El
agua se bebe las lágrimas de mi cara y me ahoga o me ahogo en mi
lamento que se mezcla con el crepitar de la lluvia. Humpty es mío,
mío, mascullo una y otra vez, sin cruzar el puente. Mi
vaquita se sienta en el suelo, confundido, refugiándose entre mis
piernas. Al verlo tan mojadito y helado las ganas de abrazarlo, dejar
plantado a Daniel, subir al primer barco que zarpe del puerto y jamás
volver a Irlanda me abruman dolorosamente. Me acuclillo y cojo el
morro de Humpty Dumpty para mirarlo a los ojos. Creo que por primera
vez en su vida no entiende qué me ocurre. Yo... no he podido
decírselo. Eso me hace llorar más fuerte; lloro sin miedo a ser
vista porque el río de paraguas que pasa por mi lado no puede oírme
llorar. Humpty quiere a Daniel, lo sé, por eso no quiero que lo vea.
¿Qué hago...? No puedo ir. Tengo un fuego horrible en la garganta,
un fuego que sangra, si el fuego pudiera sangrar. ¡Naoise, tienes
que ir, no puedes dejar esto así... No se lo merece...!, exclama con
rencor la parte siniestra de mi alma. Se avergüenza de mí. La hago
callar de un bofetón, ella gime. Está de un humor terrible. Cojo a
mi vaquita en brazos, lo tapo y lo meto dentro de mi abrigo, me lo
pongo cerca del corazón, de manera que desde fuera casi no se le ve,
y atravieso el puente hacia el monumento al padre de la patria, que
me mira con aprobación. A él ahora también lo odio, que no me mire
así, que no se ría. Cuando llego al monumento, me siento en la base
y espero. Sin darme mucha cuenta, tarareo aquella vieja canción de
mi infancia sobre las desventuras de ese huevo patoso. Humpty Dumpty
sat on a wall, Humpty Dumpty had a great fall,
lloriqueo. Algunas personas me echan rápidas, ocasionales
miradas de sorpresa, porque llueve y me siento en este charco. Pero
precisamente: porque llueve y Humpty y yo ya estamos mojados, ¿qué
importa sentarse sobre más agua? All the king's
horses and all the king's men couldn't put Humpty together again...,
lloriqueo. Tengo la luminosa esperanza de que Daniel no haya
entendido mi mensaje, de que no aparezca, de que no me encuentre,
pero este lugar no tiene pérdida, estoy en el corazón de la ciudad.
Vendrá. Nos encontrará. Me quitará a Humpty. Tiemblo aterrada.
Ese día se despertó la mitad
siniestra de mi alma y yo me quedé durmiendo. Normalmente nos
despertamos juntas y fingimos que somos una, pero aquel día abrí un
ojo, y viendo que aún llovía y que mi mitad siniestra caminaba
arriba y abajo por la habitación con una desesperación que no me
apetecía comprender, me tapé la cabeza con la sábana y fingí
dormir, para que no me acusara de cobarde o, peor, de indolente. Pero
tuvo la desconsideración de ponerse a hablar en voz alta y ya no
pude conciliar el sueño. De repente, todo le parecía mal, todo
estaba fuera de su sitio, decía temblorosa, haciéndome responsable
de cada maldito detalle de mi existencia. Siempre soñaba que tenía
que coger aviones que nunca cogía, soñaba que reprochaba cosas a la
materia prima del sueño que eran culpa mía y no suya. Estaba en una
casa en la que no quería estar, rodeada de gente que o bien
despreciaba o bien me era indiferente, en un país que había
terminado por aborrecer, añorando en silencio mi propia tierra y las
palabras de mi idioma por un par de padres por cuya causa había
terminado en este hoyo. Ni siquiera quería que se me cayera un pelo
en este suelo alfombrado de asco. Desde cuándo me parece noble
sacrificar las posibilidades de mi ser por cortesía, gritó de
pronto la parte siniestra, histérica, dando un puñetazo en la
puerta del armario que me alarmó. ¡La insensata iba a despertar a
toda la casa! Me levanté de la cama con los ojos incendiados de
impaciencia, me vestí, busqué las botas, ordené la habitación,
llené una mochila con las pocas cosas que consideraba 'mías', dejé
el teléfono en un rincón para que no pudieran localizarme y, por
venganza, entré en la biblioteca y enfrenté los tomos, dispuesta a
llevarme cualquier cosa que hablara de mí en la medida que fuese.
