Adón lo sabía con claridad. Desde el principio. No tenía
pruebas pero tenía un presentimiento que confirmaba todas sus dudas. En aquel
mundo ahora recién destruido y vuelto a construir con los pedazos que sobraron,
la había amado tanto, como un pez que no sabe nada a un salvavidas. Y ahora se
había ido, dejando atrás además a sus hijos, a los que había amado tanto. Todo
se había vuelto negro azabache después de la catástrofe, pero mucho más aún
cuando su mujer desapareció.
En el cobertizo de aquella casa ocupada guardaba algo
que escondía en secreto silencioso, lo guardaba con celos y cuidado, no quería
que los pequeños se enteraran. Así que ese día cuando se despertó, se dirigió
directo al azulejo de la cocina, ese azulejo azul era como los demás, no tenía nada
de especial en apariencia, pero tras de sí estaba la llave que abría su sed de
venganza y como lo había planeado, ese iba a ser el día. Estaba inquieto, pero
a la vez convencido de que lo haría, así que se armó de valor antes de
anochecer, y después de acostar a los niños y darles dos besos de buenas noches
a cada uno; los niños no entendieron la actitud de su padre (sobre todo Leando,
ya mayor de edad y con pelos en los sobacos para que su padre incurriera en su
habitación y le soltara una monserga acerca de la importancia de la vida).
Por el callejón, raudo, iba aquel cacique, protagonista
de tanto sufrimiento. Pero su sed de venganza se iba a consumir dentro de poco.
Comprobó las balas de su A44, sí estaba todo preparado, pensó, estoy
preparado. Comprobó que no hubiera nadie por las calles y lo pilló de
repente, con la cara de susto, rebuscando en la basura. Sí, se miraron, pero
ninguno de los dos, mencionó ni una sola palabra, parecía como que las palabras
sobraban, como si todo ya estuviera dicho y fuera un gasto de energía mísero.
No le importaron aquellos ojos que miraban con miedo, angustia y terror. No.
Sólo disparó.
De pronto comenzó a llover. Como si el cielo no
estuviera de acuerdo y llorara, o quizás limpiara la calle de la sangre
derramada, limpiando también la sed de venganza de Adón. De repente, vio de
soslayo la mirada intrépida y confusa de una niña de alrededor unos quince
años, un poco más mayor que su hija. La chica tenía una especie de deformación
en la cara y estaba acompañada por un gran perro que asomaba su lengua a la
lluvia.
Sus miradas permanecieron atadas durante una eternidad
como en un pulso inseguro. De pronto, la niña arrancó a correr en dirección
contraria, el perro tras ella. Adón no tuvo mucho tiempo para pensar qué hacer,
esperaba que la lluvia lo protegiera de más testigos. Arrastró el indeseable
cadáver hasta el interior de su vehículo y la persiguió a una velocidad
asombrosa, desesperado.
Rezaba para no haberse equivocado en sus sospechas en lo
que al cacique se refería. Había llegado a sus oídos que otro peligroso cacique
había amenazado su vida y que tenía intención de huir para salvar el pellejo, y
desde entonces la serpiente de la ira se le había enroscado alrededor del
cuello y no lo dejaba respirar. Después de todo se escaparía, se le escurriría
entre las manos como un gusano con suerte, siseaba la diabólica serpiente que
exigía sangre, y Adón no podía perseguirlo eternamente, temía que le fallaran
las fuerzas, la salud, y no podía arrastrar a sus hijos a semejante cacería.
Debía poner fin al asunto de la venganza cuanto antes, impedir la fuga, y
seguir viviendo.
De no haberse sentido bajo presión, quizás hubiera
planeado las cosas con más cuidado, pero ciertamente era poco habitual
encontrarse con alguien por esas calles, a horas tan indecentes, y el
silenciador había impedido que oídos curiosos salieran en busca del amo del
disparo. No quería hacerle daño a la niña, sólo quería hablar con ella,
asegurarse de que no lo metería en problemas.
