6/12/11

Inquilinos en esta celda (Rozae)


…Hacía tanto tiempo que no la veía que había llegado a creer que también se había ido del país, que quizás había decidido aceptar esa beca de investigación para Stanford (aunque Carlos, al que sí veo a veces cuando visito a don Aurelio, me dijo que había rechazado esa dichosa beca, por él). Ahora estoy segura de que es ella porque ha entrado en su facultad. Hoy no es lectivo, así que me permito deducir que saldrá enseguida y la espero vigilando la entrada principal, sentada como si aguardara al autobús, para que no sepa que estoy esperándola a ella… Bien pensado, ¿qué estoy haciendo? Esta encantadora de serpientes siempre me cayó para la mierda, soy idiota por esperarme a saludar y estoy segura de que ella pensará lo mismo. La idea de que me mire con sorna me molesta. En fin, suspiro, saco un libro del bolso más para fingir concentración que para leer, la voy a esperar de todos modos. Quizás pueda darme noticias de Lázaro y ya no puedo darme la vuelta sin averiguarlo.
Como una sucesión de olas, pequeñas pero constantes, ciertas escenas me lamen los pies de la memoria haciéndome pensar en una etapa de nuestra existencia que casi tenía olvidada. Aurelio y yo nunca hablamos de Lázaro, entre nosotros es como si estuviera muerto, y por tanto a efectos prácticos muerto está. Puede que sea triste y me dolía al principio, pero ahora que estoy acostumbrada sería incapaz de decir esas tres sílabas delante de él. Ante todo, le respeto. Aurelio Garzón del Camino es para mí un héroe y una suerte de salvador, porque en nombre de la amistad que los unía me ayudó muchísimo cuando murieron mis padres. Como el propio Lázaro, es una de las personas más importantes de mi vida. El único defecto que soy capaz de hallar en alguien de tan excelentes cualidades es que a veces era demasiado rígido con Lázaro, pero ¿qué padres no son especialmente duros con sus hijos? De todas formas, a Lázaro nunca le escuché ni una queja, la idea de disgustarlo debía de tenerla en el escalón siguiente al de la blasfemia. Siempre pensé que sentía por su padre una devoción casi demente. Fue sólo por complacerlo que se metió en Medicina y se especializó en Psiquiatría con honores y sin aspavientos. Eso fue odioso e injusto, porque a él le faltaba la vocación que yo sentía, pero él llegó a la meta tranquilamente y yo me quedé a medias pidiendo agua. Recuerdo el verano en que entramos por primera vez en el Hospital Psiquiátrico del que Aurelio es director, espero que por mucho tiempo más. Por entonces, Lázaro era un pollo de veinte años con el pelo revuelto y la sonrisa distraída, y yo una empollona sombría que se había quedado huérfana no hacía ni tres meses. Los dos queríamos hacer las prácticas en el ‘Dolores de Dios, Nuestro Señor’ y eso hacía muy feliz a don Aurelio. Ese verano fuimos regularmente allí, con él, como si fuéramos dos trabajadores más. Don Aurelio nos enseñaba de cerca el quehacer del centro y nosotros ayudábamos en lo que podíamos, primero encargándonos de minucias y luego de asuntos que requerían mayor confianza por parte de don Aurelio. Una noche de septiembre, una paciente se dejó un cigarrillo encendido; no recuerdo exactamente qué dijeron los titulares, pero parece que prendió un poco en la colcha. Seis murieron de asfixia, por el humo. Pero alguien lo descubrió antes de que pasara algo peor, y ni siquiera hubo incendio. Lázaro amaneció siete días traumatizado como si él hubiera entrado con un hacha en el Psiquiátrico y hubiese roto los seis cráneos él solito. Cuando el peso de las ojeras fue insoportable, me confió que esa noche él mismo había suministrado los somníferos pertinentes a los pacientes de esa planta. El idiota escuchó la noticia por la radio a la mañana siguiente y en lugar de ir a la universidad se presentó en el despacho de su padre, confesando su crimen como un bendito, asumiendo que el “asesinato” de seis personas significaba la cárcel y dispuesto a entrar en ella por su propio pie. Seguramente, don Aurelio se echó a reír, como hice yo, de pura ternura y extrañeza. Pero si tú no tienes la culpa, ¡qué muchacho! Aún así suplicó a su padre que las autoridades fuesen informadas del detalle, en vano. Se comió el Código Penal y cuatro manuales de Derecho, y cuando encontró para su delito el nombre que buscaba, habló con el abogado de don Aurelio para que tomara medidas al respecto, también en vano, no en vano era el abogado de don Aurelio. Después me obligó a acompañarlo a todas las comisarías que encontramos en el mapa de la ciudad. Podían tomarlo por un niño rico aburrido, un poco loco y con un exacerbado sentido de la responsabilidad y/o la culpa. Pero, por si acaso, yo lo dejaba atrás atando las bicicletas, entraba antes y decía a los funcionarios de turno disculpen a mi hermano, no está muy bien y hoy no he conseguido que se tomara su medicación. Cuando Lázaro entraba y se explicaba, lo miraban asintiendo con compasión y lo mandaban a casa con su familia. Salía más triste y confundido que furioso. Yo no lo hacía por burlarme, sino porque me atormentaba la idea de que hubiera más Lázaros por el mundo, y de que si dábamos con uno de los suyos vestido con uniforme de autoridad, estaríamos dando con la posibilidad de que tomaran en serio esa culpa ilógica que se lo comía. Ya me imaginaba a mí misma caminando por los siniestros pasillos de una mazmorra medieval, encapuchada, buscándolo en una de las celdas para darle una biblia con una lima entre sus hojas, para que royera con ella los barrotes antes de la ejecución. Eso me resultaba inadmisible, me aterraba, prefería que lo miraran como se mira a los locos que verlo preso. Ahora veo que pasar tanto tiempo con él hacía que su paranoia me resultase contagiosa, porque nadie podría haberse tomado en serio la obsesionada lógica de Lázaro. En fin, todo fue muy absurdo. Porque el suministro de una razonable dosis de sedantes es un procedimiento habitual en este tipo de centros y no suele pasar nada, porque está prohibido fumar en el ‘Dolores de Dios, Nuestro Señor’, y porque las seis pacientes eran subnormales. Así se lo decía. Aunque no hubieran estado sedadas, igual se hubieran asfixiado con el humo. Recuerdo vivamente su mirada clara la primera vez que acabé de decir eso. Porfiado, escudriñó en los expedientes de las muertas en busca de sus familias. Todas eran demasiado ancianas para tener familia aún menos una que no llegaba a los treinta y que tenía un hermano de nuestra edad. Fue a hablar con él. No quiso contarme la conversación, pero evidentemente no fue a la cárcel gracias al susodicho hermano, cosa que lo puso de un humor terrible durante días. Tardó bastante en rendirse y aceptar su inocencia. Al cabo de unas semanas, volvió a ser el mismo de siempre y enterró el asunto sin más ceremonia que la de pinchar en la cabecera de su cama un recorte de periódico cuyo centro era una foto de su padre, afligido, siendo entrevistado delante del letrero de ‘Bienvenidos al Centro de Salud Mental del Estado fundado por don Manuel Cerdá del Camino’. El recorte lo tengo yo, dentro de una carpeta. Lázaro me lo dio el día que volvió a Sicilia y es sólo por eso que lo guardo. Después de todo, no fue un regalo de despedida muy agradable de recibir. Especialmente si tengo en cuenta que, cuando di la vuelta al recorte, había claramente dibujada una tumba a lápiz y trazo crispado; pregunté a qué santo y me dijo que era suya. Pero la lápida no tiene nombre, apunté con una sonrisa forzada. Exacto. Aún siento escalofríos cuando pienso en la naturalidad de esa réplica.
