31/7/14

Transfobia (Rosæ)

Hacía varios meses que la joven Raquel se había enamorado del yoga y de sus efectos sobre ella. Lo había adoptado como una religión y tomaba a Victoria, la profesora, por su sacerdotisa. Desde las sesiones con Victoria, se sentía más allá del daño, como si pudiera sobrevolar la locura que tenía en casa sin que la suciedad de los demás la alcanzara. Su padre había tenido una aventura con la niñera (¡era tan vulgar!), su madre se pasaba el día llorando sin decidirse a irse a casa de su abuelos ni a echarlo a él, y su hermana vivía encerrada en su habitación, haciendo Dios sabe qué, siempre muy ocupada, sin hacer nada por nadie, sin amar sinceramente a nadie. Victoria era lo mejor que había pasado en la vida de Raquel; por fin tenía a alguien a quien admirar sinceramente. La había conocido por casualidad gracias a su hermano mayor, que vivía alejado de la familia en un sucio ático por el que no pagaba mucho, y desde que iba a sus clases creía haber encontrado al ser más perfecto y feliz del mundo. Pensaba en ella como en un hermoso pájaro de colores que iba adonde quería cuando quería, siempre sonriente, honesto, veraz.

Victoria pasaba con su hermano casi todos los fines de semana (¡Raquel estaba muy excitada! Estaba casi segura de que eran novios y eso convertía a su heroína en su cuñada). Ella no vivía en la ciudad y, cuando iba, se quedaba siempre en el humilde ático de Roberto (por el cual Raquel sentía vergüenza ajena ante Victoria, porque todo estaba muy desordenado). Cuando le constaba que Victoria estaría con él, Raquel dejaba de lado sus otras tareas (generalmente sus clases en el instituto) para acudir al ático, pues le obsesionaba la posibilidad de llegar a conocerla mejor. También la propia Victoria, con su sonrisa perfecta, se acercaba a ella después de yoga, para invitarla a ir con ella a casa de Roberto, cosa que encantaba a Raquel. No obstante, ella participaba muy poco en sus conversaciones; se bebía un vaso de leche con chocolate o un té de menta y escuchaba con avidez todo lo que ella decía sobre música, política, literatura, religión, mientras que las palabras de Roberto quedaban como susurros mal difuminados en el cuadro de su memoria. Los dos eran amables con ella (aunque a veces Roberto se mostraba demasiado frío para su gusto, Victoria era siempre un cielo). Pero estaba claro que sólo hablaban de sus sentimientos y de sus secretos cuando Raquel no estaba delante, y eso no le gustaba. Cuando Victoria se iba, una fragancia de pino y rosas se quedaba en la habitación durante mucho rato, y en los ojos de Raquel aparecía un brillo acorde a su buen humor, y respiraba pletórica como si fuera posible que la sonrisa confiada, la mirada serena de Victoria la llenara de la sabiduría que sentía que le faltaba, que le faltaba a todo el mundo. Sentía que ella había encontrado la manera (individual, única) de vivir en coherencia consigo misma, mientras que el resto de gente no luchaba por escapar del lodazal de la hipocresía a la que la sociedad te empuja sin remedio. Roberto no decía mucho después de que ella se fuera (sin duda porque se ponía triste, creía Raquel) y a menudo reaccionaba con hostilidad a las insistentes preguntas de su hermana menor. Raquel sentía entonces que él ocultaba información deliberadamente, para tener sólo para sí a criatura tan especial. Roberto era muy egoísta y desconsiderado. No le importaba nadie salvo él mismo. No tenía en cuenta las necesidades de su hermana, no entendía cuán importante era para ella llegar a establecer con Victoria un vínculo personal, independiente de él. Raquel no tenía referentes serios a los que confiarles sus sueños. Odiaba a sus padres, a sus profesores, a los presentadores de televisión. Cuando empezaba a pensar que el problema era ella, se abrió el telón de su vida y apareció Victoria con su nombre sonoro hermosa como un amanecer. Raquel quería ser como ella; imitarla en lo esencial. Nunca lo hubiera dicho en voz alta (pensaba que mostrarse demasiado elocuente acerca de su admiración por su profesora podía levantar hacia ella sospechas de lesbianismo), pero lo cierto es que estaba cada vez más celosa de la intimidad de Roberto con Victoria y, aunque la certeza la desconcertaba, lo asumió como lo que era: un sentimiento suyo y, por tanto, parte de sí. Se sentía muy moderna y liberal por ello y creía que era exactamente la conclusión a la que hubiera llegado Victoria de haber empezado a desarrollar en su interior un sentimiento extraño, sin nombre.
Finalmente, Raquel decidió averiguar cómo se llamaba el pueblo nativo de ella y presentarse allí de visita, para verla a solas y, quizás, comer juntas, ir al cine o dar un paseo junto a un lago. A Raquel no le importaba lo que hicieran, mientras fuera algo suyo y Roberto, por una vez, no estuviera en medio. Estuvo atenta y captó el nombre del lugar en un comentario casual de ella.

