23/12/11

El secreto de Elena (Blanca)

- ¿No te pasa, que cuando eres infeliz, odias a todo el mundo que es feliz? – le pregunta Matie a Elena, mientras le da un sorbo al espumoso capuchino, que acaba de traer la nueva camarera del café, al que van todos los viernes.

- Siempre – afirma Elena con severidad, mientras corta cuatro en porciones exacta su bollo de crema pastelera. Con el cuchillo elimina la crema que se ha salido al cortarlo, y la aparta del plato, dejándola en un par de servilletas.

- Es como si quisieran regodearse de su buen estado de ánimo, sin importarles a penas, que tú puedas estar hecho trizas. ¿Verdad? – dice mientras le mira con ojos pesarosos.

- Incluso parece que quieran contagiarte su felicidad continuamente, compartiendo contigo, esas historias que no vienen al cuento, y te importan una verdadera mierda – dice indignada Elena, mientras estira su cabello, con su incomprensible tic nervioso – Como el otro día Sonia, que me contó en el trabajo, el magnifico viaje que había tenido en Estambul, este verano. ¿Pero tú crees que le pregunte a caso algo?. Pues no. Ella vino, con esa sonrisa, que le arrancaría a hostias, y me lo contó todo, con pelos y señales. Desde a cuantos tíos se tiro, cuantos souvenirs compró, hasta la terrible indigestión que tuvo al tomar un doner en mal estado. Me dijo que se paso dos días enteros en la cama por que no podía ni caminar. ¡Es una exagerada! – saca del bolso el paquete de Fortuna y enciende dos cigarros. Le pasa el primero a Matie, después de haberle dado dos largas caladas. Es su ritual especial.

- ¿Te trajo algo de Estambul? – pregunta Matie curioso.

- Sí, un llaverito muy mono – saca las llaves del bolso y se lo enseña – Me gusta por la linternita que tiene – dice con media sonrisa – Mira, se enciende de este botón – señala un pequeño botón rojo y lo pulsa con delicadeza.

- ¿Pero tú crees que este tipo de gente habrá tenido alguna vez un mal día? – pregunta dubitativo. Sorbe el último trago del capuchino y se limpia con la manga de la camiseta verde, la espuma reseca, que se le ha quedado pegada al labio. Elena fuma y mira pensativa a la calle - Puff… Elena… estoy harto de esta ciudad, de la gente en general y de mismo, en particular. Quiero un cambio en el rumbo de mi vida. Un giro descomunal, como un espiral que acabe con una increíble pirueta. ¿Me entiendes? – dice mientras le acaricia la mano.

- Sí Matie, soy la única que te entiende y no se si eso es muy bueno – dice mientras se aproxima a él y le da un suave beso – Me encanta cuando sabes a café. Te da un aire intelectual.

Se levantan, van a la barra, pagan el capuchino y el bollo de crema pastelera de Elena y salen de la cafetería, cogidos de la mano, caminando lentamente por la angustiosa calle central de la ciudad enferma. La pareja camina en silencio, sobran las palabras entre ellos.