Es curioso que me acuerde de estas cosas justo ahora: no había vuelto a pensar en ello desde el otoño de ese año. ¿Qué año era? Todo esto no tiene nada que ver con Ada, por supuesto, pero obviamente es ella quien me lo ha hecho recordar. ¿A qué habrá venido hoy a la universidad? Lázaro siempre ha tenido la cabeza un poco revuelta, pero todo hubiera permanecido en durmiente paz de no haber sido por ella, ese gatillo de infortunios. Incluso sin haberla visto aún, por lo que él me contaba la juzgué pronto como una influencia deplorable, y no me equivoqué. Yo tengo muy buen ojo para las personas, incluso de lejos. Después de todo, que entre ellos llamaran a Dios “araña” o “la gran araña” o “la araña sagrada” o algo como eso, no me acuerdo del absurdo epíteto exacto, acabó siendo la menor de mis preocupaciones. Ada estaba loca por Lázaro, y supongo que él se dejaba llevar. Yo no entendía qué podía gustarle de ella, tenía un carácter del demonio. En realidad, era directamente una zorra intratable. No hubiera tenido sentido que Ada me viera como una rival, pero no estoy segura de que no lo hiciera. Lázaro y yo éramos para el otro una especie de asexuado hermano sagrado, él no sabía nada de mis encuentros y yo nada de los suyos. Podíamos estar medio desnudos en una cama, viendo una película o hablando, sin pensar en el otro como alguien “del otro sexo”. Esto va en contra de los imbéciles como mi novio que dicen que un hombre y una mujer no pueden ser amigos precisamente porque son hombre y mujer y el sexo acaba interponiéndose la biología es la biología, y me siento orgullosísima de ello. “Estoy con alguien”, por mi parte, y “estoy con una amiga”, por la suya, dicho de cierta manera, por teléfono y a cierta hora, sólo significaba una cosa. Para qué darnos escabrosos e íntimos detalles. (…) En cuanto a mis envidias personales, sí había una cosa que me irritaba de manera egoísta: desde el principio tuvieron una compenetración insultante y de lo más surrealista. Digo, yo llevo casi cinco años saliendo con mi novio, y a veces siento que un gran interrogante rige nuestras conversaciones más importantes. Lázaro solía decirme medio perplejo que Ada y él se veían a través de la carne, y yo refunfuñaba y cambiaba de tema. (…) Por lo demás, en cuanto a mujeres se refiere, ciertamente Ada me parecía de lo peorcito con lo que se podía haber encontrado mi amigo, de modo que pasé de no juzgar esa relación en voz alta a ponerle trabas por cualquier motivo, cuando decidí que se estaba alargando demasiado. A Ada la veía poquísimo, pero el efecto de que Lázaro y ella se frecuentaran era parecido al de tenerla viviendo en mi casa, durmiendo en mi cama. Durante las ocasiones que tenía para estudiarla en persona, refundamentaba las razones de mi rechazo y luego le comía la cabeza a él. Ada y yo nunca nos esforzamos en ser simpáticas una con la otra, y cuando eran ellos dos y otros amigos y yo, prácticamente no cruzábamos ni dos palabras, pero no hubiera hecho falta eso para confirmar que no nos gustábamos y punto. (…) Recuerdo que ella solía caminar con las manos en los bolsillos, y él hablando mucho y gesticulando alegremente, y yo pensaba que tenían tanto en común como dos elementos enfrentados; ella también hablaba, aunque bastante menos (quizás porque era difícil hacer callar a Lázaro) y cuando lo hacía era para criticarlo todo o soltar parrafadas plagadas de ideas de lo más extrañas que eran la antesala de un silencio incómodo que alguien se veía obligado a romper después (generalmente le dejábamos ese honor a él, como si fuera el responsable legal de las rarezas de la amante). De todas maneras, bastaba que hubiera luna llena para que se distanciara de cualquier conversación. Una vez, mirándola, la idiota metió un tacón en una alcantarilla y, en lugar de agacharse para cogerlo, ver si estaba roto, si tenía arreglo, se quitó el otro zapato y sonrió diciendo que sólo necesitaba una excusa distinta del capricho para ir descalza. Bueno, quizás eso tuvo gracia hasta para mí, y nos reímos y seguimos andando. (…) Ahora que lo pienso, en grupo nunca los vi besarse ni tocarse, qué raro era eso, me parecía que incluso procuraban no mirarse, como si quisieran ocultar al otro o algo del otro, algo vergonzoso o de lo que no eran responsables; creo que más por parte de Ada; a veces pensaba incluso que ella estaba con él como podría estar con cualquier otro, por pasárselo bien un rato. Sus principios morales son de dudosa validez. Sin embargo, observándola con la insistencia con la que yo lo hacía, llegó a bastarme descubrir el lapso de tiempo que tardaría un relámpago en mirar a Lázaro para hacerme una idea del placer que extraía de cada una de esas miradas. Pero eso me daba más terror que alegría, y no dejaba pasar ocasión de meterme con ella delante de Lázaro, variando el estilo según mi estado de ánimo. Ahora sólo recuerdo aquel “Ada tiene mucha ira dentro, ¿por qué no se corta el pelo y se va a Colombia a matar hombres?” Y a él riéndose, ¡ja!, yo creo que porque me daba la razón. ¡Ahí está! Pero no me levanto, va con alguien. Un profesor, por la edad, quizás el director de esa tesis suya de título raro, ¿cómo era…? Se detienen, hablando, sonriendo. ¿Se lo estará llevando a la cama, o querrá hacerlo…? Sería una buena razón para venir a la universidad cuando no hay clases. De todas maneras, no iba a hablarle hasta no dar con ella a solas, así que ni me muevo. (…) Si no hubiera habido nada por lo que juzgarla como lo hacía, el ver a Lázaro comportarse como un psiquiatra irresponsable hubiera sido más que suficiente. Traumático. Unos meses después de que se conocieran (ahora me doy cuenta de que no sé cómo: es como si Ada “siempre hubiera estado ahí”), Lázaro empezó a hablarme de otra con el mismo entusiasmo con el que al principio hablaba de ella. La llamaba simplemente Salazar porque era una de sus pacientes esquizofrénicas y ese era su apellido. Yo sonreía para mis adentros pintando de antemano los celos de Ada del color de la sangre, aunque juzgaba que era la simple simpatía del doctor que deposita en un paciente concreto una fe especial. Al principio, ni se me ocurrió en serio que Lázaro pudiera ser capaz de “intimar” (acostarse) con alguna de sus pacientes (dada su posición de poder sobre ellas, no hubiera podido ser otra cosa