27/3/11

Agua en polvo (Rozae)

Poltava (¡¡Ucrania!!), enero de 1943.
Un bosque enfermo enmarca en mi memoria mi primer encuentro con la inolvidable Zoya Złowrogi. Recuerdo que para verla tuve que apartar a fuerza de manotazos fantasmas, troncos y niebla, pues las lágrimas de mis pies cansados ensuciaban mi frente con un sudor caliente que me mantenía los huesos fríos, agotados, casi al borde de una muerte por la que entonces suspiraba a cada tortura, a cada paso absurdo que aspiraba a mi ideal: Ucrania.
La pequeña diabla se entretenía con el silencio cómplice de la naturaleza en el riguroso tormento de una babosa a la que clavaba un pincho, quemaba con cerillas con una sonrisa sádica bailándole en la boca la danza de la venganza. Una crujiente ramita delató la presencia de mis botas militares y Zoya se giró hacia mí con la virulencia con la que ataca la peor de las serpientes. Nos sujetamos una mirada oblicua de terca desconfianza que me convenció de que tenía los ojos más extraordinarios a los que me había enfrentado hasta entonces. Siniestros, vagabundos, subyugantes, había en ellos un dolor lúcido y febril que me fascinó. A la vez que ante ella me sentía desnudo, intuí que un oscuro remolino interno le retorcía el alma cruelmente. No tardó mucho en decidir que yo no era peligroso para ella (mis pintas debían de ser verdaderamente patéticas: llevaba varios días masticando con ansias locas el puro rocío de las hojas) y sonrió sentenciando son de paz, me dijo su nombre, exigió el mío y me presentó a su pobre enemigo, que ostentaba el modesto nombre de Herr Hempf: la primera babosa formalmente bautizada de la historia humana, supongo. Me dijo que estaba “practicando” con ella… Mirando a Zoya, las tinieblas de mi mente destiñeron la realidad, de repente raída como seda vieja; desfallecí, caí de rodillas… Cuando se acercó a mí me aferré a su ropa, a sus brazos como a una isla de vida y farfullé tengo hambre, niña. ¡Ya lo veo!, graznó dándome una bofetada; mas pronto sonrió con una piedad infinita y me dijo que esperara. ¡Yo no estaba para esperas: me moría! Pero no se lo dije, naufragué en un desmayo del que emergí para entender que una sigilosa voz de niña y otra de niño me arrastraban por los brazos hacia un mundo desconocido, paralelo al mío.
Es un desertor, la escuché decidir a ella: lo delata el aura.
Yo abría la boca, la cerraba, masticaba, tragaba dócilmente, con hondo agradecimiento creía en el Dios que me mandaba a este par de ángeles que me estaban salvando la vida. Abrí los ojos y hallé los ojos rubios de Zacharias que me daba avena dulce a cucharadas. Me sonrió. Al verlo de cerca, se me hizo evidente que eran gemelos. Zoya nos miraba de vez en cuando encaramada a una ventana velada que traducía a la noche en una cómplice de nuestro secreto. Entendí que vigilaba. Me quedé dormido, me arroparon y cuando se fueron amaneció. Me habían dejado pan y queso junto a una vela y al despertar devoré el pan el queso y la vela. Entonces miré a mi alrededor, ansioso como un secuestrado pero menos hambriento. Estaba en el taller de un pintor. Pensé que era un taller abandonado porque la estancia parecía la pintura del taller de pintura de un pintor siempre ausente. Los pinceles secos, sucios, aguardaban aburridos la llegada de una mano que no llegaba, una sábana blanca cubría tristemente el caballete regente como se cubre un sillón inútil en el que uno no tiene intención de sentarse más, múltiples lienzos se amontonaban dándome la espalda, enojados cara la pared como chiquillos castigados. Curioseé sin maldad cada rincón de mi artístico hogar. Al desnudar el caballete pude espiar las líneas de una mujer a medio hacer, durmiendo una siesta lánguida con la mitad del pelo sobre un rostro que resplandecía de paz. Una canción silbada afuera me llevó hasta la ventana, precisamente hacia la modelo del momento robado que representaba