Un fatal día de mayo, que dio sus primeros pasos atravesando una niebla impertinente empeñada en robar la luz del sol a la recién nacida mañana, Raquel madrugó, se escapó de casa sin desayunar, cogió un autobús y dos horas después llegó a su destino entre una nube de polvo, sueño y hambre. La primera impresión fue muy decepcionante, pues parecía un pueblo fantasma, de casas viejas y sucias, pero no se desanimó y dedujo alegremente que, al ser un lugar tan pequeño, todo el mundo conocería a Victoria.
Entró a preguntar a una zapatería, a una panadería, a una farmacia. ¿Profesora de yoga, en la ciudad? Nadie la conocía. Raquel estaba decepcionada y sorprendida, y por unos minutos, sin saber qué hacer, permaneció silenciosa, cabizbaja, en la farmacia, esforzándose por trazar un plan. Se sentía tonta e infantil, y se recriminó por no haber avisado a Roberto, haber sido más franca con él y no haberse bajado de la carroza para pedirle ayuda. De pronto entró una mujer joven con una sonrisa radiante en el rostro, y Raquel se distrajo con su historia. Un test de embarazo, por favor, pidió ella en tono cantarín. ¿Otro?, sonrió la farmacéutica. María, cariño, estas cosas son bastantes fiables. Deja de ir y venir: estás encinta seguro. Enhorabuena. ¡Sí, sí!, canturreó la clienta, sólo quiero asegurarme otra vez. ¡Si doy positivo, esta noche le preparo una cena con velas y se lo digo! Ya he comprado las velas, mostró una bolsita verde. La farmacéutica sonrió afablemente, como enternecida. Y quizás, por fin, te pida que os caséis, claro, dijo. La clienta rió nerviosa. ¡Sí! ¡Ya sabes cómo es!, exclamó como alguien habla de algo insoportablemente adorable o como quien perdona las faltas de un ser amado (la farmacéutica bien sabía “que la María estaba loca por casarse, y que llevaba muy mal que el novio le diera largas”). Le dio otro test de embarazo y aprovechó para preguntarle si conocía a alguien llamada Victoria que fuera profesora de yoga en la ciudad. Ella nació aquí, se apresuró a aclarar Raquel. ¿Yoga?, preguntó María arrugando el ceño, mirando a la niña. Ni idea. Pero mi novio va a la ciudad a menudo, quizás conoce a tu amiga. (No es que fuera muy lógica esta idea, pensó Raquel, pues la ciudad estaba llena de gente, pero la chica parecía tan feliz y sugirió esto con tanta seriedad que Raquel decidió permanecer con ella y dejarse ayudar cuanto fuera posible). ¡Puede ser!, exclamó esperanzada, ¿podría preguntárselo, si a usted no le importa? Claro, cariño, sonrió María, que de repente le pareció a Raquel completamente en su salsa, impaciente por demostrar ante el mundo innatas cualidades de madraza. Ven conmigo, añadió, y se despidieron de la farmacéutica y salieron de la farmacia.
Impaciente, María mandó un mensaje a su novio anunciando “buenas noticias y pidiendo que de ser posible fuera a casa antes de la hora habitual”. (Él contestó casi enseguida con un rancio: ¿estás embarazada? María lo dejó con la duda. No le parecía un tema para hablar por mensaje y, además, “le había parecido un mensaje seco”).
Raquel no tuvo reparos en hacerle saber lo aliviada que se sentía, pues durante un rato se había sentido perdida y estúpida, sin saber qué hacer a continuación. Nadie sabía que había venido, porque quería darle una sorpresa a Victoria y no se lo había dicho a nadie, inventó, puesto que le parecía verdaderamente indecoroso ponerse a hablar de sus celos con una desconocida, por muy amable que fuese. María le contó que ella no paraba mucho por la ciudad, que su novio trabajaba hasta las dos en la carnicería de su padre y que luego iría a casa a comer y podría verlo; la invitó entretanto a tomar chocolate caliente y galletas y Raquel, que estaba hambrienta, aceptó encantada.
Vivía en una pequeña casa en las afueras del pueblo, rodeada de casas parecidas unas a otras, con tejados de tejas rojas muy viejas, con corrales y establos más viejos todavía. El interior de la casa tenía un olor particular, como espeso, algo viciado, que en un primer momento chocó a Raquel, aunque se acostumbró enseguida.

María no paraba de hablar con alegría sobre esto y lo otro y, mientras dejaba el test de embarazo y cuatro velas aromáticas enormes encima de la mesita del café, la instó a ponerse cómoda; ella iría a la cocina y calentaría el chocolate. Con una tímida sonrisa bailándole en los labios, pensando en el chocolate, las manos a la espalda, Raquel caminó lentamente por el comedor, pasando una mirada indiferente por las figuritas de adorno de los estantes, los feos cuadros que colgaban de la pared, las fotografías familiares que encontraba por doquier. Una de ellas le llamó particularmente la atención, primero porque el paisaje era un hermoso acantilado (indudablemente era un paisaje extranjero), segundo porque en ella salía María tapándole los ojos por detrás a un chico joven que estaba al borde del acantilado (dedujo correctamente que era el novio), que sonreía a ciegas hacia el objetivo de la cámara, obviamente sin saber que alguien le estaba fotografiando. Tenía una sonrisa hermosísima de la que se quedó prendada unos segundos. Tuvo una sensación de familiaridad que en ese momento le resultó agradable. Pero se concentró, y pronto esa familiaridad se convirtió en una pesadilla. Una fea sospecha se le clavó en el pecho y ya no la abandonó por mucho que se esforzó por sacársela de dentro. En la foto de al lado, el mismo chico, con algo metálico en la mano y una caja de herramientas al lado, cambiaba la rueda de un todoterreno en el patio de una casa donde correteaban algunas gallinas; llevaba pantalones grises de trabajo, una camisa blanca y sucia arremangada hasta los codos y dedicaba una media sonrisa sorprendida a la cámara que interrumpía su faena. Sus ojos eran grises, transparentes como un poema sobre el agua... Se le escapó del alma un sonido como un quejido, se dio la vuelta y se tapó la boca con las manos. En ese momento, María entraba sonriendo con su alegre cháchara en el comedor, con una bandeja llena de dulces y dos tazones de chocolate, preguntando si la había asustado. Raquel negó con la cabeza. Tenía la garganta seca y estaba algo mareada por la impresión, pero logró sobreponerse lo suficiente como para dirigirse como un autómata hacia el sofá, sentarse, pasarse una mano por el pelo, coger una galleta de la bandeja que María había dejado en la mesita del café. ¿Tu novio tiene hermanas?, preguntó con voz débil. A María se le congeló la sonrisa en los labios, confusa por el cambio operado en el pálido semblante de su invitada. Tiene un hermano, un año menor, que vive en Córdoba. ¿Por qué lo preguntas? Raquel se sentía absurda y soltó una risita que pretendía ser relajada y sonó histérica; sacudió la mano dando a entender que no tenía importancia como quien intenta quitarse una telaraña de encima y no puede. No, nada..., balbuceó, es que por un momento tuve una idea que es un disparate, que mi amiga, Victoria, tuviera dos hermanos, yo sabía que tenía uno que vivía lejos, pero no sabía nada de un segundo hermano y... Raquel vio que María se impacientaba por momentos. ¿Podría... ver más fotos de ustedes dos? María consintió, con una chispa de recelo en la mirada. Eligió el álbum del bautizo de su sobrina, que ya tenía dos años, porque estaba a mano, encima de la mesa. Raquel se puso a ojear el álbum, deteniéndose en cada foto en que salía él; a veces cerraba los ojos con cierta fuerza, y luego volvía al álbum, le tapaba el cuerpo o el pelo; pasaba otra página. María la observaba, sintiéndose de pronto muy incómoda con la situación, hasta que, finalmente, la niña alzó hacia ella una mirada más que confusa y por un segundo María sintió piedad de su turbación. Él..., es tan parecido... a ella, debo estar obsesionada, volviéndome loca... y viendo cosas donde no las hay. ¡Bueno, explícate!, soltó María, irritada.