que un abuso, una violación). Y Lázaro no sería capaz de violar a una mujer. Claro que no Lupita, podría intentarlo y ni siquiera se me pondría dura. Pero al final me forcé a preguntártelo, tu relación con esa chica parecía engrandecerse por momentos. Ante todo soy un profesional, me dijo solemnemente. No sé por qué eso me tranquilizó, porque parecía haberse estudiando la indiferencia de la frase. Un día quedé con él y don Aurelio para comer. Terminé pronto las clases y fui en bici hasta el ‘Dolores de Dios, Nuestro Señor’. Todos me tratan aún como otra hija de don Aurelio, así que no tuve problemas para entrar, a pesar de la agitación que había en la entrada. Impresionada, comprobé por qué en el breve trayecto al edificio principal. Habían letras arracadas y otras cambiadas, y los letreros principales se habían convertido en Bienvenidos dentro del alud Mental del Estado fundado por un Cerdo MáS del Camino: Hostal Pútrido ‘olores de Dios, Nuestro Sueño’. Los encontré a los dos en el despacho de dirección, donde me hicieron pasar con un gesto. Don Aurelio estaba muy afectado. Discutían sobre la tal Salazar, que por lo que entendí había salido del interrogatorio del despacho unos diez minutos antes de llegar yo, y por eso estaba la puerta abierta. Según tus informes, decía don Aurelio, no tenemos paciente más inteligente que ella. A solas, me ha jurado llorando que ella no ha sido, incluso me ha gritado que ha sido su madre (¿?) para que le echen la culpa a ella, porque la odia. Pero no sé: no tiene sentido pensar en un miembro de mi equipo, y si tuviera que sospechar de un interno, es de la única de la que lo haría. Y sólo por su forma de mirarme. Le digo que no ha sido un paciente, papá, estuve haciendo guardia toda la noche. Si alguien hubiera salido de su habitación me hubiera dado cuenta, yo no me dormí (el vigilante nocturno se había quedado dormido sobre la mesa después de tomarse un café, como después supe. Hay personas a las que el café les da sueño). No se preocupe tanto don Aurelio, sólo es la broma de algún desaprensivo. ¡Ay Lupe, “sólo una broma”! …Un desaprensivo externo al centro, insistió Lázaro, no sé cómo entró y sólo se me ocurre recomendarle reforzar la seguridad, pero ningún interno podría haber llevado a cabo travesura semejante sin que ninguno de nosotros nos diéramos cuenta, o somos todos más estúpidos que las piedras. Somos todos más estúpidos que las piedras. Después de comer, abordé a Lázaro a solas, desconfiando de no sé qué manera de reírse durante la comida, y le pregunté si sabía quién había estado jugando con las dichosas letras del ‘Dolores de Dios, Nuestro Señor’, si había sido la paciente Salazar y si la estaba protegiendo por alguna suerte de razón profesional que, si bien no comprendería, podía confiarme tranquilo. Lupita, me dijo serio, la duda ofende. Don Aurelio no descubrió al culpable y Lázaro fingió buscarlo durante no más de una semana después de que su padre se rindiera, abatido, y se limitara a poner las letras en su lugar correcto y abandonar la idea de tomar algún tipo de represalia. Meses después, en uno de nuestros largos paseos por el parque, entre unas cosas y otras don Aurelio me habló de cierta paciente de su hijo que se había recuperado lo bastante como para que se le diera el alta e hiciese vida normal en la medida de lo posible, tomando la medicación, por supuesto. No es muy razonable por mi parte, como profesional, me dijo sonriendo, pero echaré de menos a esa muchacha, ¡es tan lista! Al principio pensaba que me odiaba, porque me clavaba una mirada de loba herida que me estaba volviendo loco, pero… Me quedé helada al escuchar el nombre completo, Ada Salazar. Dios mío ¿¿Ada esquizofrénica?? ¡Eso explicaría muchas cosas, pero…! Dejé a don Aurelio prácticamente plantado y fui a ver a Lázaro, necesitaba hablar con él. Lo encontré en su despacho. Lupita, siempre es un placer verte, saludó contento, pero no ves que estoy trabajando, ¿Por qué no me dijiste que Ada es esquizofrénica?, pregunté a bocajarro. Me miró con mucha seriedad. Se levantó, me indicó que me sentara (no lo hice), fue a cerrar la puerta y cuando se dio la vuelta sonreía. Ada no es esquizofrénica, Lupe. Lo miré sin entender, balbuceé algo sobre lo que don Aurelio me había dicho, y que había pensado que… Él volvió a sentarse en su sitio, los codos en la mesa y las yemas de los dedos juntas, lo que lo hacía más parecido a don Aurelio que nunca, porque ese gesto sólo se lo había visto hasta entonces a él, y sólo cuando estaba a punto de abordar un tema importante. En su familia hay antecedentes de esquizofrenia: parece ser que su abuelo, y su hermano. Pero ella quería ingresar aquí voluntariamente; (entre otras cosas que no vas a tener el placer de conocer) porque está escribiendo una tesis y va a usar alguna información que ha obtenido aquí; dice que nuestra santa casa blanca (alzó las manos como un monje refiriéndose a su iglesia) tiene la misma estructura que cualquier centro penitenciario. Utilizamos a su abuelo y a su hermano para ello, ¿entiendes? ¡No, no entiendo! Ahora no importa que te lo diga, nos has descubierto, sonrió. ¿Ves esto? (me lo mostró) es el alta. Sólo falta que yo la firme y estará oficialmente preparada para reinsertarse en la sociedad. ¿No es gracioso? Esa chiquilla podría ir adonde se le antojara, pero no puede salir del terreno propiedad de mi padre sin una firma mía, Me estás diciendo, siseé nerviosa, que Ada no está enferma y que no sólo quería ser internada aquí por capricho, sino que has utilizado tu posición para ayudarla a… a…, Básicamente, eso es, Lupe, ¡Pero eso es cochino e inmoral! Bueno, yo soy cochino e inmoral, así que todo está en orden, ¿En qué orden? Tranquilízate; fíjate, con los casos de esquizofrenia más o menos bien documentados, hasta su madre se lo ha creído. ¿Viste a la mujer que está esperando afuera? Es la abnegada mamá que ha venido a recogerla a ella y a tirarme los tejos a mí. Y a su niña le doy el alta ahora, ni antes ni después (firmando delante de mí el diabólico documento) porque ella misma ha decidido que su experimento ha concluido, Supongo que tu padre no sabe nada de esta basura, Por supuesto que no, pondría el grito en el cielo, como todos comprenderíamos y tú mejor que nadie, Entonces se lo diré yo, no mereces otra cosa. Se