La
amistad de la anciana Ruth Zawisza
con el padre Gabriel empezó un caluroso día de agosto de 1990. Él
había ido a la residencia a confesar a una señora católica que
desagradaba a Ruth sobremanera y que lo había mandado llamar por
primera vez. El joven sacerdote llegó a la residencia como llega un
estudiante a un colegio nuevo, andando con pies de plomo. Ruth se
fijó en él enseguida porque le complacía la compañía de las
personas jóvenes y le sonrió con aire distraído. Él le devolvió
la sonrisa y se acercó tímidamente para preguntar por la susodicha
señora. El destino ha querido, exclamó Ruth graciosamente, que la
haya encontrado usted a la primera. Alegre,
el padre Gabriel se sentó
en el banco junto a ella y procedió a confesarla, pero de repente
fue como si se hubiera dejado la sotana fuera. Sin él quererlo,
aquéllo se convirtió más en una conversación sobre religión que
en una confesión. Algo confundido, aunque “no exactamente
disgustado porque había
sido interesante”, el
padre Gabriel se dispuso a partir al atardecer, no sin antes
despedirse de la enfermera que lo había llamado. Así descubrió
(sonrió a su pesar) que Ruth “le había mentido para que se
quedara con ella, que en realidad era judía y que la otra pobre
señora se había pasado toda la tarde esperándolo como agua de
mayo”. Fue a disculparse de inmediato y prometió volver al día
siguiente. Cuando atravesó el jardín, Ruth ya no estaba en el banco
donde la había encontrado. Al día siguiente confesó a la señora
católica y buscó a Ruth para desenmascararla. La encontró jugando
a las cartas con otros viejos; ella sonrió, le pidió con desparpajo
que los acompañase, y él así lo hizo. Bebieron
limonada helada y el joven cura animó a todos con su actitud
fresca y vivaracha.
Luego dieron un paseo por los jardines y, desde entonces, daban
paseos todos los sábados por la mañana, cuando él podía acercarse
a la residencia. Él llegó a sentir por ella un respeto inmenso; la
admiraba mucho; parecía sentirse muy sola, pero siempre la
encontraba sonriente. Había
sobrevivido a la guerra y a Birkenau,
y a menudo le contaba
cosas de aquel tiempo oscuro.
Ruth sentía que el padre Gabriel había llegado a su vida
precisamente para iluminar sus últimos pasos en este mundo (lástima
que fuera católico); sus conversaciones con él le devolvían parte
de la antigua vitalidad que creía haber perdido casi por completo. A
veces lo amenazaba con lo que hubiera pasado si ella tuviera veinte
años menos y se reían mucho juntos de esa posibilidad.
El
padre Gabriel nunca
lograba confesarla. Ruth no creía que tuviera sentido haber vivido
toda la vida como judía para que un católico le cambiara la
religión al final del camino. Cuando él lo proponía, como
si fuera su responsabilidad salvar su alma,
ella negaba con la cabeza, sonriendo con pesar, y decía “No he
sido mala, no he sido mala, sólo tendría un
pecado que confesar...”. Al
padre Gabriel le intrigaba
ese único pecado. No
dudaba de que ella pensaba en algo concreto y, por la mirada perdida
que solía acompañar al
comentario, intuía que era grave y que la irritaba por dentro.
Cierto
día de primavera, muy intrigado,
se lo planteó así y ella lo miró con los ojos muy abiertos,
sorprendida. ¿Irritarme por dentro? No me tome en serio, padre...,
empezó, pero se le trabó la voz y clavó la mirada en tierra.
Habían
salido de la residencia para
pasear por los jardines
municipales; dieron de comer a los patos, vieron a los niños reír
al sol, y permanecieron mucho rato descansando frente al lago, donde
más tarde acudiría
la hija de Ruth, cuando terminara su trabajo en los juzgados. Ruth
se removió incómoda. Los
nudillos de las manos se le habían
puesto blancos al
apretarse las rodillas. El
padre Gabriel puso su
diestra sobre una de las
arrugadas manos de su amiga, ofreciéndole una sonrisa cálida y
comprensión.