la pintura: la madre de mis pequeños salvadores vestida con el romántico nombre de Ava von Aschenbach. No miraba con tanta intimidad a una mujer desde aquel burdel de Berlín al que fui con los chicos, y del que me fui corroído por la culpa porque la prostituta que me tocó en suerte tenía tal parecido físico con mi hermana que fui incapaz de tocarla y me pasé la noche liándole cigarrillos, bebiéndome su cerveza y escuchándola hablarme de su turbia infancia. Eso había sido hacía dos años (me alarmé al pensarlo). Puede que Ava fuera una mujer normal e incluso de belleza ordinaria, no lo recuerdo, pero el caso es que la noble señora me pareció hermosísima. Algo en su manera de moverse al tender la ropa recién lavada, frente al taller de su esposo donde yo estaba escondido, me hizo pensar no sólo que no era feliz sino que había convertido el sufrimiento en su destino. La observé caminar, tararear, tender, sintiendo clavada en mi espalda la misteriosa sonrisa del pintor de brazos cruzados, con el que ya simpatizaba. Zoya apareció dos horas después del amanecer, antes de irse al colegio. Me dejó comida y me advirtió que no iba a quedarme aquí mucho tiempo. No tenía nada personal en contra de mi situación de… “fugado”, Zacharias tampoco, pero era muy peligroso que yo estuviera en su casa, y nadie más debía saber esto, ni siquiera su madre.
    Porque si Herr Hempf se entera de que te estamos escondiendo, nosotros tendremos problemas y tú eres hombre muerto, Martin.
    ¿Tu babosa? —pregunté bajito, muy confundido. Zoya me dedicó una sonrisa autocomplaciente, de lo más sarcástica.
    El amante de mi madre— tuvo el detalle de aclararme.
Los gemelos me habían ocultado en el taller de pintura, porque ni su madre ni nadie entraba ahí desde el día en que llegó la carta que anunciaba en términos burocráticos la muy noble muerte de su marido, cuya vida sacrificada en nombre de su patria debía llenarla de orgullo y gratitud etcétera, etcétera. De manera que si no salía, en principio aquí estaría seguro, siempre que me marchara en cuanto recuperara las fuerzas que ahora me faltaban. Aunque llegaba tarde a clase, se sentó en el suelo a pedirme que le hablara de Hitler, de la guerra. Me negué irritado, tajante; ella se marchó furiosa. Permanecí solo y encerrado el resto del día, durmiendo, pensando, escribiendo. Por la noche, Zacharias me trajo un termo caliente, pan, queso, miel, coñac y otra manta. Pasé allí cuatro días con sus cuatro noches. A la noche siguiente, el niño vino como siempre a traerme algo para cenar, pero se quedó más rato conmigo; yo agradecía su discreta compañía; a veces hablaba, pero no mucho. Era un chiquillo muy cálido y pensativo, me daba cuenta de que le gustaba estudiarme mientras comía. Me dijo que la babosa (el tal Herr Hempf) pasaría esta noche en su casa, en la habitación de Ava…Y que Zoya vendría aquí, al taller: ella pensaba que su hermano no se daba cuenta, pero él sí sabía que en las noches sucias como esta se levantaba a medianoche, con cuidado para no “despertarlo” y se venía a dormir aquí. Antes de que Zacharias se fuera, le supliqué más tabaco. Sonrió a modo de respuesta. En efecto, poco después de medianoche, la puerta se abrió y entró Zoya. Por su expresión, deduje que se había convencido de que me iba a encontrar dormido. Venía pálida, en pijama, envuelta en una manta, con mi tabaco de parte de Zacharias y una nueva vela en las manos, que encendió enseguida con una de sus cerillas. Me lanzó el tabaco. Lo tomé al vuelo y empecé a liarme un cigarrillo, que me fumé gozoso. Le pregunté por qué venía a dormir al taller pudiendo hacerlo en una cama. Se acomodó en la camita que improvisó para ella y se quedó mirándome unos instantes, como valorando si merecía una respuesta.
    Herr Hempf va a pasar la noche en mi casa y yo odio los gemidos de asco de Ava, la noche los amplifica— explicó al fin.