levantó de golpe como si fuera a echarme del despacho o mandarme al infierno. Pero se puso cara la ventana con las manos a la espalda, y añadió no te pases de lista, Lupita. Yo soy el hijo del jefe, y en el hostal de mi padre se hace lo que yo digo. O acaso olvidabas con quién hablas, ¿”Hostal”, canalla? ¿Escupes sobre todo lo que tu padre es y representa para nosotros, conviertes la burocracia de una institución que es una necesidad en un juego para ti y esa amante pérfida tuya, y todavía tienes valor para insinuar con ese grandilocuente tono de mierda que no debo olvidar que estoy hablando contigo, contigo, Lázaro, que eres como mi hermano? Lupe, no te metas en los asuntos de una familia que no es tuya, es lo único que te digo, y haz a solas la digestión de tu decepción. Porque si le cuentas esto a mi padre, sabes que no volverá a hablarme jamás, No me haría feliz que ocurriera eso, Ni a mí. Llamaron a la puerta. Lázaro dio paso. Me pareció el colmo que se tratara de Ada. Ahora me los imaginaba desnudos en la cama, fumando o bebiendo, y planeando cada miserable detalle de esta infamia, en lugar de decirse te quiero no yo te quiero más como hace la gente normal, y me invadía un asco brutal por todo el mundo conocido. Yo la miré furiosa y ella a mí sencillamente sorprendida. ¿Todo en orden, doctor?, preguntó como si hablara en un código secreto. Yo pensaba en que Lázaro nunca había hecho tantos turnos de noche como esos meses, en el tiempo en que Ada estuvo en el ‘Dolores de Dios, Nuestro Señor’ burlándose con su presencia de las necesidades y cuidados que los enfermos de verdad requieren, y entonces me di cuenta de que hacía, en efecto, varios meses que no me la encontraba… que Lázaro salía sin ella… Todo en orden, replicó él sonriendo, tomó una copia del alta y se la entregó. Quería despedirme de usted a solas, pero no importa, dijo la dulce farsante, mirándome a mí, Sólo quería darle las gracias. Por todo, doctor (mirándolo a él). No tiene por qué darlas, Ada, yo hago mi trabajo y el verdadero mérito de su mejora es sólo suyo. Acuérdese de tomar su medicación y podrá llevar a partir de ahora una vida normal. Sentí náuseas al oírlos expresarse tan hipócritamente, la manera de dar las gracias “por todo” de Ada era terriblemente obscena, y la idea de que hubieran estado cogiendo en alguna parte del ‘Dolores de Dios, Nuestro Señor’, incluso en ese mismo despacho, o en el de don Aurelio, lo cual me pareció todavía más aberrante, casi consiguió hacerme vomitar. La madre de Ada se acercó y estrechó la mano de Lázaro con innecesaria fruición, con las dos manos y más tiempo del contemplado como cortés, delante de las narices de ella, que tuvo la debilidad de cerrar los ojos porque ojos que no ven, mientras la madre invitaba al amable doctor Garzón a cenar esa noche a su casa, con ellas, para agradecerle tanta dedicación al caso de su querida hija y haberle devuelto la esperanza a una madre que la había perdido toda en el caso de la grave esquizofrenia del primogénito, y él respondía que aceptar tales muestras de gratitud excedía no sé qué protocolo relacionado con no sé qué profesionalidad. No sé si más que yo, pero Ada sufrió esa escena y eso me gustó. Se me ocurre que en su cabecita era algo así como “blasfemo” que su madre le tocara las manos a él. Ella, Lázaro a través de ella y yo a través de Lázaro, los tres sabíamos que Ada y su madre no vivían juntas desde los diecisiete años de ella (diferencias por lo del hermano, parece ser) y que en aquel momento la relación era como una planta muerta, así que me sentí de pronto en el seno de una vivencia extraña y vergonzante, rodeada por un atajo de hipócritas ocupado cada uno en representar un papel que los demás no se tragaban pero fingían tragarse, lo cual hacía de su hipocresía un perfecto proceso circular. Me horrorizaba ver a Lázaro formar parte de ese proceso. Una vez afuera, madre e hija nos dejaron en los escalones de la entrada y se dispusieron a abandonar el centro. Ada se giró antes de cruzar la puerta, no sé si era una sonrisa de enamorada para Lázaro o una sonrisa de escarnio para mí, o una mezcla, pero el caso es que sonrió, sí, y agitó la mano en son de despedida, como si fuera verdad que iba a desaparecer para siempre de la vida de él y por ende de la mía. Lamento decir que después de ese día Lázaro y yo nos distanciamos. A mí no me apetecía verlo, y supongo que a él le pasaba lo mismo. No le conté nada a don Aurelio e hice a solas la digestión de todas, de todas mis decepciones. Necesitaba pensar; esa época fue un respiro para mí. Pero, como precio a mi paz, no supe de cerca qué estaba pasando entre Lázaro y Ada después de la experiencia en el Psiquiátrico. Un considerable tiempo después, me llamó por teléfono, me dijo que nunca había estado enfadado conmigo, que no estaba seguro de que le hubiera perdonado por “aquello”, pero que siempre me querría, que acababa de comprar un vuelo para regresar a Sicilia al día siguiente y que necesitaba darme un abrazo, porque no pensaba volver. Fui a su casa de inmediato. Tenía un aspecto horrible cuando me abrió la puerta, ojeroso, medio alcoholizado. Me espanté y lo abracé lamentando no haber ido a verlo antes. Me marcho de aquí, Lupita, me iba diciendo mientras echaba cuatro prendas en una maleta vieja, quiero volver a Sicilia desde los quince años y nunca he encontrado una oportunidad, y ahora en lugar de esa oportunidad he encontrado mi límite: no aguanto ni un momento más bajo estas nubes de arena, no la soporto, me está chupando la sangre. Esta mañana he ido a ver a mi padre y he presentado mi renuncia, ¿Cómo se lo ha tomado?, Me ha dicho que si cruzaba esa frontera (la puerta) no quería volver a verme. Todavía escucho mi propio portazo. Voy a romper con todo este teatro, Lupe, para eso necesito dejar atrás cosas que valoro mucho y que no tienen la culpa del teatro, como tú, lo siento. Me dio el recorte. No me podía creer que estuviese viéndolo por última vez, lo abracé como si me fuera la vida en ello. ¿Quieres que te lleve al aeropuerto?, pregunté llorando. Gracias Lupita, pero he llamado a un taxi y prefiero que nos despidamos aquí, los aeropuertos son como los cementerios, ¿Sabe Ada que te vas?, inquirí y se rió histérico, Claro que no, exclamó. Si se lo hubiera dicho ahora estaría muerto.