Melania corría como alma que lleva el diablo, convencida
de que la iban a matar. No se le escapaba el detalle de que el hombre iba
armado con un arma de fuego y que apuntando bien la mataría desde lejos, por la
espalda. Se giraba de vez en cuando para comprobar despavorida que su perseguidor
no se rendía, si bien corría aun a cierta distancia. A ella empezaba a faltarle
el aliento. No había ni un alma por la calle y lo único que violaba el candor
del silencio eran sus propios pies corriendo contra el asfalto y la respiración
de su amigo huyendo junto a ella. Dobló una esquina y la vio, su salvadora,
caminando con prisas, como disgustada. Una mujer metida en un lindo vestido
negro en el que quizás no se sentía del todo cómoda entraba en ese momento en
lo que parecía haber sido un hostal en mejores tiempos. Ahora era un edificio
que se mantenía en pie por lo que pudiera ser costumbre. Un chillido ahogado se escapó de la boca de Melania y se lanzó
contra la puerta abriéndose paso aún a pesar de que la mujer había intentado
cerrarla antes, asustada, protegiéndose por instinto. Ayúdeme, me van a matar,
gimió la niña agarrándola. El perro también había logrado entrar. La puerta se
cerró. Desconcertada pero apiadándose del miedo sincero de sus ojos, la mujer
cerró la puerta con llave, la cogió de un hombro y se dispuso a darle unos minutos de consuelo y cobijo. El perseguidor chocó
contra la puerta en ese momento, golpeándola con un quejido de rabia. Ellas se
giraron un segundo. ¡Eva!, exclamó el hombre desesperado, sorprendido al
reconocerla. Déjame entrar, pidió, casi ordenó él. Tenía una mirada enloquecida
que nunca le había conocido antes y Eva dudó, obviamente él era la amenaza que
la niña temía, pues ella suplicaba fervorosamente que no abriera la puerta. La
lámpara del desierto vestíbulo iluminó el rostro infantil y Eva sintió espanto.
Tenía que alejarla de aquí, no podía quedarse con ella. Abrió la puerta sin
pensar y Adón entró como un vendaval. Melania protestaba perpleja mientras Eva
extendía la mano tranquilamente como para recibir el arma. Tras un segundo de
vacilación, Adón se la entregó en son de paz. Naturalmente, no pensaba irse sin
el arma, pero este no era su terreno y aceptó las condiciones del territorio
ajeno. La niña los miró a ambos con infinita sorpresa. Subid, dijo Eva, pero
debéis iros pronto, añadió enseguida paseando una mirada enfática por el rostro
de la chica. Jáchym llegará en una hora.
Subieron las
viejas y polvorosas escaleras. Melania, confusa, avanzaba, pensando en todo
momento en huir o en achucharles a Animal. Aunque no conociera a Eva, se había
sentido totalmente traicionada por ella. ¿Cómo había dejado entrar a ese vulgar
asesino en su hogar? Dios, en esos tiempos todo el mundo tenía un arma, o dos o
tres... o las que quisieran, ya que el contrabando estaba a la orden del día,
pero por el momento aún no se había encontrado en la tesitura de huir de una
persona armada, a la cual había visto matar a alguien a sangre fría.
Parecía que a ese hombre no le había importado nada. Sosteniendo con fuerza y
determinación la pistola y con el rostro más serio que habían conocido sus
ojos. Después, un balazo silencioso, rompiendo la noche estrellada.
Las escaleras
crujían paso tras paso, eternas les parecían. Eva les indico que entraran en
una sala oscura, iluminada por velas de color rojizas. El edificio, aunque
viejo y cochambroso desde fuera, por dentro era más grande y elegante de lo que
jamás cualquiera hubiera pensado.
- Bien, Adón,
explícame qué ocurre. ¿Por qué seguías a esta chiquilla? - pregunta
Eva con una mirada fuerte, señalando a Melania, que se muestra seria y firme.
- No soy
ninguna chiquilla - responde Melania encarándose, haciendo gesto de levantarse
de la butaca.
- No te estoy
preguntado a ti, niña - responde malhumorada Eva, señalándole que se siente.
- Ha visto
cosas que no debía y solo quería cerciorarme de que la pequeña no fuera a decir
nada.
- Entiendo – responde
Eva con tranquilidad – Niña, no vas a decir nada, ¿cierto?
- No señora – responde
refunfuñando la niña – Yo no he visto nada.