Ruth lo volvió a mirar. Tenía los ojos bañados en agua y pena,
pero al fin se
armó de valor y dijo
Nunca se lo he contado a
nadie: me daba miedo contarlo. Echó una mirada como
asustada a su alrededor, pero la gente continuaba sus charlas, los
niños y los perros continuaban con sus juegos
y paseos, y nadie los miraba. Supongo que ahora no tengo miedo por
mí, sólo vergüenza; solamente
el
nombrarla
me da mucha
vergüenza, y me da la
impresión de que mi vergüenza es lo único que la mantiene viva, y
cuando yo muera... Tragó
saliva. Alicia Sniegowski
era su nombre. Éramos
compañeras en los campos.
Recuerdo esa época como si la hubiera vivido otra persona, ¿sabe,
Gabriel?,
como si la hubiera vivido por mí alguien
que se parecía a mí, pero que no era yo, era
otra Ruth, un reflejo de mí,
mientras yo observaba todo como desde arriba, a salvo. La
otra Ruth era la que
pasaba hambre, frío y miedo, y yo la que sobrevivió. Mi
vida ya había empezado a oscurecerse al comienzo de la guerra, pero
en los campos se manchó de oscuridad para siempre; era un
constante ahogarme en lodo
de color negro opaco, pero sin llegar a morir. Y
desde entonces he intentado limpiar ese lodo opaco de mi vida, pero
ha sido como intentar limpiar un cristal muy sucio y rayado, para
sólo rayarlo más y
mezclar con el color de lodo otros colores, pero nunca quitarlo del
todo, aunque la opacidad se redujera un poco. Ruth
respiró hondo y prosiguió tras un silencio pensativo.
Alicia y yo dormíamos
cerca; teníamos la misma
edad; nos
llevábamos bien.
Un
día me puse muy enferma y me dio parte de su ración de pan, y
yo le di un cigarrillo una vez, como
muestra de afecto.
Ella fumaba; yo no, pero era útil tenerlos y yo me los guardaba.
También intentaba
guardarme el pan cuando creía que podría soportar el hambre, pero
eso era muy difícil. Hizo otra
pausa y dio un salto en el tiempo. Años después de la guerra,
cuando iba a trabajar a
la fábrica en la que conocí a Sówka (Ruth llamaba a su esposo por
el apellido), me
paraba a mirar por los cristales a la gente en los restaurantes. ¡Qué
extraño me parecía ver a unas personas sirviendo comida a otras
personas! Incluso
ahora, cuando las enfermeras me dan un flan por postre o cuando veo a
niñitos como ésos,
con un helado o una
manzana de caramelo en la
mano, recuerdo lo que entonces significaba para mí un poco de pan,
aunque tuviera gusanos, y la sensación de tener el estómago lleno
me parece mágica. Sonrió
con amargura. Cuando
acabó la guerra y fui libre, prosiguió
lentamente, no sabía qué
hacer y no sabía qué era más absurda: si
mi vida en
Auswitch o
después de
Auswitch. No
volví a ver a
mi padre ni a mis hermanos, no tenía más familia, no sabía cómo
localizar a mis amigos, porque la guerra los había desperdigado a
todos. No tenía adónde ir, ni propósito alguno.
Yo había querido cosas, pero ahora no las recordaba; había tenido
seres queridos, pero estaban todos muertos. Era
como estar muerta en todos los sentidos menos en el fisiológico.
Miró al
padre Gabriel, pero él no
dijo nada; la escuchaba atentamente. Ella continuó. Alicia decía
que tarde o temprano todo terminaría porque los alemanes perderían
la guerra. Yo creía que
estaba loca, me parecía que todo se había vuelto loco y cruel y que
esa locura y crueldad habían venido para quedarse por mucho tiempo.
Un mundo post-infierno me
parecía inconcebible.