La serpiente del miedo se le había enroscado alrededor del corazón desde que había recibido el mensaje de María. Apretaba, asfixiándolo, como la influencia de María lo asfixiaba siempre. Esto se traducía físicamente en la palidez que se había extendido por su hermosa cara. Ahora, mientras caminaba bajo el abrasador sol de mediodía por las calles vacías, se sentía como si lo señalaran miles de dedos acusadores, como un niño tímido que tiembla como una hoja cada vez que sopla el viento. Sentía la presión que María ejercía sobre él de manera constante y feroz incluso cuando ella no estaba presente. Un hijo, para María, significaba matrimonio. Ella era muy tradicional, y tomaría que él se enterara de que iba a ser padre y que no le pidiera matrimonio ese mismo día como el insulto más grave que se le podía dirigir. Le haría la vida imposible, hablaría con todo el pueblo, con la madre de él, su madre lo llamaría llorando siete veces al día. Pensaría que no la quería, le gritaría que le faltaba amor, que por qué estaba con ella, que entonces por qué no se quería casar. No pararía hasta conseguir eso de él. Y lo conseguiría. A pesar de su rechazo instintivo a la vida matrimonial, María ganaría la batalla, como siempre. Sabía cómo manejarlo para que se hiciese siempre lo que ella quería, pero que pareciera que salía de él. En estos momentos, debía de estar cocinando algo y encendiendo un par de velas rosas y gordas (las velas eran imprescindibles) para que todo luciera como el escenario de una película cuyo patrón argumental romanticoide se había repetido ya ad nauseam. María era una princesa Disney y siempre había querido que él se pusiera el trajecito de príncipe azul, aunque a él le viniera grande tan minúsculo papel (y traje).
Ahora le venían a la memoria escenas odiosas del pasado, que se le clavaban en el recuerdo como cristales rotos en las encías. Cuando eran niños, María, repelente y clásica, quiso que “el primer beso” fuera con él. Ese día se puso un horrible vestido rosa y lo humilló delante de toda la clase ofreciéndole una boca de pez y cerrando mucho los ojos, esperando a que él se acercara y la besara. Rojo como un tomate, sudando de vergüenza, él entendió lo que se le exigía y sintió dentro de sí un gran rechazo a complacerla en ello. Hubiera querido huir, morirse, pero sus compañeros lo empujaban por la espalda y las niñas le estiraban la ropa y los brazos para acercarlo a la boca de María, que se empeñaba en esperar cerrando los ojos fuertemente. Los niños le daban golpecitos en la cabeza y lo zarandeaban burlonamente; las risitas tontas de las niñas reventaban en sus oídos como bombas. Entendiendo que poner boca de pez y besarla era la única manera de que le dejaran libre, claudicó. Lo hizo. Lo soltaron. María sonreía a todos, todos gritaban que ella era su novia. Salió corriendo y se encerró en el baño para llorar a solas, avergonzado. En su corazón de niño, se preguntaba con sentimientos de angustia, no con palabras, ¿por qué tenía que hacer, él, algo que no quería, algo que quería María, algo que María quería que él hiciese? Entendía que la responsabilidad activa de dar el beso pesaba sobre sus hombros y, de haber podido, habría dejado esa responsabilidad encima de la mesa del profesor, habría sonreído a todos y renunciado a volver a clase. Pero cuando le dijo a su madre por qué ya nunca iba a volver al colegio, su madre se rió de él, “creyó que todo era normal” y le cogió a María un cariño especial y la trató como a una protegida. Todo era tan inconexo, tan poco lógico. Él odiaba a su madre; odiaba a María. Se volvió más introvertido de lo habitual y, durante muchos días, extrañamente arisco. Decidió que durante miles de semanas no volvería a hablar ni con una ni con otra y lo cumplió en el caso de María. Ese año, dio besos a muchas niñas para demostrale que la estúpida escena que para ella había sido tan especial, para él no significaba NADA. A veces, ella lo miraba con reproche. Ella iba a su casa de vez en cuando, pues sus madres se habían hecho amigas, pero él no quería jugar con ella; María sólo quería jugar a mamás y a papás, donde ella sólo podía ser la mamá y él sólo podía ser el papá, cosa que le parecía extraordinariamente aburrida, por lo que sugería jugar a mamás y perros, o a mamás y plantas, y se ponía a ladrar y correr por doquier, o se quedaba quieto y tieso en una esquina, “poniendo cara de planta”. María lloraba desconsolada en el centro de la habitación, como una cantante de ópera en el centro del escenario. Se enfadaba mucho con él, se chivaba, le reñían “por burlarse”. Pero él creía que estaba bien que ella fuese la mamá si quería, y que él pudiese ser otra cosa, como un perro o una planta. Luego empezaron a ir a clases distintas y se distanciaron.
Pero, después de todo, el tiempo terminó por reunirlos de nuevo. Para entonces, María era ya una chica de sonrisa fácil, muy dulce y comedida, aunque de ideas fijas, y él un chico muy tímido, sensible pero reprimido, de ideas confusas e informes. María lo trataba con mucha dulzura y eso lo enamoró enseguida, porque los caracteres demasiado fuertes y las maneras demasiado bruscas le inspiraban desconfianza y recelo; al mismo tiempo, la consideraba una persona tenaz y valiente, y la admiraba mucho por ello (a menudo, él se sentía torpe y cobarde).