Compruebo sobresaltada que Ada se me escapa. Aquel profesor (o lo que sea) regresa al edificio de la facultad, y ella ya ha salido del recinto y camina como con prisas, eso es lo único que me gusta de ella, que incluso pareciendo apurada por llegar a alguna parte se mueve con soltura, con una confianza que impone un poco y que la hace más guapa de lo que realmente es. Se me ocurre la tontería de que está huyendo de la luz del sol. La llamo una, dos veces. Se detiene y me mira, pero sigue avanzando como decidiendo que no merece la pena pararse más tiempo. Simpática zorra. Resoplo poniéndome a su lado, caminando con ella. Va cargada de libros, en el de arriba me da tiempo a leer ‘Derecho Penal Socialista’. Qué gusto verte, Guadalupe, me dice sonriendo, sin mirarme, como resignada a la conversación, ¿Cómo estás, Adita?, ¿Cómo estás tú? Sin duda me abordaste para contármelo, Bueno, bien: he vuelto a matricularme en la universidad, voy a terminar Medicina, anuncio con orgullo, ¿Por qué?, inquiere. ¿Cómo que “por qué”? (Todo el mundo sabe por qué hay que estudiar una carrera, insolente, la pregunta es por qué no la terminé). ¿Por qué lo hiciste tú?, contraataco, Porque podía, Guadalupe, pero ésa es mi razón no me la copies; y bueno, supongo que seguirás la estela de mi amante doctor y te meterás en el lodazal de la psiquiatría, Pues sí, eso haré, confirmo irritada (es lo que siempre he querido, pero vamos a lo que me importa las dos lo agradeceremos), ¿Sabes algo de Lázaro? Claro que no, sólo que está en Sicilia, Oh, ¿Por qué iba a tener yo más información que tú? Es que yo no sé nada. No me ha escrito y yo no sé dónde escribir, ni dónde llamar. Don Aurelio tampoco, pero ellos no acabaron en buenos términos así que no es tan raro… no sé, todo fue tan precipitado… Se ríe, Tampoco acabó precisamente “en buenos términos” conmigo, linda, Lo sé pero… (Silencio decepcionado por mi parte). Mira, a veces pienso que le pasó algo, porque aunque me dijo que quería romper con todo, me extraña no haber sabido absolutamente nada desde que se fue y…, Ya, ahí lo tienes, no divagues tanto. Te daré un consejo desinteresado, añade con resolución, te haces un flaco favor preocupándote por él; tu amigo siempre fue un egoísta, acaso crees que él está preocupándose de si tú te preocupas, claro que no, chica, sé lista y olvida. Hay cosas que no merece la pena recordar. Lanzo una carcajada de hielo. Bueno, perdona pero no todos tenemos tu frialdad, Ada. Me echa una mirada de desprecio. ¿Y cómo está tu novio nuevo?, pregunto en son de reproche. Nada de nuevo, Carlos y yo llevamos juntos dos pacientes años de amor, Es verdad, disculpa; es que hacía tanto que no te veía que es como si Lázaro y tú hubierais roto ayer. Silencio sombrío. Con qué diplomacia te expresas, Guadalupe, sabiendo como sabes que fue él quien me dejó. Me encanta escucharla decir eso, no puedo evitar sonreír sacando la feliz conclusión de que el tema aún le duele, aunque sólo sea en el orgullo. ¿Es cierto que no aceptaste aquella beca de investigación por Carlos, porque él no quería irse del país? Claro que es cierto, Ah, me extrañaba un poco; sí, me hubiera gustado echarle un vistazo a esa tesis tuya, la culpable de la beca, cómo se llamaba… ‘la tortura del Estado en Europa y de paso América’, o algo así, disculpa que no lo recuerde pero el título era casi tan retorcido como tus métodos y tú, digo esta vez sin verdadero ánimo de insultar. ¡Ja, qué encantadora! Pero ya que hablamos, no hablemos de tonterías: Carlos y yo vamos a casarnos, ¿¿De veras?? Sí, aún no se ha atrevido a pedírmelo, así que se lo voy a pedir yo, ¿Qué hay de todas esas peroratas sobre el matrimonio en las que te revolcabas como en lodo? Apenas las recuerdo, Guadalupe, porque ya he madurado y porque el amor cambia a las personas. Silencio. Algo me chirría en los oídos; la miro sin decidirme a decirle lo falso que me suena todo en su boca, que creo en su conversión o que la felicito por la futura boda. Mejor me callo. Aquí debemos despedirnos, Guadalupe, anuncia de repente como contenta, y me doy cuenta de que mi silencio ha durado más en el mundo que en mi cabeza. Miro a mi alrededor para situarme y leo escéptica: ¿en la tienda de animales ‘Isla del Tesoro de Long John Silver’? Exacto, exclama Ada en respuesta a mi extrañeza, Porque me urge comprarme un par de pájaros. No la creo, por supuesto, y me limito a sonreír. Veo que no tienes remedio, le digo como resignada, extendiendo la mano no muy segura de cómo hacer para despedirme. El segundo que duda en estrechármela me parece el colmo, deseo fervientemente no volver a verla jamás. Me da la mano con una sonrisa forzada. Suerte con la carrera, me dice, aunque no la necesitas. Estoy segura de que serás una digna sacerdotisa del discurso médico oficial, y no el ente subversivo que tu amigo resultó ser. Entrecierro los ojos con verdadero fastidio, nos soltamos las manos. Adiós Ada, Adiós Guadalupe.
