14/9/14

Miedo y azúcar (Rosæ)

La amistad de la anciana Ruth Zawisza con el padre Gabriel empezó un caluroso día de agosto de 1990. Él había ido a la residencia a confesar a una señora católica que desagradaba a Ruth sobremanera y que lo había mandado llamar por primera vez. El joven sacerdote llegó a la residencia como llega un estudiante a un colegio nuevo, andando con pies de plomo. Ruth se fijó en él enseguida porque le complacía la compañía de las personas jóvenes y le sonrió con aire distraído. Él le devolvió la sonrisa y se acercó tímidamente para preguntar por la susodicha señora. El destino ha querido, exclamó Ruth graciosamente, que la haya encontrado usted a la primera. Alegre, el padre Gabriel se sentó en el banco junto a ella y procedió a confesarla, pero de repente fue como si se hubiera dejado la sotana fuera. Sin él quererlo, aquéllo se convirtió más en una conversación sobre religión que en una confesión. Algo confundido, aunque “no exactamente disgustado porque había sido interesante”, el padre Gabriel se dispuso a partir al atardecer, no sin antes despedirse de la enfermera que lo había llamado. Así descubrió (sonrió a su pesar) que Ruth “le había mentido para que se quedara con ella, que en realidad era judía y que la otra pobre señora se había pasado toda la tarde esperándolo como agua de mayo”. Fue a disculparse de inmediato y prometió volver al día siguiente. Cuando atravesó el jardín, Ruth ya no estaba en el banco donde la había encontrado. Al día siguiente confesó a la señora católica y buscó a Ruth para desenmascararla. La encontró jugando a las cartas con otros viejos; ella sonrió, le pidió con desparpajo que los acompañase, y él así lo hizo. Bebieron limonada helada y el joven cura animó a todos con su actitud fresca y vivaracha. Luego dieron un paseo por los jardines y, desde entonces, daban paseos todos los sábados por la mañana, cuando él podía acercarse a la residencia. Él llegó a sentir por ella un respeto inmenso; la admiraba mucho; parecía sentirse muy sola, pero siempre la encontraba sonriente. Había sobrevivido a la guerra y a Birkenau, y a menudo le contaba cosas de aquel tiempo oscuro. Ruth sentía que el padre Gabriel había llegado a su vida precisamente para iluminar sus últimos pasos en este mundo (lástima que fuera católico); sus conversaciones con él le devolvían parte de la antigua vitalidad que creía haber perdido casi por completo. A veces lo amenazaba con lo que hubiera pasado si ella tuviera veinte años menos y se reían mucho juntos de esa posibilidad.

El padre Gabriel nunca lograba confesarla. Ruth no creía que tuviera sentido haber vivido toda la vida como judía para que un católico le cambiara la religión al final del camino. Cuando él lo proponía, como si fuera su responsabilidad salvar su alma, ella negaba con la cabeza, sonriendo con pesar, y decía “No he sido mala, no he sido mala, sólo tendría un pecado que confesar...”. Al padre Gabriel le intrigaba ese único pecado. No dudaba de que ella pensaba en algo concreto y, por la mirada perdida que solía acompañar al comentario, intuía que era grave y que la irritaba por dentro.
Cierto día de primavera, muy intrigado, se lo planteó así y ella lo miró con los ojos muy abiertos, sorprendida. ¿Irritarme por dentro? No me tome en serio, padre..., empezó, pero se le trabó la voz y clavó la mirada en tierra.