Ahora, asustado como estaba, le parecía que su relación con ella había sido una repetición constante del patrón iniciado con la escena absurda del primer beso, donde él daba el primer paso para hacer cosas que ella quería que él hiciese, porque algo que estaba por encima de ellos no le permitía hacerlo a ella, como la antigua sociedad rusa obligaba a las damas rusas a sentarse en los salones de baile esperando la atención de los pretendientes, que a él se le antojaba como la vergonzosa exposición de mercancías a la espera del comprador. Esto no tenía sentido para él, pero no sabía cómo romper las reglas de un juego que él no había inventado; ella tenía una manera muy rígida y concreta de proceder, y eso lo obligaba a él a comportarse como el otro complementario. El patrón estaba bien definido y se sentía como en una jaula. Era él quien como un autómata le pasaba el brazo por detrás de la nuca si ella se asustaba durante una película de terror, pero ¿quién le consolaba a él, si era él el que se asustaba? (¿Que cada uno se encargara de sus propios temores?). Era ella quien le apoyaba la cabeza en el hombro si le conmovía una historia de amor, pero ¿quién le ofrecía un hombro a él si era él quien quería llorar de emoción? (¿Que cada uno se encargara de sus propias lágrimas?). ¿Por qué tenía que permanecer él como una columna de piedra inquebrantable y fuerte al lado de María, para que siempre que ella se quebrara (pues tenía derecho a quebrarse, mientras que él para quebrarse se escondía en su cuarto) tuviera donde apoyarse? María era toda una mujer, y quería a su lado a todo un hombre, pero él sentía que las responsabilidades para las que María lo quería eran como una losa, le aplastaban el espíritu y le desgastaban la sonrisa. Ahora, según el calendario mental de María, ella ya debería de estar casada. Y, de nuevo, estaba esperando.

Ya estaba cerca de su casa, y la sensación de angustia aumentaba por momentos. Pero una angustia muy diferente se adueñó de él cuando, al abrir la puerta, se encontró con los ojos de acero de María y Raquel clavados cruelmente en él. Un terror visceral hizo presa de todo su ser. ¿Qué hacía Raquel aquí, quién le había hablado de María? Sus dos vidas se encontraron ante él como dos olas que vienen en direcciones opuestas, chocan una con la otra y se hacen añicos, revelándose de pronto de cristal. Comprendió que éste era el día del juicio final, que era tarde para disimular, que María leía en su expresión culpable que Raquel no le era desconocida. Sacó un gramo de valor para cerrar la puerta tras él.
Víctor, esta niña tiene en la cabeza ideas absurdas sobre ti, empezó María con un tono controlado y agudo que aspiraba aún a manejar la situación, cree que te ha visto por ahí vestido de mujer. Dile que se equivoca de persona para que pueda volver a su casa y dormir tranquila esta noche. Un silencio sepulcral siguió a sus frías palabras. Víctor miró a Raquel, pero apenas la reconoció. En sus ojos, en los que se había acostumbrado a ver amistad y dulce adoración, veía ahora una ofendida chispa de sarcasmo que daba a su rostro un aspecto completamente distinto, peligroso, sádico. El reloj de pared contaba los segundos de espera como un verdugo que ha hecho una pregunta y exige que se le responda antes de levantar el hacha, que levantará igualmente. Víctor se sentía acorralado, indefenso como un adolescente desnudo y de cuerpo muy raro exhibido en un circo. María, yo te quiero... fue lo único que pudo decir. Un gritito ahogado, terrible sollozo, se escapó del pecho de María, que se tapó la cara con las manos muriéndose por dentro. Raquel se levantó del sofá, y volviéndose hacia él como un ángel vengador gritó Eres un monstruo, una vergüenza. ¿Cómo puedes burlarte así de las personas, de los que te quieren, qué clase de juego es éste? ¡Por Dios, está embarazada de ti! Víctor tragó saliva angustiado. Yo... no juego, simplemente quería (tener mi propio... o escapar de...) Todo era tan confuso. Pero María, perdóname, no quería herirte, y realmente no he hecho nada malo, es que a veces (me siento oprimido) necesito espacio, sólo quería (encontrar la manera de) vivir de acuerdo con (mis propias leyes) conmigo mismo, sin odiarme. No te lo dije porque pensé que (mi odio) no lo entenderías , que no me entenderías. Raquel estalló en crueles carcajadas, como si no diera crédito a lo que escuchaban sus oídos. Víctor se veía a sí mismo como un criminal atroz. Estaba pálido como un muerto y le temblaba el labio inferior. Estaba bloqueado; no sabía cómo lidiar con esta situación, no sabía cómo justificarse, explicarse, cómo defenderse ante sus jueces. Se sentía impotente y demolido. María lloraba abiertamente, presa de la más cruda desesperación. ¿Cómo voy a entender que mi novio quiera disfrazarse de mujer y tener una doble vida, cómo voy a creer después de esto, que esto, que , eres normal? ¿Has estado acostándote con hombres, para eso ibas a la ciudad, para ir a esos clubs...? No me lo digas no quiero saberlo. Me has estado engañando, he estado viviendo con una especie de... híbrido. Hay algo muy pervertido en todo esto. Yo te quería Víctor, pero estás enfermo, no eres normal y creo que necesitas ir al médico, qué voy a hacer ¿qué voy a hacer? Lloraba cada vez con mayor ahínco, humillada; un dolor extremo le desgarraba el corazón, que se esforzaba por cerrar, incapaz de comprender. ¿Te vas a operar?, preguntó Raquel con una brusquedad desconsiderada, buscando la mirada de Víctor. ¿Operarme...? ¡Operarte, cambiarte el sexo! ¿o eres gay?, gritó ella y María lloró más fuerte, desesperada; las palabras de Raquel eran una tortura. Todos se reirán de mí, ¿y qué dirán tus padres, y los míos, y mis hermanas y amigos y nuestros vecinos? ¡No, no! Escribirán “maricón” o “transexual” en la persiana de la carnicería y tus padres tendrán que cerrarla, y yo tendré que mudarme de aquí porque no soportaré la vergüenza de haber tenido un hijo con un travesti, o un... homosexual... o lo que seas... Respiró hondo, confundida, como si se ahogara en una piscina. Víctor tenía una gran bola de fuego atascada en la garganta, las ganas de llorar se hacían más insoportables a cada momento que pasaba, aunque él luchaba por reprimirse. Finalmente, dos gruesas lágrimas brotaron de sus ojos, sin remedio, ante la cruda mirada de Raquel, que no le quitaba los ojos de encima, como quien observa un insecto particularmente repugnante pero no puede evitar mirar arriba y abajo. Víctor aprovechó la pausa de ella para decir pero, María, nada de eso tiene por qué ocurrir... ¡Ocurrirá, ocurrirá!, saltó Raquel impertinentemente, Mira, mi padre es psiquiatra, le contaré tu problema y a lo mejor puede ayudarte. Esto... Roberto te dará su teléfono, ¡bueno, adiós!, añadió abruptamente y, sin volverse a mirar a María y dando casi un empujón a Víctor, fue hacia la puerta y salió, impaciente y ansiosa por escapar de esa casa. El test de embarazado, las velas aromáticas y el chocolate frío quedaron olvidados en la mesita del café.

