Después de anunciar al patrocinador Servo 6000, “el amigo que lo hace
todo”, comenzó la segunda parte del programa de más éxito de toda Nueva
Finlandia, el Estado más joven de los EE. UU. La familia Myers abandonó los
platos vacíos en la mesa del comedor y se acomodó en los sillones de agua tibia
con un gran bol de palomitas entre las piernas. En la calle, la nieve seguía amontonándose
por las esquinas como grandes montañas de azúcar muy frío; en el interior de la
casa, la temperatura no bajaba de los treinta grados, y la atmosfera festiva
que de por sí traía consigo la Navidad resultaba definitivamente inmejorable
gracias a las dos horas que ofrecía el programa más entretenido de la televisión,
Public Justice, edición especial de Navidad, que no sólo entretiene sino que le
hace un gran servicio a la sociedad, apareció en letras enormes en la pantalla;
la pantalla cubría toda la pared y regalaba la sensación de ser parte del público.
Una gran ovación ensordeció a los tres miembros de la familia, que se sonrieron
los unos a los otros. Damas y caballeros, ha llegado el momento que todos estábamos
esperando, la gran final de nuestro especial de Navidad, gritó el presentador,
un tipo con gomina por cabellos y sonrisa blanca como un destello.
Comprobaremos el resultado de las votaciones de nuestro público, y acataremos
la sentencia de los ciudadanos de Nueva Finlandia, proclamó con voz potente,
alzando las manos. Una nueva ola de aplausos hizo temblar el suelo bajo sus
pies, y el presentador sonrió más, si cabe. He oído que los imputados podrían ser
inocentes, y que los tipos del programa podrían inventar las historias de sus crímenes
solamente en pro del espectáculo, comentó la hija, mientras mandaba por mensaje
un corazoncito oloroso a su novio, con el que se había peleado el día anterior
y que acababa de pedirle perdón. Se equivocan, replicó la madre sin apartar los
ojos de la pared-pantalla, son culpables, las pruebas se enseñan al principio
del programa, se sabe que se trata de gentuza que nadie querría a su alrededor.
Malas personas, terminó de explicar el padre, negando con la cabeza. Espero que
ninguno sobreviva, exclamó enseguida, y la voz le tembló un poco. La hija se limitó
a bostezar y a apoyar las botas en la mesita del té, cuya superficie cambiaba
de color dependiendo de la temperatura de la casa.
Se trataba de dos hombres y dos mujeres que habían secuestrado a un
influyente empresario y lo habían mantenido a pan y agua en el sótano de una
casa abandonada en medio del campo. Habían pedido un rescate, pero la policía los
había encontrado antes y los había metido en los calabozos de Public Justice,
que estaban llenos de criminales a la espera de ser juzgados por los ciudadanos
del país. Normalmente, el programa se centraba en dos criminales, se contaban
sus respectivas historias, se dejaba que el público eligiera a un favorito, y
tras una serie de pruebas de calibre menor que no obstante destrozaban física y
moralmente a los reos, los enfrentaban al grito de vive o muere. El ganador aparecía
en la siguiente edición del programa, en el que se encontraba con un nuevo
criminal, con una nueva historia y nuevas y originales pruebas que superar
antes del enfrentamiento final. El perdedor siempre moría, por unas u otras
causas. Pero ésta era la edición especial de Navidad, de modo que era un poco
diferente. Cuatro criminales, cuatro secuestradores
sin escrúpulos (el empresario-víctima se encontraba entre el público que reclamaba
justicia con los puños cerrados) lucharían por su vida o morirían sin remedio. Así
lo habían anunciado durante semanas, y el caso, popularmente conocido como “caso
O’Reilly” se había hecho particularmente famoso. Una de las mujeres había muerto
ya en una de las pruebas hacia el final de la primera parte del programa, en un
gran cilindro que habían llenado de agua por arriba, que habían cerrado, y del que
no había logrado salir. El cadáver desnudo todavía flotaba dentro del cilindro ahogado,
como de rodillas, clavando en el público una mirada hueca a través del cristal.