- Perfecto, ya
te puedes marchar – dice tranquilamente Eva – Y llévate a ese enorme saco de
pulgas – dice señalando a Animal.
- Pero... –
dice Adón confunso.
- No rechistes Adón, esto es lo mejor. No
manches tus manos de sangre tantas veces en una sola noche.
Melania corre de esa casa de locos junto a
Animal. Se siente perpleja, pero sabe que está más segura en la calle que en
esa habitación con esos dos. Adón y Eva se asoman por la ventana y la ven
correr endemoniada por las calles aún mojadas.
- A esa nena
se la van a comer viva – dice Adón señalándose la cara, haciendo referencia a
la cara de Melania.
- Está más
segura en la calle que en esa casa, eso te lo puedo confirmar yo.
- ¿Me
devuelves el arma preciosa? – le dice Adón abrazándola por la cintura. Eva
cierra los ojos y se deja envolver por sus brazos. Se besan ansiosos, enredando
sus lenguas en un sinfín de movimientos.
- Vete, ya
sabes que Jáchym es tremendamente puntual – dice Eva rompiendo el beso.
Adón coge su
pistola y se marcha. El frío le cala los huesos y solo siente que quiere llegar
a su casa y sumergirse bajo las mantas de su cama, aunque preferiría no hacerlo
solo.
Adón regresó a
dónde había dejado el vehículo, con el cuerpo en el maletero, y lo condujo
hasta una zona en ruinas que apenas estaba ocupada. Sólo se oía el quejumbroso
traqueteo del coche sobre la grava. Paró frente a un edificio de estilo gótico
que podría haber sido una iglesia. El
techo se había hundido, posiblemente por causa de un incendio, a juzgar por las
manchas negras de los muros que aún quedaban en pie. El lento desgaste del
tiempo había terminado de ornamentarlo con una tupida alfombra de maleza y
musgo salvaje, como si la antigua naturaleza comenzara a reclamar su
territorio. Lo abandonó entre los escombros y volvió al suburbio. Allí la vida
se agitaba aún con un rumor incansable. Notó cómo el coche atraía miradas a su
paso: un vehículo y, sobre todo, el combustible necesario para hacerlo
funcionar eran rarezas que no cualquiera se podía permitir.
Cuando llegó,
entró frenético haciendo muchísimo ruido. Águeda despertó y se parapetó tras la
barandilla de la escalera, en las sombras. Un tenue rayo de luna entraba por
una rendija de la puerta. Su padre estaba hecho un ovillo en un rincón en el
vestíbulo. Se pasaba las manos por la calva y, de vez en cuando, se daba golpes
en las sienes balanceándose. Su pecho se sacudía convulso por el llanto
contenido.
No…no puedo
creerlo…No puedo haberlo hecho…-se detuvo un momento y probó a decir en voz
baja – He matado a un hombre – la idea era demasiado horrible, a pesar de haber
fantaseado con su venganza durante tres años ¿o cuántos eran? Ya no recuerdo.
Pero daban igual sus motivaciones. Se sentía sucio. De ahora en adelante
pasearía ante los ojos de los hombres con la señal de la sangre en la frente,
estaba marcado, separado del mundo normal por su crimen. Lloró hasta que se
quedó sin lágrimas, porque la sed no se había apagado ni el vacío que la
desaparición de su esposa había excavado en su alma se había ido. Cualquier
consuelo era ceniza en su boca, y Eva un espejismo en el desierto.
Águeda decidió que
no quería saber más y se fue a su cuarto. Adón siguió allí sentado pensando,
porque sabía que no podría dormir esa noche. Quizá su mente le había jugado una
mala pasada. Sus sospechas eran infundadas. En el fondo le había tenido envidia
¿envidia de qué? De su salud, de su poder, de su pelo, de sus hijos sanos. Por
eso había querido destruirlo. Solía visitar a Alicia y la última vez que la vio
estaba con él. Eran muy cercanos incluso desde antes del holocausto, y Adón
siempre le había parecido poca cosa para ella. Después de la catástrofe, se
había posicionado mejor que él y se había mantenido sano. Sabía que la deseaba. Le habría podido dar
hijos sanos, no como Adón. Los dos hijos suyos nacidos después de la catástrofe
morirían con él, pero Leandro no.