Ella quería
fugarse. A mí me parecía imposible
y ella no terminaba de decidirse. Pero un día me anunció que lo
haría pronto, por si quería ir con ella. Yo
pensaba que quería intentar la fuga porque no tenía nada que
perder, y que yo sí
tenía algo que perder.
Alicia quería
ir a Francia, decía
que tenía familia allí,
hablaba de París como del
paraíso. Mi padre y mis
hermanos estaban en Auswitch I. Nos habían separado al llegar. Mi
madre había muerto, así que ellos eran lo único que yo tenía en
el mundo, ¿cómo iba a irme? Alicia me dijo que entonces era más
seguro para las dos que no me contara los detalles de la fuga, que
estaba planeando con otros.
Ese día yo había
descubierto que me habían
robado los panes y los cigarrillos
que llevaba semanas ahorrando y
me sentía muy frustrada,
así que
le pedí que me dejara sus cigarrillos
y otras cosas que podían servirme, como un poco de azúcar y
chocolate que había conseguido esa
semana y que me había
enseñado muy
orgullosa, en secreto.
No sé si lo
robó o si fue un regalo
de alguna SS por algún servicio especial, porque no quiso decirme de
dónde lo había
sacado. Yo tenía envidia
sobre todo por el azúcar y el chocolate.
Insistí
para que me dejara aquéllo
que no iba a necesitar y
se puso furiosa. Dijo que
no me dejaría nada porque necesitaría de estas cosas fuera, quién
sabía si le salvarían la vida en algún
momento. Discutimos.
Nos insultamos. Nos dijimos unas cosas terribles. La amenacé con
contar a las SS sus planes de fuga si no me daba el azúcar antes de
irse. Se volvió loca y
una SS tuvo que separarnos. Terminó su castigo antes que yo y cuando
se fue me dijo que se marcharía
antes del amanecer, que
Dios me castigara si la delataba. Sentí un odio inmenso de pensar
que se burlaba de mí, que no me daría el azúcar y que se iría y
yo me quedaría allí a morir en los hornos. Decidí que antes de que
se marchara le robaría los cigarros, el azúcar y el chocolate.
Alicia dormía en la parte baja de una litera y guardaba sus tesoros
en la esquina superior de la cama; esa noche me deslicé hasta su
litera, metí la mano bajo el colchón y saqué el paquetito del
azúcar; triunfante, tuve
el impulso de salir corriendo, ocultar el azúcar y volver a por lo
demás, pero Alicia se despertó y me aferró el brazo para que lo
soltara. Le di un puñetazo en la cabeza y le puse la almohada en la
cara. Me soltó luchando por respirar, pero yo era más fuerte que
ella y no podía incorporarse, así que no me costó inmovilizarla.
La maté, ésa es la
verdad, que yo la maté.
Me di cuenta enseguida, en cuanto dejó de revolverse, pero aún
sujeté la almohada contra su cara durante un rato, aterrada por si
fingía, por si
gritaba
si la liberaba. Cuando los minutos pasaron y fue evidente que estaba
muerta, la coloqué sobre la almohada como si durmiera, cogí el
azúcar, que se había caído al suelo, los cigarros, el pan y el
chocolate, y volví a mi cama. Me tumbé exultante, como si de
repente fuera millonaria, pensando en todas las cosas que podría
hacer con mis nuevas pertenencias. Me abracé a ellas
y las
oculté bajo un tablón
cuando hubo luz. Un par de
SS se llevaron el cadáver de Alicia por la mañana. La gente moría
tan a menudo que no las oí
preguntarse por la
causa.
El
padre Gabriel suspiró, mirándola.
No había juicio en sus suaves ojos de cielo, pero Ruth sentía
aprensión. Guardaron un
largo silencio. Al día siguiente llegaron los rusos y
eso fue el comienzo del fin, continuó. Las cosas aún tardarían
mucho en estabilizarse, los alemanes huían de
los aliados y fusilaban
judíos en masa si tenían oportunidad, pero Auswitch
había acabado y yo me
encontraba libre; salí de
allí por la mismísima puerta.
