ¿Has estado acostándote con hombres,
para eso ibas a la ciudad, para ir a esos clubs...? No me lo digas no
quiero saberlo. Me has estado engañando, he estado viviendo con una
especie de... híbrido. Hay algo muy pervertido en todo esto.
Yo te quería Víctor, pero estás enfermo, no eres normal y creo que
necesitas ir al médico, qué voy a hacer ¿qué voy a hacer? Lloraba
cada vez con mayor ahínco, humillada; un dolor extremo le desgarraba
el corazón, que se esforzaba por cerrar, incapaz de comprender. ¿Te
vas a operar?, preguntó Raquel con una brusquedad desconsiderada,
buscando la mirada de Víctor. ¿Operarme...? ¡Operarte, cambiarte
el sexo! ¿o eres gay?, gritó ella y María lloró más fuerte,
desesperada; las palabras de Raquel eran una tortura. Todos se reirán
de mí, ¿y qué dirán tus padres, y los míos, y mis hermanas y
amigos y nuestros vecinos? ¡No, no! Escribirán “maricón” o
“transexual” en la persiana de la carnicería y tus padres
tendrán que cerrarla, y yo tendré que mudarme de aquí porque no
soportaré la vergüenza de haber tenido un hijo con un travesti, o
un... homosexual... o lo que seas... Respiró hondo, confundida, como
si se ahogara en una piscina. Víctor tenía una gran bola de fuego
atascada en la garganta, las ganas de llorar se hacían más
insoportables a cada momento que pasaba, aunque él luchaba por
reprimirse. Finalmente, dos gruesas lágrimas brotaron de sus ojos,
sin remedio, ante la cruda mirada de Raquel, que no le quitaba los
ojos de encima, como quien observa un insecto particularmente
repugnante pero no puede evitar mirar arriba y abajo. Víctor
aprovechó la pausa de ella para decir pero, María, nada de eso
tiene por qué ocurrir... ¡Ocurrirá, ocurrirá!, saltó Raquel
impertinentemente, Mira, mi padre es psiquiatra, le contaré tu
problema y a lo mejor puede ayudarte. Esto... Roberto te dará su
teléfono, ¡bueno, adiós!, añadió abruptamente y, sin volverse a
mirar a María y dando casi un empujón a Víctor, fue hacia la
puerta y salió, impaciente y ansiosa por escapar de esa casa. El
test de embarazado, las velas aromáticas y el chocolate frío
quedaron olvidados en la mesita del café.
Respiró de nuevo, creía
que se ahogaba. Tenía dentro una inmensa sensación de asco. Se
sentía sucia y perpleja, sumamente asqueada. No le gustaría estar
en el pellejo de María. ¿Cuánto tiempo llevaría él/ella (ya no
sabía cómo llamarlo/llamarla) engañándola? Y estaba embarazada y
quería casarse con él/ella, pero ¿cómo iba a casarse después de
descubrir esto? Entonces sería lesbiana, decidió, pero dos mujeres
no se podían casar. ¿Y qué iban a poner en la partida de
nacimiento del bebé? ¿Y Roberto, lo sabría? ¡Seguro que sí! Pero
entonces, ¿Roberto también era gay? Arrugó el ceño; estaba muy
confundida y no entendía bien lo que había ocurrido hoy, ni las
implicaciones. El caso era que, al final, todo el mundo resultaba
decepcionante, todos mentían, todos eran hipócritas. Ella había
puesto sus esperanzas en la persona equivocada; había creído que
era su mentora y amiga. Ahora no sabía qué pensar. Se sentía
hundida y estafada. Después de esto, no volvería a confiar en
nadie. Apenas recordaba a ese ser “especial” que se había hecho
llamar “Victoria” y que, en realidad, no existía; todo el
tiempo había sido un teatro. Una mentira, una construcción, una
falsedad: una aberración. Desechó todo lo que había creído
aprender de “ella”, puesto que había descubierto que las aguas
de las que había estado bebiendo estaban contaminadas, contaminado
así todo lo que hubiera intentado transmitir en las largas charlas
con Roberto. Decidió que durante una larga temporada no iría a ver
a Roberto. Se preguntó qué pasaría con Víctor/ia y María. ¿Quién
se iría de la casa, iría él a la ciudad, ella a casa de sus
padres? No creía que María pudiera superar semejante shock. ¿Quién
lo superaría? (Raquel no podría superarlo). Incluso sin que fuera
su novio le daba mucha vergüenza y le producía mucha incomodidad
pensar en ello y la idea de contárselo a alguien la hacía
enrojecer. ¿Cómo explicar que había vivido engañada durante tanto
tiempo, “que su profesora de yoga era en realidad profesor”,
que no había sabido distinguir entre un hombre y una mujer?
Pensarían que era estúpida. No, nunca le contaría nada a nadie. Se
le había pasado el hambre y las ganas de hacer yoga. De pronto se
sentía muy cansada; estaba siendo un día horrible y le pesaba como
hierro en el estómago. Sólo le apetecía tumbarse en la cama y
dormir hasta convertir las últimas horas de su vida en una pesadilla
de la que despertar al día siguiente.
A pesar de sí misma, al
día siguiente se despertó con el mal sabor de boca que deja la
muerte de un ídolo.