Respiró de nuevo, creía que se ahogaba. Tenía dentro una inmensa sensación de asco. Se sentía sucia y perpleja, sumamente asqueada. No le gustaría estar en el pellejo de María. ¿Cuánto tiempo llevaría él/ella (ya no sabía cómo llamarlo/llamarla) engañándola? Y estaba embarazada y quería casarse con él/ella, pero ¿cómo iba a casarse después de descubrir esto? Entonces sería lesbiana, decidió, pero dos mujeres no se podían casar. ¿Y qué iban a poner en la partida de nacimiento del bebé? ¿Y Roberto, lo sabría? ¡Seguro que sí! Pero entonces, ¿Roberto también era gay? Arrugó el ceño; estaba muy confundida y no entendía bien lo que había ocurrido hoy, ni las implicaciones. El caso era que, al final, todo el mundo resultaba decepcionante, todos mentían, todos eran hipócritas. Ella había puesto sus esperanzas en la persona equivocada; había creído que era su mentora y amiga. Ahora no sabía qué pensar. Se sentía hundida y estafada. Después de esto, no volvería a confiar en nadie. Apenas recordaba a ese ser “especial” que se había hecho llamar “Victoria” y que, en realidad, no existía; todo el tiempo había sido un teatro. Una mentira, una construcción, una falsedad: una aberración. Desechó todo lo que había creído aprender de “ella”, puesto que había descubierto que las aguas de las que había estado bebiendo estaban contaminadas, contaminado así todo lo que hubiera intentado transmitir en las largas charlas con Roberto. Decidió que durante una larga temporada no iría a ver a Roberto. Se preguntó qué pasaría con Víctor/ia y María. ¿Quién se iría de la casa, iría él a la ciudad, ella a casa de sus padres? No creía que María pudiera superar semejante shock. ¿Quién lo superaría? (Raquel no podría superarlo). Incluso sin que fuera su novio le daba mucha vergüenza y le producía mucha incomodidad pensar en ello y la idea de contárselo a alguien la hacía enrojecer. ¿Cómo explicar que había vivido engañada durante tanto tiempo, “que su profesora de yoga era en realidad profesor”, que no había sabido distinguir entre un hombre y una mujer? Pensarían que era estúpida. No, nunca le contaría nada a nadie. Se le había pasado el hambre y las ganas de hacer yoga. De pronto se sentía muy cansada; estaba siendo un día horrible y le pesaba como hierro en el estómago. Sólo le apetecía tumbarse en la cama y dormir hasta convertir las últimas horas de su vida en una pesadilla de la que despertar al día siguiente.
A pesar de sí misma, al día siguiente se despertó con el mal sabor de boca que deja la muerte de un ídolo.

28/7/14

Humanidad 2.0 (I Parte)