Entonces lloré
por Alicia. Si hubiéramos peleado un día más tarde, hubiera vivido
para ver el fin del infierno, hubiéramos marchado juntas fuera de
los campos y seguramente
hubiéramos sido amigas hasta hoy.
Nunca he superado esa culpa, concluyó abatida. Me torturan las
innumerables posibilidades de su vida que pudieron haber sido y no
fueron, porque me conoció a mí en el único momento de mi
existencia
en que fui
capaz de asesinar a alguien por un poco de azúcar y unos cigarrillos
que la lluvia terminó por estropear. Pero
no puedo cambiar las cosas..., suspiró.
Una
voz llamó a Ruth y ambos se giraron. Se
acercaba a ellos una mujer sonriente de unos cuarenta años, con
mirada dulce pero de presencia imponente, que vestía muy
formalmente, llevaba el pelo recogido y cargaba un maletín. Parecía
el tipo de persona que siempre está ocupada y va a todas partes con
prisa. Gabriel y Ruth se levantaron cuando llegó a su altura. Ella
dio un beso en la mejilla a su madre y extendió la mano al
padre Gabriel, con una
sonrisa de disculpa en los
labios. Parecía creer que
llegaba tarde, aunque ellos no se habían dado cuenta de la hora.
Gabriel le estrechó la mano y ella se presentó. Alicia Sówka,
padre, me alegro de conocerle por fin: ¡mi madre no para de hablar
de usted! Lo aprecia mucho. A
modo de respuesta, él
sonrió
a Alicia
y echó una rápida mirada
de sorpresa a Ruth. Nunca la
llamaba por su nombre,
siempre decía “mi hija” en su presencia. Ahora
veía que su amiga había elegido enfrentarse a “la vergüenza de
nombrarla” todos los días de su vida.
Ruth ofreció
a su joven amigo
una amarga sonrisa de
confirmación, mientras se
aferraba al brazo de Alicia y le preguntaba por su trabajo
cariñosamente. Alicia habló con fervor de algo que tenía a medias
en los tribunales
y sobre lo que Ruth parecía estar al corriente. Echaron a andar de
nuevo. El padre Gabriel, pensativo, caminaba junto ellas,
momentáneamente ignorado por ambas. La confesión
de Ruth le
pesaba en la conciencia como
una losa y su corazón se revolvía incómodo con la nueva carga.
Sentía que el amargado espíritu de la muerta los acompañaba en su
paseo por la orilla del lago.
Que confesión tan cruda. Aunque seguramente la carga del asesinato de Alicia le perseguiría durante años, el hecho de contárselo al cura la ayudaría para seguir avanzando.
ResponderEliminarQue situación tan difícil, que se llegan a matar por algo tan mínimo con el azúcar.
Un relato sobrecogedor.
Te quiero esposa :)
es curioso.. yo creo que le confiesa ese secreto la mujer ya no tanto porque es cura y sabe que tiene derecho de no confesión de su testimonio, sino porque es simplemente su amigo (de hecho es judía y no creyente católica jeje)
ResponderEliminarpues tía rose... un relato muy crudo y espeluznante, la verdad es que leyéndolo, me estaba poniendo en la piel de esa anciana y pfff el sentimiento de culpabilidad me remordería muchísimo la conciencia... real, duro como la vida misma. Son esas personas que han sufrido mucho pero que siguen adelante, y eso una pena que cosas como guerras sobre todo estas cosas se acentúen y veamos más importante bienes materiales que vidas humanas.
siento que esa amistad va durar mucho tiempo...
bLANCA
Grasias chicas ^^
ResponderEliminarCiertamente, se lo cuenta como amigo / no como cura. Lo de que sea cura es una indeseable casualidad xD
Tratar con personajes que sepan más de Auswitch que yo se me queda grande, eso está claro, pero he ahí lo único que se me ha ocurrido con ése fuckin título =)
Rosa