‘El gran teatro de la justicia como venganza sacralizada del Estado y la tortura como juego judicial estricto: el progreso de la pena en los cuerpos de Europa y América’ cerda olvidadiza y malintencionada. Y para todo lo que contenía, el título no podía haberse retorcido menos. ¿Pero que sabrá ella? Se gira como para comprobar si entro o no en ‘la Isla del Tesoro’. Sé que no me ha creído, a veces decir la verdad es tan absurdo como ponerse a cantar en medio de la calle. Entro en la tienda; hay un par de clientes. Capitán, sonrío al dueño, que me adora, ¡Por fin vienes, querida! Tengo algo que no sé si te va a gustar más como pintora o como capitana del Ejército del Aire. Se ríe estridentemente de un chiste que sólo entiende él. ¿Qué?, pregunto confundida quitándome la bufanda, ¡Espérame un momento, un momento! Grita con ese fuerte acento suyo que lo hace parecer enfadado. Tómese su tiempo, John. Mientras, ¿me permite usar el lavabo? He tocado algo pegajoso, quizás mierda, con esta mano y… ¡Por supuesto, ni preguntes! Ya sabes dónde está, señala con el pulgar. Se me pasa por la cabeza que, dada la confianza que me manifiesta, quizás los clientes me tomen por su sobrina o algún otro tipo de pariente consanguíneo. Sería hermoso, me gusta John. Corro a encerrarme en el lavabo, me huelo la mano que huele a Guadalupe a Aurelio y a las camas blancas y puras del hostal de Aurelio a los dolores y a los olores de “Dios”, a todo, a todo lo repugnante. Es una maldición tener un olfato tan fino. Jabón, agua, jabón, me miro los ojos en el espejo, me arden en lágrimas de asco. ¡Qué encuentro tan desafortunado! Para una vez que olvido andar por la calle con la capucha, y no sólo me reconocen, y se empeñan en saludarme, sino que se trata de esa discípula del mal. Supongo que lo único que le interesaba era curiosear sobre Lázaro, él es lo único que hemos tenido en común alguna vez, y para ello era necesario tenerme diciendo estupideces durante dieciséis minutos. Bien, ha sido estupendo pero no volverá a ocurrir. Me seco las lágrimas y salgo. La tienda ya está vacía y John me espera apoyado en el mostrador, sonriendo. Observa, querida, me dice pletórico, y se aparta dejándome ver la jaula que ocultaba su enorme complexión. Araña…, exclamo impactada. Se ríe encantado, qué te parece, ¡Son arco iris con plumas, John!, estallo emocionada, ¡Ya te dije, parecen las paletas de un pintor, cierto! ¡Sabía que te gustarían, pero acércate, acércate, os presentaré! Me acerco, me inclino un poco, Queridos, les dice, ésta es Ada. Ada, los llaman diamantes de Gould. Por razones eugenésicas, las hembras procuran reproducirse sólo con los machos que tienen esto (se da toquecitos en la sien con el índice) del mismo color. Sonrío a los pájaros, me limpian la mirada. Antes de salir de la Isla me pongo la capucha. Reacomodo los libros, la jaula con las dos joyas emplumadas dentro, busco el coche; pongo a los pájaros en el asiento del copiloto; arranco, pensando. (…) ¿Por qué le habré dicho que voy a casarme con Carlos? Preferiría estar muerta. Sigo pensando que una esposa es una puta sacralizada por arte de magia masculina. Para colmo, hago algo más que “no quererlo” en el sentido convencional que todos esperan de una: le desprecio. Sólo me involucré con él más de la cuenta para que todos los que (creen que) me conocen olvidaran a Lázaro. Pero el hecho de saber que lo saqué del ejército de mentes sanas y bata blanca que está al servicio de Aurelio debería ser suficiente para delatarme. Además, por entonces pensé que si mi relación con Lázaro se iba al carajo, bien que me convenía asegurarme de conseguir otro enlace y la “Razón” de otro hombre que me diera acceso a los archivos de ese infierno laureado, que me vigilara la puerta y me guiara por los pasillos oscuros para no tener que encender la linterna. No se lo expliqué a Lázaro, por supuesto, no me apeteció, pero funcionó demasiado bien y ahora no sé cómo quitarme a Carlos de encima. Parece que ni la esquizofrenia era un buen motivo para apartar sus intenciones perversas de mi cuerpo. Si me servía de tapadera para enterrar la memoria de Lázaro ahora que ni Aurelio se acuerda de su hijo, Carlos ya no me sirve para nada. Y ayer subí y bajé dos veces a la cima de mi paciencia crucificada. El sinvergüenza me avergonzó delante de la araña divina ¡en su mismísimo templo! Imperdonable; digo que quiero ir a ver al padre Rodrigo sola y se empeña en acompañarme, digo que entraré al templo sola que en media hora me espere en la esquina, y entra detrás. Ilusa de mí, feliz de haberme librado de su presencia durante veintinueve hermosos minutos, me siento en el penúltimo banco esperando el fin de la misa, a punto de terminar; luego me levanto y doy la vuelta para no penetrar del todo en la nave central y me lo encuentro sentado en el último banco, mirándome. Mi cara debió de ser un poema, un poema a la vergüenza propia y a la vergüenza ajena y a la vergüenza de imaginarme a mí siendo él y haciendo eso. ¡Por todos los…! ¿Y pensar que su género gobierna el mundo, y que abusando de la maldición natural [la fertilidad] de mi vientre en rebeldía quiere ver en ese mundo una pequeña réplica de su persona, y convertirme en la fábrica de otro varoncito dominante y en una esclava de mente subordinada al tiempo de una mente inferior, la suya? Es la persona más reprimida, formal, estrecha y estúpida que conozco, ya no lo soporto más, me ahoga verlo, me ahoga que me toque. En los últimos meses “me ha dolido tanto la cabeza” que ahora me duele de verdad. Por suerte no es por la posibilidad de otro varoncito dominante por lo que me estoy preocupando. Me deshago de él antes del domingo o que me mate una araña el lunes. El tema se me ha ido un poco de las manos, debí hacerlo el soleado día en que mi madre le dio su aprobación. Bonito día aquel (cercano al del milagroso Accidente), uno de tantos en los que mi madre insistió en que la acompañase al templo “a pedir” por el alma suicida de Zacarías y a dar gracias porque a mí no se me hubiese llevado la misma enfermedad; sin duda fue cuando dije Estimada araña divina, gracias por los alimentos que exportamos al extranjero, por el concepto de amor sacrificial que me ha inculcado mi madre y por cortarle las alas a este cabrón. Y luego bajo el pórtico descubrí que todo había sido una encerrona para que comiera con Carlos y ella, con los dos, y a la vez. No comí nada, por supuesto; pero a cambio vacié solita dos botellas de vino y me prometí no repetir semejante experiencia, experiencia que por lo demás me sirvió para descubrir una nueva y repulsiva faceta de la rígida viuda