Adón lo sabía con claridad. Desde el principio. No tenía pruebas pero tenía un presentimiento que confirmaba todas sus dudas. En aquel mundo ahora recién destruido y vuelto a construir con los pedazos que sobraron, la había amado tanto, como un pez que no sabe nada a un salvavidas. Y ahora se había ido, dejando atrás además a sus hijos, a los que había amado tanto. Todo se había vuelto negro azabache después de la catástrofe, pero mucho más aún cuando su mujer desapareció.
En el cobertizo de aquella casa ocupada guardaba algo que escondía en secreto silencioso, lo guardaba con celos y cuidado, no quería que los pequeños se enteraran. Así que ese día cuando se despertó, se dirigió directo al azulejo de la cocina, ese azulejo azul era como los demás, no tenía nada de especial en apariencia, pero tras de sí estaba la llave que abría su sed de venganza y como lo había planeado, ese iba a ser el día. Estaba inquieto, pero a la vez convencido de que lo haría, así que se armó de valor antes de anochecer, y después de acostar a los niños y darles dos besos de buenas noches a cada uno; los niños no entendieron la actitud de su padre (sobre todo Leando, ya mayor de edad y con pelos en los sobacos para que su padre incurriera en su habitación y le soltara una monserga acerca de la importancia de la vida).
Por el callejón, raudo, iba aquel cacique, protagonista de tanto sufrimiento. Pero su sed de venganza se iba a consumir dentro de poco. Comprobó las balas de su A44, sí estaba todo preparado, pensó, estoy preparado. Comprobó que no hubiera nadie por las calles y lo pilló de repente, con la cara de susto, rebuscando en la basura. Sí, se miraron, pero ninguno de los dos, mencionó ni una sola palabra, parecía como que las palabras sobraban, como si todo ya estuviera dicho y fuera un gasto de energía mísero. No le importaron aquellos ojos que miraban con miedo, angustia y terror. No. Sólo disparó.
De pronto comenzó a llover. Como si el cielo no estuviera de acuerdo y llorara, o quizás limpiara la calle de la sangre derramada, limpiando también la sed de venganza de Adón. De repente, vio de soslayo la mirada intrépida y confusa de una niña de alrededor unos quince años, un poco más mayor que su hija. La chica tenía una especie de deformación en la cara y estaba acompañada por un gran perro que asomaba su lengua a la lluvia.
Sus miradas permanecieron atadas durante una eternidad como en un pulso inseguro. De pronto, la niña arrancó a correr en dirección contraria, el perro tras ella. Adón no tuvo mucho tiempo para pensar qué hacer, esperaba que la lluvia lo protegiera de más testigos. Arrastró el indeseable cadáver hasta el interior de su vehículo y la persiguió a una velocidad asombrosa, desesperado.
Rezaba para no haberse equivocado en sus sospechas en lo que al cacique se refería. Había llegado a sus oídos que otro peligroso cacique había amenazado su vida y que tenía intención de huir para salvar el pellejo, y desde entonces la serpiente de la ira se le había enroscado alrededor del cuello y no lo dejaba respirar. Después de todo se escaparía, se le escurriría entre las manos como un gusano con suerte, siseaba la diabólica serpiente que exigía sangre, y Adón no podía perseguirlo eternamente, temía que le fallaran las fuerzas, la salud, y no podía arrastrar a sus hijos a semejante cacería. Debía poner fin al asunto de la venganza cuanto antes, impedir la fuga, y seguir viviendo.
De no haberse sentido bajo presión, quizás hubiera planeado las cosas con más cuidado, pero ciertamente era poco habitual encontrarse con alguien por esas calles, a horas tan indecentes, y el silenciador había impedido que oídos curiosos salieran en busca del amo del disparo. No quería hacerle daño a la niña, sólo quería hablar con ella, asegurarse de que no lo metería en problemas.
Melania corría como alma que lleva el diablo, convencida de que la iban a matar. No se le escapaba el detalle de que el hombre iba armado con un arma de fuego y que apuntando bien la mataría desde lejos, por la espalda. Se giraba de vez en cuando para comprobar despavorida que su perseguidor no se rendía, si bien corría aun a cierta distancia. A ella empezaba a faltarle el aliento. No había ni un alma por la calle y lo único que violaba el candor del silencio eran sus propios pies corriendo contra el asfalto y la respiración de su amigo huyendo junto a ella. Dobló una esquina y la vio, su salvadora, caminando con prisas, como disgustada. Una mujer metida en un lindo vestido negro en el que quizás no se sentía del todo cómoda entraba en ese momento en lo que parecía haber sido un hostal en mejores tiempos. Ahora era un edificio que se mantenía en pie por lo que pudiera ser costumbre. Un chillido ahogado se escapó de la boca de Melania y se lanzó contra la puerta abriéndose paso aún a pesar de que la mujer había intentado cerrarla antes, asustada, protegiéndose por instinto. Ayúdeme, me van a matar, gimió la niña agarrándola. El perro también había logrado entrar. La puerta se cerró. Desconcertada pero apiadándose del miedo sincero de sus ojos, la mujer cerró la puerta con llave, la cogió de un hombro y se dispuso a darle unos minutos de consuelo y cobijo. El perseguidor chocó contra la puerta en ese momento, golpeándola con un quejido de rabia. Ellas se giraron un segundo. ¡Eva!, exclamó el hombre desesperado, sorprendido al reconocerla. Déjame entrar, pidió, casi ordenó él. Tenía una mirada enloquecida que nunca le había conocido antes y Eva dudó, obviamente él era la amenaza que la niña temía, pues ella suplicaba fervorosamente que no abriera la puerta. La lámpara del desierto vestíbulo iluminó el rostro infantil y Eva sintió espanto. Tenía que alejarla de aquí, no podía quedarse con ella. Abrió la puerta sin pensar y Adón entró como un vendaval. Melania protestaba perpleja mientras Eva extendía la mano tranquilamente como para recibir el arma. Tras un segundo de vacilación, Adón se la entregó en son de paz. Naturalmente, no pensaba irse sin el arma, pero este no era su terreno y aceptó las condiciones del territorio ajeno. La niña los miró a ambos con infinita sorpresa. Subid, dijo Eva, pero debéis iros pronto, añadió enseguida paseando una mirada enfática por el rostro de la chica. Jáchym llegará en una hora.
Subieron las viejas y polvorosas escaleras. Melania, confusa, avanzaba, pensando en todo momento en huir o en achucharles a Animal. Aunque no conociera a Eva, se había sentido totalmente traicionada por ella. ¿Cómo había dejado entrar a ese vulgar asesino en su hogar? Dios, en esos tiempos todo el mundo tenía un arma, o dos o tres... o las que quisieran, ya que el contrabando estaba a la orden del día, pero por el momento aún no se había encontrado en la tesitura de huir de una persona armada, a la cual había visto matar a alguien a sangre fría. Parecía que a ese hombre no le había importado nada. Sosteniendo con fuerza y determinación la pistola y con el rostro más serio que habían conocido sus ojos. Después, un balazo silencioso, rompiendo la noche estrellada.

Las escaleras crujían paso tras paso, eternas les parecían. Eva les indico que entraran en una sala oscura, iluminada por velas de color rojizas. El edificio, aunque viejo y cochambroso desde fuera, por dentro era más grande y elegante de lo que jamás cualquiera hubiera pensado. 