Era una tarde fría y húmeda del otoño del 81’.
 Las hojas caían raudas de los escasos árboles de la ciudad hambrienta. Había llovido levemente, olía a limpio.
La joven pareja nostálgica acababa de salir de una cafetería donde el humo de tabaco negro invadía ,como gas a un laberinto, los pulmones de los clientes. Poco tiempo habían aguantado en el local.
Aquella misma tarde de noviembre, viernes oscuro y ruidoso, estrenaban en el cine central, la película Grease. El cine estaba abarrotado, fue un éxito rotundo. Muchas jovencitas iban en grupo queriendo ver de una vez la actuación sobre todo del actor principal, aquel bailarín perfecto que consigue enamorar a la niña rica de pelos dorados, en un no para de actuaciones musicales.
 A Elena le emocionaban los musicales, quería compartir ver ese flim con gente querida y por fin había convencido a su novio, un oficial de carabista, coleccionista de tebeos y que le sacaba dos cabezas de altura a la muchacha de mirar inocente y rasgado. También convenció a una amiga suya, Diana y ésta por no sentirse cohibida con la pareja, se lo dijo a su novio.
La dos parejas entre alegres risas entraron al cine antiguo, cincuenta pesetas les costó a  cada uno la entrada. También compraron cacahuetes rellenos de chocolate y bebidas de envase de cristal refrescante. Fue una tarde especial, llena de risas y emociones, como de despedida del ajetreo llevado a cabo durante toda la semana entre el trabajo y más trabajo.
Las muchachas alegres reían felices al ver la actuación del protagonista principal y su grupo, al bailar encima de un coche blanco de los años 50’. Los jóvenes cómplices se ponían tensos al ver la actuación de la melancólica Sandy cuando por fin, se vio el cambio radical de su aspecto, toda de negro elegante y con un cigarro en la boca.
Las canciones eran pegadizas y para Elena, que le encantaba bailar, le resultaba imposible no mover sus pequeños pies al compás de la música.
Matie y Pedro, no paran de hablar de si más tarde se quedarían un rato más por la ciudad, lo cual provoca que unas chicas detrás de ellos les hagan callar. Elena y su amiga ríen como dos niñas tontas.
La última actuación musical les indica el final de la película y un cúmulo de aplausos y vítores acompañan los créditos finales.
Final feliz. Perfecto. El curso ha acabado, pero la amistad no.
 Salen del cine y los rayos de luz de la calle principal les duele a la vista.
-Bueno, y ahora, que?¿Merendamos en una cafetería?-pregunta la muchacha de largos cabellos, de mirar rasgado, la bajita de Elena.
-Nosotros nos vamos ya, que la tengo que llevar a su casa y para un poco largo.-dice el serio de Pedro.
-Mira que eres pesado, te digo que no hace falta, que puedo llamar a mi padre desde una cabina- contesta entre risas, Diana.
-¿Qué más te da, si he venido en moto? Además, que estoy más seguro.
Diana pone los ojos en blanco.
-Cabezón como él solo- dice entre suspiros.
- Bueno, pareja, pues a más ver, ya nos veremos otro día, que esto hay que repetirlo.- dice Matie, muchacho de cabellos rizados y sonrisa perfecta.
Las parejas se despiden.
Matie y Elena deciden ir a tomar un café en el local que hace esquina.
Se conocieron desde hacía tres años, en una noche de discoteca. Era sábado y Elena tenia ganas de perder un poco de vista la casa que trabajaba limpiando, cuidando y cocinando de interna, en un barrio periférico; odiaba a la señora, sentíase muchas veces sola, lejos de sus padres desde los 15 años. Pero era sábado por la noche y un par de amigas le habían convencido para ir a un pub ruidoso y poco iluminado. Los cubatas estaban a 75 pesetas, pero Elena nunca bebía.
-¡Elena! Ven mujer, te voy a presentar a mi hermano- le dijo una de sus amigas.
La muchacha de mirada rasgada acudió obediente.
Y allí estaba el sonriente de Matie, con un cigarro en la boca.
Los hermanos se parecían sobremanera.
El chico le sacaba dos cabezas y Elena tuvo que estirar el cuello y ponerse de puntillas para darle un beso en cada mejilla.
-¿Quieres tomar algo? Te invito.- dijo casi chillando para ser escuchado el muchacho valiente.
-No gracias, no bebo.- contestó tímida la aludida.
-Acéptame un Coca-Cola al menos.- insistió el coleccionista de tebeos, con una sonrisa blanca.
Se gustaron mutuamente y empezaron a salir y contarse sus jóvenes vidas.
Los veranos, Elena se trasladaba con la familia que trabajaba de interna a un pueblo costero, no muy lejos de la ciudad. El joven de rizados cabellos iba los sábados, a veces en moto para verla solo unas horas. Tomaban el sol y hacíanse fotos en blanco y negro junto a la mar, que los invitaba a zambullirse en sus tibias aguas.
Presentaron mutuamente a sus respectivos padres. El padre de Elena y la madre de Matie eran de difícil temperamento y carácter fuerte.
Por aquel entonces, Elena ya había tomado la decisión de no perder la virginidad hasta el matrimonio. Quería sentirse limpia de pecado, pues era muy católica. Con lo que respectaba a esas ideas, era algo antigua; y Matie no encontró la forma de convencerla de lo contrario.
Veintiún años valientes los dos tenían en el cuerpo.
Mucha era la complicidad que mostraban. Pero había algo en la vida de Elena que se callaba y que su compañero no sabía.
La muchacha de mirada rasgada y voz aguda tenía una salud deficiente, a los trece años le diagnosticaron leucemia, una enfermedad terminal, su sangre era especial, demasiados glóbulos blancos en sus venas recorrían todo su ser.
Tenía unos miedos absurdos de al decírselo a Matie, de que éste la rechazara por su enfermedad, la cual no tenía la culpa de padecerla. Además, quería disfrutar todo lo posible la vida con aquel personaje flaco, pero atractivo. Mientras le quedara vida, viviría plenamente y tenía claro de que su enfermedad no iba a ser un obstáculo.
