Durante
las próximas horas de este día de octubre de 1871, después de casi
diez años, Evan se encontraría de nuevo con Chiito. Se había
puesto de acuerdo con algunos cabeza de familia de las granjas
vecinas para acercarse a Chicago en busca de abuelos, hermanos,
sobrinos, otros familiares o amigos en apuros, o a echar una mano con
la reconstrucción de la ciudad. Hacía ya varios días que el lugar
había amanecido con diferentes versiones del impactante titular
“Chicago en llamas” estampado en la portada de los periódicos,
que los repartidores agitaban en las calles a la vez que gritaban la
noticia a los cuatro vientos. Pensando en Chiito, Evan no podía
dormir. Se lo imaginaba corriendo de aquí para allá, atrapado entre
los escombros, o ardiendo, y se le congelaba el alma de pena y
terror.
Evan
recordaba su infancia como una época de mucha hambre y nubes
oscuras. La aridez de la zona donde vivía se confundía en su mente
con la aridez de su propio corazón, que desfallecía todos los días
de congoja y desencanto. Pensaba que llevaba la carencia de amor
dibujada en cada arruga de su joven rostro.
Se
había ido de Chicago con quince años, cuando su padre lo echó de
casa. Su pobre madre había muerto de tuberculosis cuando Evan era
muy pequeño, y su hermano mayor había muerto en una reyerta durante
el año anterior. La figura de su padre se alzaba retorcida en medio
de su horizonte como una maldición encarnada en constante decadencia
y descomposición física y moral. Se pasaba el día bebiendo
whiskey, creyéndose el blanco de la ira divina, quejándose de sus
deudas y disparando con su viejo rifle a las ratas que vivían como
reinas en la casa. Evan dormía a menudo fuera, en la caseta del
perro, con el perro. Había empezado siendo un castigo, pero terminó
siendo la única manera en que podía dormir. A veces soñaba que
encontraba un mapa al paraíso y que la entrada estaba debajo de esa
humilde caseta.
Su
hermano había encontrado a Chiito escondido en la pocilga de un
vecino y lo había llevado a la casa, encerrado dentro de una caja,
cuando era aún un ridículo cachorro que estaba sucio y olía a
muerto. Evan le daba leche con una cuchara de madera, como si
alimentara a un bebé. Con el paso de los meses, la dulce criatura
creció como una hermosa planta y se convirtió en un magnífico
animal que resplandecía con la luz del sol. Evan se enorgullecía de
él como si fuera su mejor obra de arte. Lo quería tierna,
lealmente. Un día de otoño en que los gritos de la casa llegaron
hasta el cielo, el padre lo echó y le prohibió volver, encerró a
Chiito para que no se lo llevara y amenazó con pegarle un tiro si
asaltaba la casa en su ausencia. Llorando de rabia y resignación y
sin un lugar donde caerse muerto, Evan abandonó Chicago. Sus torpes
pasos lo llevaron a Indiana, donde se pudo establecer tras entrar al
servicio de una familia de herreros, convirtiéndose más tarde en
aprendiz.
En
Indiana se casó con su amada Elizabeth varios años después y con
la inestimable ayuda de la familia de ella construyeron una casa para
los dos. Evan sintóse feliz y lleno de luz y energía por primera
vez en mucho tiempo. Había encontrado en la familia de su joven
esposa la comunidad de gente que hubiera deseado para sí desde los
años más tiernos de su infancia. Personajes entrañables y
solidarios, lo acogieron con sonrisas dulces y comprensivas y no le
hicieron nunca preguntas sobre cosas que él no quería contar.
Relacionarse con ellos y verlos día a día era para Evan como nadar
en aguas cálidas después de un largo y desagradable invierno. Un
año después del matrimonio, Elizabeth dio a luz gemelas, dos
criaturas dulces y alegres como dos pasteles de nata y limón a las
que llamaron Gianna y Elsie. El incendio de Chicago y la marcha de
Evan coincidió con la semana del cumpleaños de las gemelas, por lo
que Evan soñaba con volver a su hogar acompañado del mejor regalo
de cumpleaños que un padre podía dar a sus dos soles: un Chiito,
pensaba, nervioso e ilusionado como un niño.
No
obstante, el miedo a no encontrarlo, encontrarse en cambio con su
padre, que el perro estuviera muerto y que el padre viviera, le
atenazó la garganta durante todo el viaje, que él se esforzaba en
mantener abierta a la esperanza cantando por el camino con algunos de sus
compañeros.
El
estado en que encontraron la ciudad horrorizó a todos. El paisaje
era triste y desesperante como un cementerio de fuego y ceniza. La
gente se movía como agitadas hormigas de un lado para otro,
atareadas con cientos de tareas de auxilio y reconstrucción. Evan se
separó del grupo y deambuló por la deshecha ciudad. La casa de su
padre se había convertido en cuatro palos negros que a duras penas
se mantenían en pie, y la caseta de Chiito había desaparecido. Evan
no sentía ningún amor por su padre y apenas le alteró deducir que
debía de haber muerto durante el brutal incendio; en cambio, la
ausencia de la caseta de Chiito le cayó en la cabeza como un rayo y
reventó a llorar.
Pero
un hilo de sol, tembloroso como su alma, acarició suavemente la
superficie de los escombros de lo que había sido la fachada de la
casa; dos orejitas y un hocico negro se asomaron al oír su llanto, y
se dibujó ante Evan el perfil del adorado animal, que saltó en su
busca moviendo la cola frenéticamente, aullando y jadeando con
inmensa excitación. Evan lloraba y reía, desesperado, extasiado. Durante unos confusos segundos, sin dar crédito a su buena suerte, se creyó dentro del más dulce sueño. Chiito ya tenía doce años, por lo que ya era mayor. Su pelaje
dorado estaba cubierto por un traje de ceniza mojada que le daba un
aspecto cómico pero, por lo demás, parecía ileso, aunque famélico.
En escenario tan desalentador, rodeados como estaban de muerte y destrucción, nadie prestó atención al
reencuentro de los dos amigos, pero la alegría de ambos se quedó un
tiempo en el aire, inocente, sin intención de insultar a los que
sufrían a su alrededor, brillando en la luz del atardecer como un arco iris de fuertes colores o los
polvos mágicos de un hada buena.
Ohhhhh que reencuentro tan bello, me he emocionado.
ResponderEliminarDos viejos amigos, separados y reencontrados por tal situación con el desastre de un terrible incendio en una ciudad.
Muy intenso el relato esposis, la forma de la naracción ha sido de lo más natural.
Me quedo con esta frase " dos criaturas dulces y alegres como dos pasteles de nata y limón (...)" me ha encantado la comparación de las niñas con unos pasteles xD
Te quiero esposa :)