católica: no le importa tomar como excusa “el alma suicida” de mi hermano para conseguir que yo acceda a representar ante sus bovinos ojos de madre el manido papel de novia dichosa. (…) Tomo la carretera de la costa, buscando el camino sin asfaltar. Tres horas después la civilización ha desparecido del mapa. Al fondo, peligrosamente cerca del acantilado, se perfila por fin mi cárcel de ladrillo y sueño. Es una casa sencilla, excéntrico capricho de mi abuelo muerto, cuya existencia no conoce ni mi madre. Aparco, dejo dentro los diamantes y los libros, y entro en ella en silencio; la puerta está abierta, cierro con cuidado. Después de mirar en cada habitación, voy a la de la celda de cristal. Es la estancia más grande, con una especie de apéndice octogonal, todo cristalera, que mira en dirección al mar, y es la que más nos gusta porque es donde están ellos. Aquí lo encuentro, como esperaba, tan abstraído en sí mismo que no me ha oído llegar, sentado en el suelo con la espalda en la pared y la mirada enredada en su cantante bosque de pájaros. Echo un vistazo alrededor, no veo la silla. Respeto un momento el silencio, porque la escena tal y como está es de lo más poética, pero luego sonrío, Levántate y anda. Me mira herido, sobresaltado, y enseguida sé cuándo y cuánto han estado llorando esos ojos. ¿Por qué estaba la puerta abierta? Porque salí a dar un paseo, ¿Dónde está la silla? Ella fue el principal motivo de mi paseo. Salgo por la puerta de atrás con el ceño fruncido y me acerco al borde del acantilado. Un viento antipático me revuelve la paciencia. Pienso un momento en cómo sería tirarse, estrellarse contra las rocas o el agua desde esta altura. Me dejo mecer un poco por el aroma del mar y bajo la mirada, buscando a la tercera víctima mortal. Esta vez se ha quedado encallada en el primer saliente de roca. Respiro hondo, rendida, me masajeo la sien con desesperación. Regreso hacia la casa. Ahora está sentado fuera, en los escalones de la puerta de atrás, mirándome como con curiosidad. ¿Crees que son baratas?, pregunto. No responde. Me siento a su lado. Sólo es por si llegas a necesitarla alguna vez… suspiro cansadísima. Sé que entiende cómo me siento, pero su estremecimiento de rebelión es más poderoso que eso, a veces incluso dentro de mí. Prefiero arrastrarme como las serpientes hasta que la artritis me lo impida, insiste con voz ronca, Curioso orgullo…, comento. Guardamos silencio un rato, escuchando solamente el crepitar lejano de las olas estrellándose muy al fondo, donde moran los muertos. Luego me baja la capucha, me busca la boca y me besa como si quisiera beberse mi cansancio. Ven, murmura, he traído dos nuevos inquilinos. Se me iluminan los ojos; ella se pone en pie. Te van a encantar, añade. Siempre ha tenido unas piernas hermosas, pero desde que yo no puedo caminar sus piernas poseen un especial y doloroso carácter erótico que me pone en las entrañas un fuego demente siempre insatisfecho. Me arrastro detrás a través de la casa, hasta la puerta principal. Los brazos me duelen de una manera atroz, así que la espero aquí. Regresa con varios libros y la jaula, en la que clavo un mirar ansioso, intentando contar los colores infinitos de los dos recién llegados. Ada empezó a llamarlos inquilinos cuando aún había un único inquilino en nuestra mazmorra de cristal, diciendo que estarían dentro sólo de paso, igual que los seres humanos empuñando los barrotes de este mundo “tejido universalmente por la araña divina”. Ahora solemos referirnos a ellos así. En silencio, ceremoniosos, ponemos a los nuevos con los demás. Les damos un nombre que sepamos pronunciar. Ada me deja solo después. Me entretengo un rato con los vuelos; luego la busco donde la chimenea, que ahora es el único sitio de la casa donde no hace frío. Ya le ha puesto leña y arde, y está sentada en el suelo, descalza, apoyada en el sofá y con mi dibujo en la mano. No está terminado, aclaro. Sonríe a medias, mirando el fuego, y lo deja a su lado junto al lápiz. Llego lentamente hasta ella; como el dibujo estaba a medias, yo estaba respirando a medias hasta el momento en que atrapo el lápiz y los trazos me atrapan a mí. Se lo entrego cuando acabo, respirando en paz. Es evidente que es el palacio de los inquilinos, dice. Asiento. ¿Dónde están ellos? No lo sé, es un sueño, y en mi sueño no estaban. Estaba eso, ¿Este… ser arrodillado? Es un hombre, castigado, Sí, pero qué hace ahí dentro, quién es, No sé si lo conozco, en el sueño sabía quién era, lo que había hecho para estar ahí, pero no su nombre, ¿Sufre?, Sufre. No puede caminar porque tiene los tendones rajados y no tiene pulgares; tú te acercabas, observándolo como a un insecto, abrías un poco la puerta de la jaula y dejabas dentro un libro abierto, y cerrabas la puerta, y el libro se revolvía como vivo, furioso, se separaban las mitades y se convertían en dos ratas con los colmillos llenos de sangre; le odiabas tanto que tu odio me quemaba la garganta, ¿Y dónde estás tú?, En ninguna parte; en el sueño sólo estabas tú, y él, como en el dibujo, Pero yo no estoy en el dibujo, sonríe, buscándose desconcertada, Sí; está hecho desde tus ojos, eres tú quien lo vigila. Alza las cejas. No sé por qué loca razón iba a malgastar mis días como carcelera de un tullido, Eso no está muy lejos de la realidad presente, doctora, Una criatura del cielo no puede nadar en la tierra, Yo no soy tu inquilino, Ni yo tu doctora. Llaman a la puerta, con tanta suavidad que no hubiéramos oído nada de no ser porque los inquilinos están (sorprendentemente) callados, silenciosos como cuervos pensativos. Nos miramos con el entrecejo fruncido. Espero que sea Ravaillac, me encantaría hablar con él, exclamo porque se ha puesto sombría. Se echa a reír, se levanta. Miro el dibujo, el fuego lo atraviesa desde detrás como una especie de corazón, haciéndome pensar en lo frágil que es el papel y en lo fuerte que es el fuego. Lo hago una bola con el puño, lo dejo en el suelo, donde no llama la atención. El péndulo del reloj lloriquea como un condenado atormentado por el tiempo; si el tiempo no tuviera nombre y el reloj no tuviera la pretensión absurda de encerrarlo en nombre nuestro, viviríamos más desconcertados pero ¿acaso eso sería peor que esas insoportables gotitas ‘tic-tac, tic-tac’ haciéndonos añicos la cabeza? Ada espera, digo impulsivamente, se gira a mirarme ya con el picaporte en la mano, interrogante, Te amo, Mentiroso, replica seria, no sé por qué. Cuando tiene abierto un centímetro de la puerta, lo de fuera la empuja dándole en la cara. Se pone sangrando la mano en la boca, ¿Carlos? Carlos, Ada, tenía que ver