Localicé aquel hermoso ejemplar de Drácula encuadernado en
piel y esbocé una maliciosa sonrisa de lujuria. Estaba en checo,
poco me importó. Lo metí amordazado en mi mochila para que no se
echara a gritar, me planté en la estación de tren y compré un
billete para París. Desde París cogería el avión de mis sueños.
El siguiente tren salía dentro de media hora. La mitad siniestra de
mi alma estaba exultante, sonreía a todos con los que nos cruzábamos
como si fuera idiota, se sentó en un banco a mirar el pasar de la
gente, se cruzó de piernas muy satisfecha de sí misma y esperó
pacientemente la llegada del tren. En cambio, yo estaba preocupada.
Me senté a su lado, pero un poco alejada de ella para que no nos
relacionaran enseguida. Aún no había decidido si avisar a mis
padres o no; en el fondo, me dije, les guardaba algo de rencor, pero
la idea de regresar a Irlanda y no hacérselo saber me resultaba
extraña, grosera. Mi mitad siniestra se echó a reír sin ningún
respeto. Tampoco estaba segura de si me apetecía avisar a Bernard de
que iba a Francia. Ya no soñaba con él y regresar a París no era
para mí ninguna ceremonia, pero no sabía. Pospuse la decisión
hasta más tarde. Los viajes en tren siempre me inspiraban, bostecé.
Me sobresalté. Llevaba un año entero durmiendo con una carta suya
debajo de la almohada: la había olvidado allí, en la odiosa casa.
Dediqué unos perplejos segundos a darme cuenta de hasta qué punto
me eran indiferentes las cosas que tenían que ver con él. En
realidad, había asistido a los estertores de mi amor como podía
haber observado los estertores de Julieta en el escenario, con una compasión irresponsable, atenta, algo distanciada de los hechos. Esta vez,
la parte siniestra respetó, callada, mis pensamientos. Mi propia
indiferencia me había puesto triste y, aunque si tenía que ser
honesta, ella sentía cierto regocijo ante la certeza de la
indiferencia, no sonrió abiertamente para no herir mi sensibilidad.
Agradecí en silencio su silencio. Me esforcé un poco por resucitar
mi cariño por él, pero pronto me distrajo la hermosura de un perro
que parecía una vaquita, que llegó corriendo hasta el borde del
andén y se sentó mirando a un lado y a otro como si deplorara para
sus adentros la puntualidad del tren. La mitad siniestra de mi alma y
yo nos miramos y sonreímos. La vaquita parecía más impaciente que
nosotras. Era un macho joven y sano y no estaba gordo ni nada, era
por los colores que me parecía una pequeña vaca. Pronto llegó su
dueño y amigo. No supe decir qué edad tenía; sólo llevaba una
mochila y cargaba un cajón lleno de berenjenas. Dejó el cajón en
el suelo para descansar los brazos. Disfrutó de un par de minutos de
paz. Durante ese soplo de tiempo, se me antojó que tenía los pies
en un mundo distinto, en todos los sentidos que pueden exprimirse de
la palabra distinto: diferente y más claro que el azul
radiante de una mañana de verano. Para disgusto de todos los que
creemos que el silencio es oro aunque ni se vea ni se toque, pronto
se lanzó contra él una chica llorando con la fuerza de una ola. Era
más joven que él (eso seguro) y venía con una vieja furiosa que,
pensé, era la madre de ella. Más tarde supe que era la madre de él.