    ¿De asco? —pregunté con un amago de sonrisa, como dudando de que fuera así, pero la mirada de hielo que me clavó me obligó a no dudar de su subjetividad.
    Se prostituye porque cree que es su deber de madre abnegada, no por gusto—escupió. —El sacrificio ennoblece su caso y se lo hace psicológicamente soportable. Pero el Asco es evidente.
    Bueno, no sé…
    Tú no la conoces, yo sí. La babosa es poderosa. Se empezó a arrastrar por aquí y a llenarlo todo de babas en cuanto mi padre partió a la guerra y la ha convencido de que “nos está protegiendo”, a los tres. A cambio, ella le da sus gemidos. O sea, es una puta. Mitad víctima, mitad cómplice, como todo el mundo.
    Es tu madre. No deberías hablar así de ella—moralicé con disgusto.
    No la defiendas, ¿quién te crees que eres?
No supe qué decir. Estuvimos un rato en silencio; Zoya miraba la vela, yo la miraba a ella. Me di cuenta por la opacidad de sus lágrimas de cuánto estaba sufriendo.
    La basura a la que se somete la envilece, nada la justifica... Es tan…
    Te gustaría verla libre.
    Sí, pero no puede o no sabe y no hace nada radical para soltarse.
    ¿Y qué puedes hacer tú?
    ¡No lo sé! ¿Lamentarme? Y no imitarla. Pero no es fácil, su sumisión a esa babosa conocida en el pueblo como el Hombre que “la cuida”, lleva años enraizando en ella, preparándola para aceptar el sometimiento como algo natural aunque obsceno. La abdicación de Ava me parece un caso extremo, pero entre mis compañeras de clase incluso la que se cree más lista se muere porque la quiera abrazar el más tonto. Todas desfallecen por una invisible manita masculina y sueñan con que se haga carne para justificar una existencia a la que no le encuentran sentido propio. El proceso de búsqueda es subterráneo y muchas no se dan cuenta de nada, aunque se desviven por beberse los piropos de los niños que son dueños y jueces de sus vestidos y sus almas. ¡Ridículas! Yo no seré así o que me muera que mi propio hermano me mate. Sé que este—abrió las palmas—es un estadio antinatural de nuestra vida como familia, las cosas no deberían ser como son ahora. Pero este pedazo de existencia que vivo ahora es irreal, este rincón del mundo tiene leyes sucias que nunca limpian nada. Aquí los hombres, los ladrillos de mi casa, los regalos, todo es sucio. Hasta la lluvia es sucia, no es agua normal, cae negra y en grumos pequeñísimos, como si fuera agua en polvo.
    Eso es químicamente imposible, pequeña—sonreí con una didáctica condescendencia que a mis veinte años hubiera provocado como mínimo una mirada condescendiente de parte de cualquier adulto.
    Pues aquí pasa: llueve polvo del cielo como lágrimas sucias y se forman charcos que parecen papilla de ceniza mojada, a los árboles se les retuercen las raíces bajo tierra y los animales beben de los charcos y se les tuercen las almas.
    Los animales no tienen alma y si aquí hay algo torcido es tu imaginación—dije un poco fastidiado pero sin ánimo de discutir.
    No entiendes nada, soldadito — dijo irritada, mirándome con profundo disgusto, pero luego suspiró como cansada y entonces me pareció muy vieja. Una presa muy vieja estrujando con los puños los barrotes de una jaula muy joven. Al fin alzó sus agudos ojos hacia mí y sonriendo a medias preguntó con ambición:
     ¿Y tú? ¿Hacia dónde te diriges? Vas en dirección contraria a tu país.
Eso último me molestó, porque yo sabía que Zoya sabía que lo que estaba haciendo era precisamente huir de mi país, que lo había sabido en cuanto me había visto en el bosque, aunque ya hacía varios días de fuga que no iba disfrazado de soldado nazi, salvo por las botas.
    Quiero llegar a Ucrania.
    ¿A Ucrania? ¿Por qué?
    Creo que ahí estaré a salvo—evadí.
    ¿Entonces es cierto, eres un desertor? —me preguntó fascinada.