Siempre retiraban a los muertos al final. Quedaban tres supervivientes, pues,
que presentaban heridas y magulladuras por todo el cuerpo, y estaban encerrados
en una gran jaula que parodiaba el hogar de una familia. La televisión mostraba
ahora a los tres imputados, desnudos, mientras se hacía repaso de sus culpas y
el presentador leía sus sentencias en voz alta, y las votaciones de lo que el público
deseaba para ellos (esto es, los diferentes tipos de pruebas mortales que se ofrecían
para hoy). Las palomitas estaban a punto de acabarse. Al cabo, el ayudante del
presentador, conocido como “el verdugo”, explicó en qué consistiría la
siguiente parte del programa, que se acercaba al fin, y procedió. El público se
había decantado por un final sencillo pero eficaz. Los supervivientes lucharían
cuerpo a cuerpo, ganando puntos por debilitar a sus contrincantes, con las
armas que pudieran encontrar. Procedieron a esconderse diferentes tipos de armas
por toda la “casa”, que ellos deberían encontrar cuanto antes para ganar
ventaja. El reloj de arena roja empezó a correr y los concursantes se lanzaron
como leones en busca de algo con lo que defenderse. Al poco rato, la mujer había
encontrado un martillo, pero se encerró en una de las habitaciones (el público
la abucheó), y uno de los hombres había encontrado un cuchillo y perseguía al
otro, que huía despavorido de una habitación a otra como una rata en apuros. El
público reía ruidosamente. Quince minutos después, uno de los hombres se
desangraba en una alfombra y el otro, malherido y dando tumbos, buscaba a la mujer
por el resto de la casa. Mientras, el presentador comentaba la situación con el
verdugo. El concursante armado con el cuchillo daba patadas y puñetazos en la
puerta de la habitación donde se encontraba su antaño compañera criminal; la
mujer había colocado una estantería contra la puerta, pero ésta empezaba a
ceder y ella aullaba como un cerdo que sabe que le ha llegado la hora. El
martillo colgaba inútil de su mano, y con la otra había cogido un pisapapeles
de mármol que lanzó a la cabeza del otro en cuanto éste asomó medio cuerpo por
la puerta, con tan buena suerte, que el pisapapeles asesino le abrió al hombre una
brecha en la frente, empezó a brotar la sangre y, herido y cegado por su propia
sangre, se encogió sobre sí mismo y trastabilló. El público gritó, muchos saltaron
de sus asientos. La mujer aprovechó ese segundo de indefensión de su compañero para
asestar uno, dos, tres golpes con el martillo en la cabeza enemiga, que se derrumbó
al fin. Ella saltó chillando sobre él, cogiendo el martillo con las dos manos,
sin dejar de golpear un cráneo que empezaba a convertirse en poco más que una
masa roja. Se hizo el silencio entre el público. Se anunció por megafonía el final
del programa y se vio al fondo como los de la limpieza salían con un carro de
metal en busca de los cadáveres. Ella soltó el martillo y se quedó sonriendo de
pie con la mirada perdida. El verdugo entró a por ella y la sacó de la mano, llevándola
ante el presentador de sonrisa perenne. La superviviente también sonreía. Había
perdido la mitad de los dientes en una de las pruebas, donde había tenido que
abrir la boca en un escalón y dejarse pisar por el resto, y mostraba una boca
mellada y roja, y una cara llena de sangre propia y ajena: el público la abucheó.
Ha sobrevivido por casualidad, no por mérito propio, se quejó el padre. Es una inútil,
completó la madre. La hija no dijo nada, respondió con otro corazoncito oloroso
al novio que le escribía mensajes color pastel. En la gran pantalla, la cámara
volaba hacia la concursante para hacer un primer plano de su cara. La sonrisa
se había convertido en una mueca extraña y miraba a todos lados cegada por la
luz del foco blanco que la acusaba. El presentador sonriente animaba al público
a expresar sus deseos de justicia y el público aullaba y apuntaba con el pulgar
hacia abajo. El verdugo se acercó a una señal del presentador, se sacó un revólver
del bolsillo y le metió un sonoro tiro en la nuca antes de que ella se diese
cuenta de lo que iba a ocurrir. El cuerpo sin vida se desplomó en el suelo como
a cámara lenta y el público se levantó a un tiempo, silbando, aplaudiendo. La familia
Myers aplaudió a su vez. La cara del presentador ocupaba toda la pared-pantalla
y ofrecía a todo el país la mejor de sus sonrisas.