A la mañana
siguiente, Adón estaba preparando café cuando avistó por la ventana al perro de
la noche anterior, tan quieto en el patio que parecía un oso disecado. Salió y
le gritó:
¡Vete, perro
mugriento! –el perro lo ignoró y él volvió a meterse. De pronto, irrumpió en la
cocina su socio Olof:
Te has dejado
abierta la puerta de atrás. – dijo, en
respuesta a su mirada de sorpresa- ¿Sabes las noticias?
No sé nada, acabo
de levantarme. ¿Quieres café? Me ha costado un dineral, es seguro.
Vale. Han atacado
al loco Jebediah.
¿Le han atacado?
– dudó - ¿No ha muerto?
¡Qué va! Le
dispararon en plena calle, pero el atacante huyó sin comprobar su estado. Le dio en un hombro.
¿Y…no saben quién
ha sido?
Dice que estaba
muy oscuro y no llegó a verle la cara. Luego se desmayó. Lo que yo no me
explico es qué hacía solo en la calle, siempre está rodeado de sus matones.
Ya…es muy raro –
y, viendo una vía reescape de ese tema tan peligroso, trató de desviar la
conversación - ¿Qué estaría haciendo? ¿Tendrá algún chanchullo…?
No lo sé. – lo
cortó Olof. Adón se giró y cerró los
ojos. Toda la tensión acumulada durante la noches se derretió y, como si una
garra dejara de estrujarle la cara, respiró. Sentía un alivio inmenso, aunque
aún quedaba el interrogante de qué iba a hacer con Jebediah, porque
indudablemente lo había reconocido y estaba callando por alguna razón. Quizá
quería chantajearle, o estaba realmente acobardado, cosa que no le extrañaría:
era de naturaleza débil y pusilánime, lleno de odios, y en su juventud había
sido azote de muchos y amigo de nadie. Rata gorda y miedica. Tomó una
resolución. Iría a hablar con él, lo tantearía, y lo obligaría a doblegarse a
sus demandas. Haría ver que tenía más poder en los suburbios del que en
realidad tenía; y es que estaba seguro de poder subyugarlo y que siguiera
pareciendo que actuaban por distintos lados. En sus ojos se pintó esa mirada triunfante de cuando había encontrado
la solución a algo. Con gesto determinado, preguntó:
¿Está en su casa?
Está en la plaza
esperando a tu subasta, abanicándose y sudando, pero entero. Pobre viejo loco.
Entonces iré a
saludarlo – dijo con malicia. Ahora que sabía que había fallado le parecía que
podía frivolizar, y quizá, aprovecharse un poco de la situación. -¡y le
felicitaré por vivir!
No tendrás tanta suerte, cabrón. – dijo Olof
con una media sonrisa.
¡Dios me libre!
Le tienes ganas, a
mí no me engañas.
Olvídame – dijo, y
volvió a girarse para seguir preparando el café. Estaba más animado y siguió
hablando:
Esta tarde viene
un representante de la banda “los chacales” (lo sé, es un nombre
ridículo ¿verdad?) para hacer negocios. Venden artículos raros y explosivos,
estará cuatro días y se quedará aquí, pero quiero que tú vayas a recogerlo al
paso Desmembradores hacia las cinco. Se llama Jordan.
¿Inglés?
Canadiense.
Sabes que el
inglés no es mi fuerte.
¡No hace falta que
le digas nada! Lo traes aquí y punto.
Unos minutos
después, la caravana con el material de la subasta salió hacia la plaza y Adón
se encendió un puro. No tenía prisa, sus enemigos no se moverían hasta que él
no llegara. Por fin tendría la oportunidad de interrogar al viejo Jeb sobre el
paradero de Alicia, cuya desaparición le venía torturando desde hacía años. Porqué
algo en su fuero interno, quizá la esperanza de un loco, le decía que ella
estaba viva, que vivía lejos de él. Y con ese pensamiento que calmaba su ansia
y lo reconfortaba, se alejó de la casa. En ese momento, en esa misma casa,
Melania descubría la generosa despensa, llena de artículos raros de
contrabando, y se disponía a comer por primera vez en cuatro días. Animal
montaba guardia fuera.
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