Asentí lentamente, sombrío. Zoya sonrió ansiosa.
    ¿Por qué huiste? Quiero decir, ahora ¿quién eres? ¿Qué eres? Un traidor: sin familia, sin amigos, sin país. ¿Qué clase de vida vas a llevar, siempre extranjero, siempre errante? Porque si los tuyos te encuentran, te matarán.
    Lo sé.
    ¿Y por qué huiste? —insistió.
    No podría haberme pasado algo peor que la guerra, Zoya. No puedes entender a qué me refiero, ni siquiera tengo palabras, es que yo… Ya no podía... soportarla más.
Ella me miraba ávida, interrogante. Le hablé un poco, porque se me ocurrió que de alguna manera dulce asociaba mi condición de soldado a la de su padre muerto.
    He sido el pequeño instrumento de un líder al que he acabado por despreciar, se me han llenado las manos de la sangre de otros hombres por acatar las órdenes de burócratas que sólo han estado haciendo su trabajo. También allí todo era sucio, el cielo ardía y la lluvia igual era grumosa pero roja. He estado perdiendo amigos y mi dignidad de ser humano. Yo solo no puedo acabar con la guerra, así que…
    Huiste.
    ¿Crees que soy un cobarde? —pregunté angustiado, dándome cuenta de que era muy importante para mi identidad difuminada la sentencia de Zoya.
Se quedó pensativa un tiempo que se me hizo muy largo.
    Un poco. Pero admiro tu radicalidad. Y te envidio—dijo al fin.
Le dediqué una tímida sonrisa, bastante aliviado no sé por qué (después de todo, me había llamado cobarde, gracias). Ella me sonrió a su vez y exclamó:
    Necesitarás un nombre nuevo, ¿lo habías pensado?
    No... —respondí con desconcierto.
    Pues claro, chico, casi vas a ser otra persona: necesitas otro nombre, otra historia. ¿Llevas encima tus documentos? —preguntó viniendo hacia mí, sentándose a mi lado con familiaridad.
    Ajá…—los saqué, se los tendí, los curioseó, leyó en voz alta:
    Martin Steiner, nacido en Berlín, hijo de…nadie. A partir de ahora te llamarás Alfred. Me gusta más que Martin, para ti. Serás Alfred...
    Złowrogi.
Me miró muy sorprendida y volvió a sonreír, como satisfecha de mi decisión.
    Bien, Alfred Złowrogi: quémalos—me dijo tendiéndome la documentación. Lo quemé todo con sus cerillas hasta que todo fue ceniza, pero de dentro rescaté como por instinto la fotografía de Beatriz, que no miré, concentrado como estaba en la destrucción de mi pasado, y que Zoya robó.
    ¿Quién es? —la oí preguntar a lo lejos, curiosa.
Guardé un silencio profundo antes de susurrar absorto en mi desgracia:
    Me recuerda que soy el único adorador de una religión que está muerta.
Sentí clavada en mí la mirada cruel de Zoya, que encendió una cerilla y prendió a Beatriz sin que me diera cuenta enseguida.
    ¡¡Pero qué haces estúpida!! —estallé al girarme, le di un bofetón que me devolvió airada, y le arrebaté los restos abatidos de la fotografía, quejumbroso como un bebé. Ella se levantó con un deje desdeñoso.
    Te irás mañana, cuando amanezca.
    Muy bien—escupí.
Se fue a acostar. Me acosté a mi vez, abrazado a las cenizas de mi muerta. Lloré un poco, de dolor, de culpa.
    ¿Zoya?
    ¿Hm?
    ¿Me perdonas?
    ¿Y tú a mí?
Nos perdonamos en el silencio, pero los dos habíamos decidido ya que me iría a la mañana siguiente, y así fue. El amanecer fue de un gris plateado especialmente antinatural que confirmaba la anomalía que Zoya deploraba en ese lugar, porque en las demás partes del mundo los amaneceres se pintan con colores cálidos. Zoya fue a la casa, volvió con espuma y una cuchilla y, mientras ella me afeitaba y cortaba el pelo, Zacharias me preparó un macuto con comida y tabaco para varios días, un mapa y un poco de ropa de abrigo que le agradecí encarecidamente. Luego se marchó al colegio y me quedé solo con Zoya. Le dije que le guardaría toda la vida un celosísimo agradecimiento, que si podía hacer algo por ella, me lo pidiera, pues me sentía capaz de hacer cualquier cosa que me exigiera su capricho.