Continuaron a voz en cuello una discusión que, obviamente, no
consideraban terminada. Yo no lo entendía todo porque discutían en
checo. Él parecía abochornado. Replicaba a sus gritos a media voz,
como considerando que sus palabras no eran asunto de toda la
estación, pero a ellas eso no les parecía importante; la joven lo
aferraba del brazo con las dos manos, con una desesperación en los
ojos que me conmovió hondamente porque se ahogaba en su propio fuego
y nadie la ayudaba; la vieja lo zarandeaba del otro brazo como si ese
sencillo método aleccionador ya le hubiera servido antes para 'hacer
entrar en razón' a alguien; eso me pareció irritante, la vieja
entera me irritaba: me pareció que era una de esas personas que
tienen el dedo índice más grande que el corazón. A él parecía
darle asco todo esto. Pensé que se dejaba coger y zarandear como
precio a no ponerles las manos encima. La chica se colgó de su
cuello abrazándolo, violándolo a fuerza de besos en la boca; estaba
claro que sufría lo indecible, pero que exhibiera su dolor así sin
ningún pudor me pareció de lo más indecente; pensé que quería
ser compadecida, y no sabía si me parecía más obsceno compadecerla
o no hacerlo; pensé en Nietzsche, en eso de que cierta compasión
humilla y nos humilla; torcí la boca y miré hacia otro lado. El
tren empezaba a acercarse y todos suspiramos aliviados. Yo me levanté
de un salto y me puse al lado de la vaquita, que no se había movido.
De repente, la chica se lanzó contra el perro y el animal aulló por
el susto y huyó despavorido. Por primera vez, él pareció espantado
de veras. Se me pasó por la cabeza que, si ella retenía al perro,
él no se iría y que eso lo sabían todos. El perro era el punto
débil. Lo sabía el perro y el dueño, la amante y la vieja granuja,
que animaba con aspavientos a la otra a cazar al animal, de modo que
la chica siguió intentándolo en vano. El espectáculo que ofrecían
estaba llegando a la cima del ridículo. La vaquita corrió aterrada hasta el final del andén, la chica desistió y decidió
que eso era la guerra y que iba a vaciar su chorro de furia e
impotencia en el cajón de las berenjenas. Yo alcé las cejas. Empezó
a cogerlas una a una y a reventarlas contra el suelo, a los pies de
él y de la vieja gritona, a lanzarlas en la dirección en la que se
había ido la vaca, a reventarlas contra la vía del tren. Las
verduras alucinadas explotaban como minas en la vía. Un hombre con
uniforme de seguridad se acercó al grupo y detuvo la particular
danza macabra de la chica. Lo de tirar berenjenas a las vías del
tren estaba prohibido, la chica le gritó que no había visto escrito
eso en ninguna parte y el de seguridad se unió a la discusión. Me
di cuenta de que la vaquita vigilaba la escena acercándose y
retrocediendo tímidamente, los ojos del dueño buscaban al perro con
profunda ansiedad, pasaron por los míos pero no creo que me viese.
Pareció intercambiar una mirada cómplice con su perro y éste entró
en el tren de un salto en cuanto las puertas se abrieron. Lo vi
suspirar de alivio, me alegré por él, le deseé suerte mentalmente,
subí y busqué la parte del tren donde hubiera menos gente. Al
asomarme a uno de los vagones vacíos, descubrí a la vaquita sentada
en el asiento de la ventanilla, mirando el ajetreo de la estación a
través del cristal. Se giró hacia mí y nos miramos un rato; movió
la cola y me pareció que sonreía contento, así que decidí
quedarme en su vagón. Me senté enfrente. Mi mitad diabólica se
sentó a mi lado. Quizá debería llamar a Bernard, aunque sólo sea
para hacer un brindis tonto con el pasado. Si me cruzo con su mujer,
siempre puede hacerme pasar por una compañera de trabajo. Con
respecto a Albert no había nada que plantearse. Pisar París y que
él no lo supiera enseguida sería un crimen. Era mi alma gemela. De
repente, la vaquita saltó del asiento y voló hacia la puerta.