Quería vivir cada día como si fuera el último.
Matie tenía constancia de su deficiente salud.
El coleccionista de tebeos no se imaginaba nada, claro: pero su propia intuición sabía que algo le escondía aquella muchacha inocente, la cual bordaba en sus ratos libres cuadros con dibujos infantiles.
Era su secreto, su pena, su vergüenza.
Elena ante todo, tenía envidia de las personas a su alrededor, las veía y pensaban que eran afortunadas, incluso el pobre que pedía limosna en la esquina. Tenían salud, que es lo más importante. Pensaba que mucha gente no era del todo consciente de la suerte que tenían en sus narices.
-Elena ¿te pasa algo?, sabes que puedes contar conmigo, sabes también que no soy muy dado a pregúntatelo- le decía contadas ocasiones Matie, cuando la veía triste, callada y melancólica.
Ella solía dar excusas “me duele la cabeza, “estaba pensando en mi madre..”, pero lo que de verdad le carcomía los sesos, era ese secreto absurdo, ¡¡como si ella fuese la culpable!!, ¡¡como si hubiera cometido un crimen imperdonable!!  Sentía remordimientos posteriormente al no ser valiente en confesárselo a la cara. Veía a Matie inconscientemente traicionado, por no saber algo tan importante.
Aquélla tarde de noviembre prontamente crepuscular, discutían sobre la felicidad de las personas, el aburrimiento de sus vidas, así como la variación del precio de los cafés en diferentes bares de ciudad y de barrios. Los dos querían que esa tarde nunca se fuera, que nunca llegara el ocaso, que no hubiera lugar para despedidas absurdas.
Cuando el oficial de carabista le confesó que estaba harto del ritmo que tomaba su joven vida, del hastío que sentía de las personas y de él mismo, a Elena le sorprendió sobremanera, confesión sorprendente; el joven obtuvo como respuesta:
-¿Y que quieres Matie? Es la vida del pobre: tragar y aguantar. Otros están mucho peor. ¿Acaso no te alegro un poco la vida yo?- era la alma materialista  y sencilla de su novia.
-No me refiero a eso Elena, siempre pensando en lo mismo. No se, un cambio de aires, aunque sea unos días....
-Bueno, pues vamos a casa de mis padres, así te alejas de la ciudad. El próximo puente, en diciembre.
-Buff...que frío, en el interior; bueno, está bien, iremos en moto.
Se prepararon ambos para el viaje de tres días. No llevaban casi equipamiento; muchas cosas estaban en la casa del pueblo de Elena.
Era un cuatro de diciembre, cumpleaños de Matie. Veintidós años; a su novia, que hacía dos semanas los había cumplido, le gustaba ese número por las alusiones de “los dos patitos”.
Iban los dos encima de una Bultaco Montesa, al hombre coleccionista de tebeos, le gustaban sobremanera las motos, y cuando alguien le preguntaba:”¿es tuya?”, sonreía orgulloso y empezaba a alardear y vacilar, como si de un trofeo se tratara.
Era un viaje de una hora y diez minutos exactamente, en la cual Elena estaría todo ese tiempo agarrada a la cintura del conductor. Recorrerían contadas viñas de Castilla, así como algunos almendros, que ya habrían recogido su fruto. Decidieron anteriormente que pararían en un municipio cerca del encantador pueblo de Elena para descansar.
Pero eso nunca llegó a suceder.
Tarde descubrió el joven de sonrisa perfecta que no tenía frenos en la moto ¿qué habría podido suceder? Cualquier cosa; pero en esos momentos no había tiempo para ponerse a razonar el porqué. Tenía que cuidar de la muchacha ingenua que llevaba a su espalda.
Solo uno de los dos llevaba casco.
-Elena, hazme el favor: dime que confías en mi, solo eso.- gritó nervioso Matie.
-Pues claro que sí, ya lo sabes....¿a que viene eso? Estas temblando.-contestó asustada la joven de mirar rasgado.
-Vale, haz una cosa: coge mi... quítame mi casco y póntelo tu. Me molesta y no lo necesito, eso es todo.-intentó persuadirla.
-Vale, está bien, pero dime que pararemos dentro de poco.- Elena obediente, se lo colocó en la cabeza el único casco de ambos.
Pero la desgracia sobrevino y solo se salvó uno: el sacrificado.
El último recuerdo de Elena antes de desmayarse en el asfalto seco fue la imagen del ser que tanto admiraba, al que tanto añoraba, en el cual depositaba futuros logros, al que guardaba aquel secreto asqueroso, el hombre que le había salvado la vida desparramado en el suelo con un charco carmín rodeándole la cabeza. Sacrificadamente muerto, con los ojos abiertos en dirección el cielo azul, pero sin verlo.
¡Qué mayor prueba de amor podía ofrecer aquel personaje flaco y mal peinado!
Fueron trasladados al hospital de un municipio cercano.
Cada uno en una habitación, postrados en una cama....el hombre luchando por su vida...la mujer pronto despertaría y lloraría lágrimas de culpa y miseria, pensando que ella era la que tenía que estar en su lugar, sorprendiéndole aún el gran sacrificio que solo una persona amada podíale ofrecer.
Pero el joven oficial de carabista murió.
 Matie le había devuelto la vida.
Si hubiera sido capaz de confesarle su secreto, se lo merecía; él le había entregado tanto y ella tan poco. Ella era la chica débil, de salud precaria, él el joven fuerte y vigoroso que tenía toda la vida por delante.
Elena rehizo su vida, pero nunca olvidó aquel gran amor que salvó su vida, que dejó aparte el egoísmo y le entregó todo.
Valoró mas su vida y ya no le daba vergüenza su enfermedad. La vida había que vivirla sin miedo.
De alguna forma, el destino o la casualidad dictó que ella viviera, pero él no.
Blanca.

No hay comentarios:

Publicar un comentario