    Quiero una bala—pidió con una humildad aviesa, decidida, y engarzó con los míos sus peligrosos ojos. El silencio me revolvió el estómago.
    Déjame hacerlo a mí, Zoya—le pedí comprendiendo esa mirada, con un tono profesional del que me hubiera sentido avergonzado en cualquier otro momento—. Sólo tienes diez años.
    Y tú veinte, y eres un crío—replicó con una sonrisa sorprendente, triste pero muy ufana, y añadió con celo—. No, Alfred. Es mi responsabilidad.
Sus palabras me perturbaban porque, dijera lo que dijera, era demasiado joven. Pero supongo que confiaba en ella y que admiraba a la soberbia renacuaja hasta el punto de respetar cualquier decisión que erupcionara de su corazón enfermo de ira. De modo que deposité mi arma entre nosotros.
    Quédatela, yo no la necesitaré.
Tragó saliva, la cogió con respeto y cuidado. Estaba cargada. Mi paranoico pasado de soldado no me había permitido deshacerme de ella, pero tampoco utilizarla de nuevo después de mi deserción, ni descargarla e inulitizarla como si realmente ¿nunca más? fuera a servirme de ella, porque pensaba que eso hubiera sido como castrarme sólo porque a lo largo de la semana no hubiera tenido ganas de hacer el amor. Esta última idea me daba auténtico pánico. Enseñé a Zoya cómo quitar y poner el seguro, cómo disparar con ambas manos y le hice con respecto al arma algunas advertencias útiles que espero no olvidara. Luego me despedí del fantasma de su padre y salimos afuera. Llovían tenuemente unos rarísimos copos de agua gris que no eran nieve, y me expliqué la extrañeza de Zoya ante la lluvia irreal de este lugar del tiempo donde vivía. Nos dimos un abrazo de amigos, nos deseamos suerte con ojos serios, me eché el macuto al hombro y partí en silencio, sin volver la vista hacia atrás para no turbarme. Nunca me costó tanto dar un paso, avanzar, ni siquiera cuando tuve por tiranos a la enfermedad y al hambre, como en aquel momento al alejarme de Zoya, de Zacharias ignorante en el colegio, del espíritu del pintor atrapado en su taller, de Ava von Aschenbach dormida en su cama llena de babas…Avancé, porque algo más fuerte que yo me decía que eso era lo que debía hacer, que debía dejarlos solos, pero desde entonces aquellos cinco días no han dejado de perseguir mi conciencia desarmada, y mi cariño por aquella primera tierra que me acogió y por los gemelos que tan nítidamente recuerdo sólo ha ido en aumento. Muchas veces escribí cartas a aquella dirección, por supuesto con el nombre de Alfred, para que Zoya entendiera, pero nunca obtuve respuesta, y no he podido saber si eso es bueno o malo. Mi ansiosa esperanza por obtener noticias sobre ellos y lo que les ha ocurrido nunca perdió la fe, y he esperado y esperado, hasta el día de hoy, en que esto ha venido a mí.

2 comentarios:

  1. Que pasada de relato!! Me alegro que hayas vuelto a escribir jajaj:) Me gusto muchisimo la verdad, esta historia si que la entendi!!
    La babosa asquerosa es un nazi verdad? Porque no me la imagino con una babosa.... en fin que asquito.
    Un beso Rozae, Blanca

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  2. Hola Rosa,

    opino lo mismo que Blanca, una historia maravillosa y entendible. Me encanto tú concepto de agua de polvo, y como la describe la niña. Una niña de 10 años tan culta y tan seria, normal que Martin confiara en ella.
    Ha sido asombrosa mujer de mi corazón.
    Siento ser la que no escribe esta vez... tú hermana entenderá mi falta de tiempo.
    En fin, perfecto.
    Te quiero.

    Esther.

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