Daniel iba silbando el Himno a la Alegría por el pasillo del
tren, la vaquita había entendido la contraseña y había salido a
mostrarse. Después de la dramática escenita del andén, mascullé
más sorprendida que irritada, la elección de la melodía es un
descaro brutal. Esa maldita vaca es demasiado lista, exclamó mi
mitad siniestra dándome un codazo, fascinada, ignorando por completo
mi comentario. Nos callamos en cuanto entró él. Desde el principio
observé sus movimientos sin mucho pudor. Abrazó a la vaca y se
sentó en el asiento de la ventanilla. La vaquita no se enfadó y
pensé que su intención había sido precisamente guardarle ese
sitio. Se liberó de su abrazo y se acurrucó a su lado. Daniel y yo
nos miramos directamente y no pude evitar sonreír. Sonreí porque me
sobrevino la certeza de que íbamos a acabar en la cama (me pasa
pocas veces, pero cuando me pasa no es sin razón). Estoy segura de
que malinterpretó mi sonrisa; sin duda dedujo que había sido
testigo de sus vergüenzas en el andén y que sonreía por
solidaridad. No importa, también sonrió; de pronto se puso a buscar
algo "importante" en su mochila, sacó un viejo cepillo de
dientes y suspiró aliviado como un niño. Volvió a guardarlo. No
era momento para asegurarse de que llevaba el cepillo de dientes
encima y el gesto me divirtió. Él parecía cansado pero contento.
El flechazo fue inmediato. De repente, la mitad siniestra de mi alma
y yo nos encontrábamos hablando con él como si siempre nos hubiera
comprendido (supongo que fue en gran parte por la necesidad de una
mirada amiga que yo sentía en aquel momento), pero la primera razón
era que me encantaba su manera de escuchar. Me parecía que todo le
parecía importante y así no había manera de sentirse idiota. Se
echaba ligeramente hacia delante, con un codo apoyado en la rodilla y
bebiéndose cada detalle con los ojos. En cualquier caso, lo raro era
que la mitad siniestra hablara. Cuando estamos solas es de todo menos
tímida, pero normalmente es una tumba cuando hay alguien delante, de
manera que todas las conversaciones insustanciales que la gente
fabrica por 'romper el hielo' me las como yo. En cambio, Daniel le
gustaba. A mediodía, mientras yo le hablaba de mi extraña huida, de
lo que para mí eran Dublin, París y Praga, ella coqueteaba con él
a cada sonrisa (con
'sonrisa' quiero decir 'minuto'). Me enfadé, aunque ahora me temo que no se daba
cuenta; yo estaba tratando de hablar de algo que era importante para
mi vida y ella estaba calculando dónde podría hacerse. No
tenía remedio. Me tranquilizaba que la vaquita la vigilara. Fingía
dormir (vaca hipócrita, masculló la siniestra con una sonrisa
forzada) pero mantenía un ojo abierto y no se lo quitaba de encima,
como si fuera el hermano mayor de Daniel, y eso me dejaba casi
a solas con él. Adivinó que era extranjera antes de que mi mal
checho me delatara definitivamente y cuando le dije que me llamaba
Naoise adivinó el país. Dijo que estuvo allí, no estuvo mal; le
había gustado, sonrió, excepto por la cerveza. Ahora tenía una
amiga irlandesa. (Más tarde aclaró que con eso se refería a mí y
me reí sorprendida). Éramos diferentes en muchos aspectos y
teníamos en común algunas cosas, pero la que más me gustaba es que
nos habíamos sentido asfixiados en el mismo pliegue del tiempo y
habíamos explotado con el mismo sol. Daniel estaba casado con la
chica de la estación. Me dijo que esa chica había sido un accidente
en su vida y que su madre había sido otro accidente. A él no le
incumbía ni el destino de una ni el de la otra. Eran un par de seres
un poco mezquinos, un poco ignorantes, que estaban hechos el uno para
el otro y les había hecho un favor dejándolas solas. Él era una
pesadilla de la que las dos habían estado haciendo esfuerzos por
despertarse. Las estaba ayudando porque eran cobardes. Pero no se iba
por eso, por ayudarlas. Se iba porque llevaba demasiado tiempo con
los cables cruzados, sufriendo cortocircuitos. Porque de repente todo