- Bien, Adón, explícame qué ocurre. ¿Por qué seguías a esta chiquilla? - pregunta Eva con una mirada fuerte, señalando a Melania, que se muestra seria y firme.
- No soy ninguna chiquilla - responde Melania encarándose, haciendo gesto de levantarse de la butaca.
- No te estoy preguntado a ti, niña - responde malhumorada Eva, señalándole que se siente.
- Ha visto cosas que no debía y solo quería cerciorarme de que la pequeña no fuera a decir nada.
- Entiendo – responde Eva con tranquilidad – Niña, no vas a decir nada, ¿cierto?
- No señora – responde refunfuñando la niña – Yo no he visto nada.
- Perfecto, ya te puedes marchar – dice tranquilamente Eva – Y llévate a ese enorme saco de pulgas – dice señalando a Animal.
- Pero... – dice Adón confunso.
- No rechistes Adón, esto es lo mejor. No manches tus manos de sangre tantas veces en una sola noche.

Melania corre de esa casa de locos junto a Animal. Se siente perpleja, pero sabe que está más segura en la calle que en esa habitación con esos dos. Adón y Eva se asoman por la ventana y la ven correr endemoniada por las calles aún mojadas.

- A esa nena se la van a comer viva – dice Adón señalándose la cara, haciendo referencia a la cara de Melania.
- Está más segura en la calle que en esa casa, eso te lo puedo confirmar yo.
- ¿Me devuelves el arma preciosa? – le dice Adón abrazándola por la cintura. Eva cierra los ojos y se deja envolver por sus brazos. Se besan ansiosos, enredando sus lenguas en un sinfín de movimientos.
- Vete, ya sabes que Jáchym es tremendamente puntual – dice Eva rompiendo el beso.

Adón coge su pistola y se marcha. El frío le cala los huesos y solo siente que quiere llegar a su casa y sumergirse bajo las mantas de su cama, aunque preferiría no hacerlo solo.

Adón regresó a dónde había dejado el vehículo, con el cuerpo en el maletero, y lo condujo hasta una zona en ruinas que apenas estaba ocupada. Sólo se oía el quejumbroso traqueteo del coche sobre la grava. Paró frente a un edificio de estilo gótico que podría haber  sido una iglesia. El techo se había hundido, posiblemente por causa de un incendio, a juzgar por las manchas negras de los muros que aún quedaban en pie. El lento desgaste del tiempo había terminado de ornamentarlo con una tupida alfombra de maleza y musgo salvaje, como si la antigua naturaleza comenzara a reclamar su territorio. Lo abandonó entre los escombros y volvió al suburbio. Allí la vida se agitaba aún con un rumor incansable. Notó cómo el coche atraía miradas a su paso: un vehículo y, sobre todo, el combustible necesario para hacerlo funcionar eran rarezas que no cualquiera se podía permitir.
Cuando llegó, entró frenético haciendo muchísimo ruido. Águeda despertó y se parapetó tras la barandilla de la escalera, en las sombras. Un tenue rayo de luna entraba por una rendija de la puerta. Su padre estaba hecho un ovillo en un rincón en el vestíbulo. Se pasaba las manos por la calva y, de vez en cuando, se daba golpes en las sienes balanceándose. Su pecho se sacudía convulso por el llanto contenido.
No…no puedo creerlo…No puedo haberlo hecho…-se detuvo un momento y probó a decir en voz baja – He matado a un hombre – la idea era demasiado horrible, a pesar de haber fantaseado con su venganza durante tres años ¿o cuántos eran? Ya no recuerdo. Pero daban igual sus motivaciones. Se sentía sucio. De ahora en adelante pasearía ante los ojos de los hombres con la señal de la sangre en la frente, estaba marcado, separado del mundo normal por su crimen. Lloró hasta que se quedó sin lágrimas, porque la sed no se había apagado ni el vacío que la desaparición de su esposa había excavado en su alma se había ido. Cualquier consuelo era ceniza en su boca, y Eva un espejismo en el desierto.
Águeda decidió que no quería saber más y se fue a su cuarto. Adón siguió allí sentado pensando, porque sabía que no podría dormir esa noche. Quizá su mente le había jugado una mala pasada. Sus sospechas eran infundadas. En el fondo le había tenido envidia ¿envidia de qué? De su salud, de su poder, de su pelo, de sus hijos sanos. Por eso había querido destruirlo. Solía visitar a Alicia y la última vez que la vio estaba con él. Eran muy cercanos incluso desde antes del holocausto, y Adón siempre le había parecido poca cosa para ella. Después de la catástrofe, se había posicionado mejor que él y se había mantenido sano.  Sabía que la deseaba. Le habría podido dar hijos sanos, no como Adón. Los dos hijos suyos nacidos después de la catástrofe morirían con él, pero Leandro no.