Habían salido de la residencia para pasear por los jardines municipales; dieron de comer a los patos, vieron a los niños reír al sol, y permanecieron mucho rato descansando frente al lago, donde más tarde acudiría la hija de Ruth, cuando terminara su trabajo en los juzgados. Ruth se removió incómoda. Los nudillos de las manos se le habían puesto blancos al apretarse las rodillas. El padre Gabriel puso su diestra sobre una de las arrugadas manos de su amiga, ofreciéndole una sonrisa cálida y comprensión. Ruth lo volvió a mirar. Tenía los ojos bañados en agua y pena, pero al fin se armó de valor y dijo Nunca se lo he contado a nadie: me daba miedo contarlo. Echó una mirada como asustada a su alrededor, pero la gente continuaba sus charlas, los niños y los perros continuaban con sus juegos y paseos, y nadie los miraba. Supongo que ahora no tengo miedo por mí, sólo vergüenza; solamente el nombrarla me da mucha vergüenza, y me da la impresión de que mi vergüenza es lo único que la mantiene viva, y cuando yo muera... Tragó saliva. Alicia Sniegowski era su nombre. Éramos compañeras en los campos. Recuerdo esa época como si la hubiera vivido otra persona, ¿sabe, Gabriel?, como si la hubiera vivido por mí alguien que se parecía a mí, pero que no era yo, era otra Ruth, un reflejo de mí, mientras yo observaba todo como desde arriba, a salvo. La otra Ruth era la que pasaba hambre, frío y miedo, y yo la que sobrevivió. Mi vida ya había empezado a oscurecerse al comienzo de la guerra, pero en los campos se manchó de oscuridad para siempre; era un constante ahogarme en lodo de color negro opaco, pero sin llegar a morir. Y desde entonces he intentado limpiar ese lodo opaco de mi vida, pero ha sido como intentar limpiar un cristal muy sucio y rayado, para sólo rayarlo más y mezclar con el color de lodo otros colores, pero nunca quitarlo del todo, aunque la opacidad se redujera un poco. Ruth respiró hondo y prosiguió tras un silencio pensativo. Alicia y yo dormíamos cerca; teníamos la misma edad; nos llevábamos bien. Un día me puse muy enferma y me dio parte de su ración de pan, y yo le di un cigarrillo una vez, como muestra de afecto. Ella fumaba; yo no, pero era útil tenerlos y yo me los guardaba. También intentaba guardarme el pan cuando creía que podría soportar el hambre, pero eso era muy difícil. Hizo otra pausa y dio un salto en el tiempo. Años después de la guerra, cuando iba a trabajar a la fábrica en la que conocí a Sówka (Ruth llamaba a su esposo por el apellido), me paraba a mirar por los cristales a la gente en los restaurantes. ¡Qué extraño me parecía ver a unas personas sirviendo comida a otras personas! Incluso ahora, cuando las enfermeras me dan un flan por postre o cuando veo a niñitos como ésos, con un helado o una manzana de caramelo en la mano, recuerdo lo que entonces significaba para mí un poco de pan, aunque tuviera gusanos, y la sensación de tener el estómago lleno me parece mágica. Sonrió con amargura. Cuando acabó la guerra y fui libre, prosiguió lentamente, no sabía qué hacer y no sabía qué era más absurda: si mi vida en Auswitch o después de Auswitch. No volví a ver a mi padre ni a mis hermanos, no tenía más familia, no sabía cómo localizar a mis amigos, porque la guerra los había desperdigado a todos. No tenía adónde ir, ni propósito alguno. Yo había querido cosas, pero ahora no las recordaba; había tenido seres queridos, pero estaban todos muertos. Era como estar muerta en todos los sentidos menos en el fisiológico. Miró al padre Gabriel, pero él no dijo nada; la escuchaba atentamente. Ella continuó. Alicia decía que tarde o temprano todo terminaría porque los alemanes perderían la guerra. Yo creía que estaba loca, me parecía que todo se había vuelto loco y cruel y que esa locura y crueldad habían venido para quedarse por mucho tiempo. Un mundo post-infierno me parecía inconcebible. Ella quería fugarse. A mí me parecía imposible y ella no terminaba de decidirse. Pero un día me anunció que lo haría pronto, por si quería ir con ella. Yo pensaba que quería intentar la fuga porque no tenía nada que perder, y que yo tenía algo que perder. Alicia quería ir a Francia, decía que tenía familia allí, hablaba de París como del paraíso. Mi padre y mis hermanos estaban en Auswitch I. Nos habían separado al llegar. Mi madre había muerto, así que ellos eran lo único que yo tenía en el mundo, ¿cómo iba a irme? Alicia me dijo que entonces era más seguro para las dos que no me contara los detalles de la fuga, que estaba planeando con otros. Ese día yo había descubierto que me habían robado los panes y los cigarrillos que llevaba semanas ahorrando y me sentía muy frustrada, así que le pedí que me dejara sus cigarrillos y otras cosas que podían servirme, como un poco de azúcar y chocolate que había conseguido esa semana y que me había enseñado muy orgullosa, en secreto. No sé si lo robó o si fue un regalo de alguna SS por algún servicio especial, porque no quiso decirme de dónde lo había sacado. Yo tenía envidia sobre todo por el azúcar y el chocolate. Insistí para que me dejara aquéllo que no iba a necesitar y se puso furiosa. Dijo que no me dejaría nada porque necesitaría de estas cosas fuera, quién sabía si le salvarían la vida en algún momento. Discutimos. Nos insultamos. Nos dijimos unas cosas terribles. La amenacé con contar a las SS sus planes de fuga si no me daba el azúcar antes de irse. Se volvió loca y una SS tuvo que separarnos. Terminó su castigo antes que yo y cuando se fue me dijo que se marcharía antes del amanecer, que Dios me castigara si la delataba. Sentí un odio inmenso de pensar que se burlaba de mí, que no me daría el azúcar y que se iría y yo me quedaría allí a morir en los hornos. Decidí que antes de que se marchara le robaría los cigarros, el azúcar y el chocolate. Alicia dormía en la parte baja de una litera y guardaba sus tesoros en la esquina superior de la cama; esa noche me deslicé hasta su litera, metí la mano bajo el colchón y saqué el paquetito del azúcar; triunfante, tuve el impulso de salir corriendo, ocultar el azúcar y volver a por lo demás, pero Alicia se despertó y me aferró el brazo para que lo soltara. Le di un puñetazo en la cabeza y le puse la almohada en la cara. Me soltó luchando por respirar, pero yo era más fuerte que ella y no podía incorporarse, así que no me costó inmovilizarla. La maté, ésa es la verdad, que yo la maté. Me di cuenta enseguida, en cuanto dejó de revolverse, pero aún sujeté la almohada contra su cara durante un rato, aterrada por si fingía, por si gritaba si la liberaba. Cuando los minutos pasaron y fue evidente que estaba muerta, la coloqué sobre la almohada como si durmiera, cogí el azúcar, que se había caído al suelo, los cigarros, el pan y el chocolate, y volví a mi cama. Me tumbé exultante, como si de repente fuera millonaria, pensando en todas las cosas que podría hacer con mis nuevas pertenencias. Me abracé a ellas y las oculté bajo un tablón cuando hubo luz. Un par de SS se llevaron el cadáver de Alicia por la mañana. La gente moría tan a menudo que no las oí preguntarse por la causa.