algún día la cueva de tus secretos o es que no hay justicia en el mundo, dice entrando y cerrando ante los atónitos ojos de ambos. Pues bienvenido seas qué otra mierda puedo decir, estalla ella, Ésta es la última vez que me gritas, la agarra del pelo, gime, la pone contra la pared, Cómo iba a imaginar, sisea herido, con tantas posibilidades como había, que me has convertido en un payaso por ser la puta de un lisiado, me rastrea con la mirada, es evidente que ha estado estudiando esta escena durante días y que estaba esperando a encontrarse con los dos, Prefiero ser su puta que tu reina, la oigo escupir sin tacto, Dilo otra vez malnacida, Prefiero… ¿Era necesario ser tan sucia conmigo, tan falsa? Contesta, silencio, Que contestes, le pone un arma en la sien, quita el seguro, perplejo veo a su abogado en un juicio, mi cliente crimen pasional, mi cliente enajenación mental transitoria, No… masculla Ada mirándolo a los ojos, ¿Y qué hay de esto? Se saca unos papeles arrugados del bolsillo, Ada ni los mira, cruzamos una mirada, creo que los dos sabemos lo que es. ¿Tu madre lo sabe? Es asunto mío, ¿Y yo; por qué no me lo dijiste, es que no tenía derecho a saberlo? ¿Eso crees? ¿Cómo mierda iba a dejarte embarazada? No sé, ¿cómo? Es porque él no puede no es verdad, No seas absurdo, Absurdo o no, voy a acabar con él, dice casi en su boca, y cuando acabe contigo estarás tan reventada por dentro que volverás a ser una mujer, y una mujer preñada, Si lo tocas te quemo vivo, No estás en posición de amenazar a nadie, Ada, la tira al suelo de un bofetón que termina de partirle el labio y viene hacia mí. No recuerdo nada tan repugnante como la idea de que, habiéndome reventado éste los sesos de un tiro, tenga que soportar a Ada lavando mi sangre, o peor, no lavándola. Ada se lanza contra él gritando suplicando y prometiendo despropósitos, estoy seguro de que ninguno de los dos la había visto alguna vez tan regalada, forcejean, desde antes de decirlo era evidente que no es a por ella a por quien ha venido, que ahora sólo quiere quitarla de en medio un momento, le mete el puño en el vientre y mientras ella se derrumba sin aire, histérica, incapaz, aprovecho para arrastrarme fuera de la casa, a la tierra, donde la sangre perezca sola, absorbida; oigo los tranquilos pasos de Carlos detrás, no hace falta que haga más para ir más rápido que yo, eso me da ganas de reír, supongo que piensa que estoy tratando de escapar y que voy a rogar que no me mate, Pinche cabrón, todos pensando que estabas en Italia y estás aquí cogíendote a mi novia con los dedos, grazna, silbo impresionado, me detengo al borde del precipicio, no puedo ir más lejos sin caer, cómo puede alguien tener en sus manos todo el control de la situación y ser tan ridículo al mismo tiempo, lloriqueando porque él es cornudo y yo impotente ¿no hay nada más interesante en qué pensar, nada más divertido que hacer, como pinchar a un lobo hambriento con un palo, a ver si muerde? Tened piedad de mí, regicida, sonrío mirándolo de lado, los dos somos caballeros sin espada, Te recordaba más calladito que gracioso, Garzón, ¿He malgastado mi último chiste?, Aunque tu padre dice que te has convertido en un desarraigado amargado y sarcástico hijo de puta, Sólo soy la obra fracasada de un artista incomprendido, Nadie sabe que estás en el país, eso va a hacer de ti un muerto invisible, sabías, Quizás, por si acaso tírame al agua después de disparar o Ada se abrazará al cadáver durante días esperando la resurrección, No voy a dispararte, el arma sólo era para asustarla a ella y ni siquiera está cargada, aprieta el gatillo, no detona, ¿Ves? Los tiros son sucios como los cuchillos y lo llenan todo de sangre, la echa al suelo y se saca una ya preparada jeringuilla del bolsillo, la pone a punto, ¡Una inyección, qué inspirado!, Esto es más humanitario y te dolerá más, por tanto es perfecto. Cianuro. Como si pudiera hacer mucho por resistirme, me inmoviliza por detrás rápida, bruscamente, antes de que ella se recupere, inyectándome a un tiempo la muerte y el castigo, las asfixiadas toses de Ada son ahora un llanto arrastrado, desesperado, acercándose de a poco a nosotros, sí duele, como prometió, siento que la sangre se me sale por los ojos y el corazón se hace charco, clavo las uñas y la frente en la tierra para no hacer ruido, la escucho llamarme por un rato pero ya no entiendo… quién es, suspiro, mi nombre se desmaya entre convulsiones escapando de la memoria del cuerpo de la tierra hasta que despierto en medio de la luz del alba y ella, celosa, corre a quemarme con su abrazo oscuro.

3 comentarios:

  1. Woh esposis, maravilloso, simplemente, alucinante.

    Me ha encantado que cambiaras de personaje en cada parte, por que me he sentido tan cercana a todas/os y he podido comprender sus formas de actuar, ya que veías como pensaba cada una/o de ellas/os.

    El final, no me lo esperaba para nada. No creía que Lázaro siguiera junto a ella. Todo lo contrario.

    Una historia genial, llena de matices, con un gran detalle y muy original la introducción del título en ella.

    Me encanto esposis, me alegra que emplearas tiempo (aunque fuera de estudio) en llenarme de intriga y satisfacción (quitándome tiempo también y de estudio... pero prefiero leerte ^^).

    Te quiero my wife.

    Pd. pero lo de la largaría debes de controlarlo, porque si todas hacemos dos hojas tú también querida debes de hacerlas. Y si te pasas, que no sean 18 (en times, por que con tú letra eran 24, que lo he comprobado)... por que es una barbaridad.

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  2. En realidad, odio dejar inscripciones por aquí, pero si no digo ya estas dos cosas no voy a poder dormir. 1) Escribir, con la edad, ha devenido en un castigo frustrante más que en una tarea placentera. 2) Con la letra esa, a espacio 1.5 y tamaño 12, son 20 hojas jajaja, no 24, sólo lo he puesto a tamaño 13 porque pensaba que era más cómodo para el blog, (mi portatil es más pequeño que un ordenador normal y nunca estoy segura de si algo es muy pequeño por él, o lo sería también pequeño en un ordenador grande. Con el porno me pasa lo mismo).

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  3. Leído!
    Madre mía jejej pedazo relato, hay cosas que no acabo de pillar, si bien el flujo de cosas que pasan es constante y con tu manera de escribir muchas veces me desconcierta y me pierdo en el flujo de los acontecimientos, pero me alegro otra vez de leerte y que dejes otra historia tuya en el blog:)
    Pd:de verdad con el porno te pasa lo mismo? jajaj

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