A la mañana siguiente, Adón estaba preparando café cuando avistó por la ventana al perro de la noche anterior, tan quieto en el patio que parecía un oso disecado. Salió y le gritó:
¡Vete, perro mugriento! –el perro lo ignoró y él volvió a meterse. De pronto, irrumpió en la cocina su socio Olof:
Te has dejado abierta la puerta de atrás. – dijo, en  respuesta a su mirada de sorpresa- ¿Sabes las noticias?
No sé nada, acabo de levantarme. ¿Quieres café? Me ha costado un dineral, es seguro.
Vale. Han atacado al loco Jebediah.
¿Le han atacado? – dudó - ¿No ha muerto?
¡Qué va! Le dispararon en plena calle, pero el atacante huyó sin comprobar su estado.  Le dio en un hombro.
¿Y…no saben quién ha sido?
Dice que estaba muy oscuro y no llegó a verle la cara. Luego se desmayó. Lo que yo no me explico es qué hacía solo en la calle, siempre está rodeado de sus matones.
Ya…es muy raro – y, viendo una vía reescape de ese tema tan peligroso, trató de desviar la conversación - ¿Qué estaría haciendo? ¿Tendrá algún chanchullo…?
No lo sé. – lo cortó Olof.  Adón se giró y cerró los ojos. Toda la tensión acumulada durante la noches se derretió y, como si una garra dejara de estrujarle la cara, respiró. Sentía un alivio inmenso, aunque aún quedaba el interrogante de qué iba a hacer con Jebediah, porque indudablemente lo había reconocido y estaba callando por alguna razón. Quizá quería chantajearle, o estaba realmente acobardado, cosa que no le extrañaría: era de naturaleza débil y pusilánime, lleno de odios, y en su juventud había sido azote de muchos y amigo de nadie. Rata gorda y miedica. Tomó una resolución. Iría a hablar con él, lo tantearía, y lo obligaría a doblegarse a sus demandas. Haría ver que tenía más poder en los suburbios del que en realidad tenía; y es que estaba seguro de poder subyugarlo y que siguiera pareciendo que actuaban por distintos lados. En sus ojos se pintó esa  mirada triunfante de cuando había encontrado la solución a algo. Con gesto determinado, preguntó:
¿Está en su casa?
Está en la plaza esperando a tu subasta, abanicándose y sudando, pero entero. Pobre viejo loco.
Entonces iré a saludarlo – dijo con malicia. Ahora que sabía que había fallado le parecía que podía frivolizar, y quizá, aprovecharse un poco de la situación. -¡y le felicitaré por vivir!
 No tendrás tanta suerte, cabrón. – dijo Olof con una media sonrisa.
¡Dios me libre!
Le tienes ganas, a mí no me engañas.
Olvídame – dijo, y volvió a girarse para seguir preparando el café. Estaba más animado y siguió hablando:
Esta tarde viene un representante de la banda “los chacales” (lo sé, es un nombre ridículo ¿verdad?) para hacer negocios. Venden artículos raros y explosivos, estará cuatro días y se quedará aquí, pero quiero que tú vayas a recogerlo al paso Desmembradores hacia las cinco. Se llama Jordan.
¿Inglés?
Canadiense.
Sabes que el inglés no es mi fuerte.
¡No hace falta que le digas nada! Lo traes aquí y punto.

Unos minutos después, la caravana con el material de la subasta salió hacia la plaza y Adón se encendió un puro. No tenía prisa, sus enemigos no se moverían hasta que él no llegara. Por fin tendría la oportunidad de interrogar al viejo Jeb sobre el paradero de Alicia, cuya desaparición le venía torturando desde hacía años. Porqué algo en su fuero interno, quizá la esperanza de un loco, le decía que ella estaba viva, que vivía lejos de él. Y con ese pensamiento que calmaba su ansia y lo reconfortaba, se alejó de la casa. En ese momento, en esa misma casa, Melania descubría la generosa despensa, llena de artículos raros de contrabando, y se disponía a comer por primera vez en cuatro días. Animal montaba guardia fuera.

Transfobia (Blanca)


En el pueblo todos la miraban mal. Era como una suerte de desgracia. ¿Por qué no se había ido a la ciudad? Allí nadie sabía quien era, ni a nadie le importaba qué hacía con su vida. Un pueblo pequeño, un pueblo apenas habitado por mentes cerradas de cabeza y corazón que apenas tiene quinientos habitantes, sobre todo a los que respecta al público masculino.

La conozco desde que era bien pequeña, se me hace raro adjuntarle el femenino, ya que para los/as habitantes de mi pueblo siempre ha sido Esteban, un hombre. Y ha actuado siempre como tal. Nadie se imagina lo que es realmente, sólo yo. Mi hermana siempre me ha dicho que Esteban es especial, que de alguna forma no sabe porqué no se ha ido del pueblo nunca, aunque tampoco nunca ha llegado a encajar del todo.

Por lo que a mi respecta, desde hace unos años voy a una ciudad cercana a estudiar por lo que hago bastante viajes y por comodidad y ahorro, ya que mis padres conocen a Esteban de siempre y lo consideran hombre fiable. En nuestras idas y venidas a la capital hablábamos de todo, ya te puedes imaginar. Llevo yendo y viniendo desde hace más de tres años y el nivel del confianza aumentaba por momentos. Habían cosas, he de decir, que no entendía del todo, me parecía del todo extraño que me contara algunas anécdotas, consejos e incluso confesiones. Sí, era del todo extraño que Esteban de cincuenta años, me estuviera contando aquellas confesiones, por una parte alagaba su buena confianza depositada en mí, pero no me dejaba de parece un tanto raro. Y era en esos puntos en los que me decía a mí misma: “¿acaso no te estarás convirtiendo como esa pandilla de prejuiciosos/as que habitan en tu mismo pueblo?”. Todo se pega, y claramente los malos hábitos por encima, pero siempre me he creído una chica librepensadora y comprensiva.

Bueno, pues cuando esteban me confesó aquel día en la cafetería que se sentía completamente una mujer desde que tenía uso de razón, lo entendí todo. Ahora la podía comprender mucho mejor. Lo comprendía todo, aunque por otra parte no me lo esperaba. Se lo había guardado tan en secreto en el pueblo y había realizado tan tan bien el papel de hombre allí, que me pareció que me estaba tomando el pueblo. “¿Vas de coña?” Fue lo primero que le solté y al segundo me arrepentí porque según me contó era la primera persona dentro del pueblo a la que le había confesado su secreto. Y eso merecía un mínimo de respeto por mi parte. Sí, si me lo había confesado era porque me consideraba una chica madura y abierta de mente para no señalarla con el dedo después ni mucho menos desvelar que realmente no era un hombre, mucho antes de que yo pudiera cagar sola.

Después de su confesión se formó entre nosotras un vínculo indestructible de posteriores confesiones que nos han llevado a entablar más confianza, y es que a veces los prejuicios nos ciegan, y no podemos valorar lo bello del ser humano, puesto que independientemente de nuestro sexo y género cada persona es única, irrepetible y ha de ser valorada como tal. No me importa lo que diga la gente al respecto. Yo la quiero y punto.
BLANCA