El padre Gabriel suspiró, mirándola. No había juicio en sus suaves ojos de cielo, pero Ruth sentía aprensión. Guardaron un largo silencio. Al día siguiente llegaron los rusos y eso fue el comienzo del fin, continuó. Las cosas aún tardarían mucho en estabilizarse, los alemanes huían de los aliados y fusilaban judíos en masa si tenían oportunidad, pero Auswitch había acabado y yo me encontraba libre; salí de allí por la mismísima puerta. Entonces lloré por Alicia. Si hubiéramos peleado un día más tarde, hubiera vivido para ver el fin del infierno, hubiéramos marchado juntas fuera de los campos y seguramente hubiéramos sido amigas hasta hoy. Nunca he superado esa culpa, concluyó abatida. Me torturan las innumerables posibilidades de su vida que pudieron haber sido y no fueron, porque me conoció a mí en el único momento de mi existencia en que fui capaz de asesinar a alguien por un poco de azúcar y unos cigarrillos que la lluvia terminó por estropear. Pero no puedo cambiar las cosas..., suspiró.


Una voz llamó a Ruth y ambos se giraron. Se acercaba a ellos una mujer sonriente de unos cuarenta años, con mirada dulce pero de presencia imponente, que vestía muy formalmente, llevaba el pelo recogido y cargaba un maletín. Parecía el tipo de persona que siempre está ocupada y va a todas partes con prisa. Gabriel y Ruth se levantaron cuando llegó a su altura. Ella dio un beso en la mejilla a su madre y extendió la mano al padre Gabriel, con una sonrisa de disculpa en los labios. Parecía creer que llegaba tarde, aunque ellos no se habían dado cuenta de la hora. Gabriel le estrechó la mano y ella se presentó. Alicia Sówka, padre, me alegro de conocerle por fin: ¡mi madre no para de hablar de usted! Lo aprecia mucho. A modo de respuesta, él sonrió a Alicia y echó una rápida mirada de sorpresa a Ruth. Nunca la llamaba por su nombre, siempre decía “mi hija” en su presencia. Ahora veía que su amiga había elegido enfrentarse a “la vergüenza de nombrarla” todos los días de su vida. Ruth ofreció a su joven amigo una amarga sonrisa de confirmación, mientras se aferraba al brazo de Alicia y le preguntaba por su trabajo cariñosamente. Alicia habló con fervor de algo que tenía a medias en los tribunales y sobre lo que Ruth parecía estar al corriente. Echaron a andar de nuevo. El padre Gabriel, pensativo, caminaba junto ellas, momentáneamente ignorado por ambas. La confesión de Ruth le pesaba en la conciencia como una losa y su corazón se revolvía incómodo con la nueva carga. Sentía que el amargado espíritu de la muerta los acompañaba en su paseo por la orilla del lago.

3 comentarios:

  1. Que confesión tan cruda. Aunque seguramente la carga del asesinato de Alicia le perseguiría durante años, el hecho de contárselo al cura la ayudaría para seguir avanzando.

    Que situación tan difícil, que se llegan a matar por algo tan mínimo con el azúcar.

    Un relato sobrecogedor.

    Te quiero esposa :)

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  2. es curioso.. yo creo que le confiesa ese secreto la mujer ya no tanto porque es cura y sabe que tiene derecho de no confesión de su testimonio, sino porque es simplemente su amigo (de hecho es judía y no creyente católica jeje)
    pues tía rose... un relato muy crudo y espeluznante, la verdad es que leyéndolo, me estaba poniendo en la piel de esa anciana y pfff el sentimiento de culpabilidad me remordería muchísimo la conciencia... real, duro como la vida misma. Son esas personas que han sufrido mucho pero que siguen adelante, y eso una pena que cosas como guerras sobre todo estas cosas se acentúen y veamos más importante bienes materiales que vidas humanas.
    siento que esa amistad va durar mucho tiempo...
    bLANCA

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  3. Grasias chicas ^^
    Ciertamente, se lo cuenta como amigo / no como cura. Lo de que sea cura es una indeseable casualidad xD
    Tratar con personajes que sepan más de Auswitch que yo se me queda grande, eso está claro, pero he ahí lo único que se me ha ocurrido con ése fuckin título =)
    Rosa

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