28/2/16

Ahora o nunca (Blanca)


El tiempo no pasaba en la habitación oscura, allí podías encontrar todo tipo de objetos, algunos más ajados que otros por el paso del tiempo, como si tuvieran arrugas o la piel se les cayera a pedazos. Había pasado más de una semana de viento tormentoso, su preferido. Una mecedora de los años veinte, una linterna fundida, una muñeca sucia, platos de porcelana por doquier, collares de diferentes formas, tamaños y colores, ropa, mucha ropa colgada de perchas y alguna esparcida por el sueño a merced del polvo y de los diferentes animalillos que compartían habitación. El carismático hombre se llamaba Evaristo, pero desde hacía poco, puesto que cada cierto tiempo se lo iba cambiando ya que se cansaba de sí mismo y quería renovar algo de lo que el paso de los años le había robado: la inmovilidad. No era aquella una inmovilidad física, sino mucho peor: estaba anclado a aquella habitación por propia voluntad. Evaristo se había construido una cárcel por sí mismo, como los pájaros que tanto tiempo enjaulados no saben volar, pero no porque no puedan, sino porque ya no saben.

Evaristo había conocido a gran cantidad de personas muy diferentes a lo largo de su vida ¡miserable vida!, algunas personas darían todo lo que tienen por aquello que Evaristo poseía. Él era el único que poseía ese don; si, lo quieres saber, ¿verdad? ¡No seas tan impaciente hijo mío! Cada día los recuerdos le sobrevenían, como si de un continuo pasado se tratara, y no pudiera huir. ¿Te he contado que lo conocí en extrañas circunstancias? Bueno, pero ahora no importa eso. El objeto por el cual Evaristo tenía más cariño era un espejo, un viejo espejo de ya no le devolvía la sonrisa que una vez le prestaba. Sí.. eso había llegado a ser como un préstamo, pero desde aquella noche terrible, nada volvió a ser lo mismo. Y el espejo, que era ese objeto preciado, nunca le devolvió esa sonrisa. Evaristo me comentó entre suspiros entrecortados que tenía miedo a la muerte y por esta razón, había decidido vivir para siempre, como si se tratara de una letanía inacabada, con la condición expresa de la guadaña de que debería de guardar objetos de personas que fuera conociendo a lo largo de su vida, que conservara el recuerdo plasmado en diferentes enseres de dueños no vivos.

Y te preguntarás a todo esto: ¿Por qué decidió vivir eternamente? Lo que te voy a contar son suposiciones, se rumorea por la villa que desde que su hijo decidió partir a un mejor destino, Evaristo comenzó a ser deshonesto, apático, rudo. No se soportaba a él mismo por más que lo intentara y cada día reconocía que no era un viaje hacia la tumba, si no que probablemente, el paso del tiempo lo alejaría cada vez más y más de el único hijo que había tenido, y pensaba: ¿qué importará que yo viva eternamente, si no puedo verlo crecer?, me confesaba. Ahora se arrepentía. Llamaba constantemente a la guadaña pero no le contestaba nunca. Comunicaba. Quizás tenía muchas solicitudes de muerte anticipadas. O se había olvidado de él. ¿Para que la llamaba si le había concedido el deseo que gran parte de los mortales deseaban? Aquel ingrato y desagradecido no entendía el valor de la vida.

Evaristo tenía la costumbre de cada noche leer y releer sus escritos, escritos de cuando aún no había firmado ningún pacto con la guadaña. Escribía un diario donde expresaba cada día como se sentía. Además tenía un diario donde escribía los sueños y pesadillas que por la noche lo acompañaban. De algunos no se acordaba y se quedaba pensando un buen rato hasta que al final desistía en su empeño de transcribirlo todo con pelos y señales. Eso le gustaba, pero llegó a un punto que le cansó. Y desde el accidente de su primogénito y único hijo, se arrepentía cada segundo del momento que firmó con la guadaña la vida eterna, o la muerte en vida. Como te comentaba hijo, la vida de Evaristo se había convertido en la suma de unos días que ya no le decían nada, que se asemejaban los unos a los otros. El día que lo conocí, tú eras muy pequeño, tendrías tres o cuatro años. Yo pasaba de paso por la villa y no me pensé más de dos veces entrar en su tienda de antigüedades. Me pareció la tienda más encantadora y especial jamás vista por estos ojos de viejo, y créeme, el diablo sabe más por viejo que por diablo. Nos hicimos muy amigos, me contaba sus anécdotas, sus miedos, sus alegrías, el sinsentido de su vida que según él se había convertido después del accidente de su hijo. Y yo lo escuchaba con el ceño fruncido a veces, otras con cara de póker, esas que intentan hacer los psicoanalistas. Y cada semana al menos nos juntábamos una vez en el mismo café de siempre y me contaba muchas de sus anécdotas. En esos momentos me sentía como el callado amigo del grupo que apenas tiene mucho que decir, como un pozo de escucha que no se cansaba, y no por que creyera que yo no tenía nada que ofrecer, sino porque siempre me ha gustado escuchar. Además, pensé que sus historias me podían inspirar algún día a la creación de un libro que me lanzara a la fama.


“Ahora o nunca”, me comentó en una ocasión. Yo en esos momentos me atraganté con el último sorbo de café. “¿Qué quieres decir con eso?”, le pregunté, después de recuperar la respiración. No me había sorprendido aquella expresión tan común, sino el tono grave de su voz, y su mirada perdida. Sacó del bolsillo de su camisa un papel arrugado, lo posó cerca de mi taza de café, se levantó y se marchó sin prisa, con mirada triste pero decidida. Y yo, imagínate hijo; yo en ese momento no osé en decirle, ni en hacer nada. ¿qué querría decir con aquella expresión?. Quizás la respuesta estaba en aquel papel, lo primero y último que me dió Evaristo antes de desaparecer. ¿Acaso no te imaginas qué ponía?. Bien, pues esas tres palabras contenían una decisión que, para mi amigo Evaristo le había costado una eternidad llevar a cabo. Quería empeñar todos sus objetos, todos lo que tenía, aquello que con tanto anhelo y recelo había guardado, más que a su propia vida. Ya no necesitaba nada. Deshaciendose de lo que más había apreciado (después de la muerte de su primogénito) de una forma voluntaria, fruto de una cabilación adulta, se liberaba. Y así, volvía a nacer. No era necesario volver a llamar a la guadaña.