le parecía mal. Él era pintor. Tenía un amigo profesor de pintura
que tenía una alumna brillante, se prendó de ella en cuanto la vio
y fue a hablarle antes de que su amigo los presentara. Estuvieron
toda la noche juntos, bebiendo, hablando, paseando, y acabaron en
casa de ella haciendo el amor. Él no le había dicho que estaba
casado y la chica no preguntó. Supuso que a ella no le importaba y
eso le gustó (era asunto suyo). Por la mañana iban a salir a
desayunar algo, él se vistió, ella salió del cuarto, no la vio en
un rato, esperó. Pensó que estaría en el baño, pero no; caminó
en silencio por toda la casa y entonces lo supo: todo lo había
soñado, la noche, la chica, el sexo. Buscó la ropa de ella en el
suelo como un imbécil para asegurarse de que no había soñado (como
si no pudiera soñarse con ropa en el suelo, se indignó). La ropa
seguía en el mismo sitio. Además, era la casa de ella, no podía
estar muy lejos. La chica vivía con dos chicos, no sabía qué
relación tenía con ellos, podían ser hermanos amigos o amantes,
ella sólo dijo "dos chicos". Entonces pensó que estaría
en la cama de alguno de ellos y decidió que estaba enfermo y casi se
echa a llorar. Al final abrió la puerta de la calle y ahí estaba
ella, apoyada en la baranda, delante del ascensor. Sonrió y él
sintió un alivio tan inmenso que se sintió inmensamente ridículo.
Había salido a llamar al ascensor y una corriente de aire había
cerrado la puerta, así que lo estaba esperando ahí. Desayunaron
juntos. Se gustaban. Él le dijo que se iba al día siguiente a París
y que era para siempre, así que se abrazaron, se besaron y no volvió
a verla. Pero después de haber sentido en sus oídos a la alumna
brillante derritiéndose de gusto se juró no volver a tocar a su
mujer (para no olvidar ese sonido nada debía pasar por encima de él
en su memoria y lo presente siempre pasa por encima de lo pasado) y,
como ella quería hijos, eso había supuesto un problema. Él no
estaba seguro de lo de los hijos, no podían presionarlo en ese
sentido. No podían presionarlo para nada. Recibía presiones por
todos lados y estaba hasta las pelotas. Un día durante la cena
anunció lo de París; necesitaba estar solo. En París tampoco
podría evitar estar rodeado de gentuza pero al menos esa gentuza
hablaría un idioma que no entendería. Su mujer puso el grito en el
cielo y le dijo que si se iba, que no volviese. Y no pensaba volver.
Aunque lo de Francia era temporal; tenía un par de amigos allí,
ellos lo ayudarían en lo que necesitara. Iba a irse dentro de dos
semanas, pero había adelantado el viaje. No podía dormir porque el
deseo de marcharse lo consumía. Me pidió perdón por la escena
absurda de la estación, le había sido imposible evitar que lo
siguieran. Me confesó, como yo había pensado, que no hubiera subido
al tren sin Sigmund (la vaquita). A menudo lo llamaba también
Hermanito, como nombre cariñoso, pero sí, su nombre era Sigmund
Freud. Yo me eché a reír horrorizada. ¿Por qué me reía? Si su
perro no era la reencarnación de Freud, lo era de algún discípulo
tan leal que merecía todo su respeto, aunque confiaba menos en sus
discípulos que en el mismo Freud. Hacía unos años, su novia y él
habían estado en Viena. El cachorrito indefenso que entonces era
Sigmund vivía en el portal de la casa de Freud. Lo vio una vez, dos
veces, cuando pasaron por allí por casualidad, y empezó a espiarlo
por curiosidad mientras la novia se perdía por una larga lista de
museos que a él le importaban un carajo. El perro sólo se movía de
ahí para ir en busca de comida al restaurante más cercano, pero por
lo demás apenas comía. Si tenía oportunidad se colaba en la casa y
vivía dentro hasta que lo echaban, y entonces se sentaba en la acera
mirando las ventanas como melancólico, hasta que se cansaba y volvía
a acurrucarse en el portal. Le impresionaba tan poco la presencia de
la gente que Daniel llegó a pensar que era ciego y que sólo vivía
de sonidos e intuiciones. Se dejaba acariciar (sin duda le gustaba
mucho) pero no se dejaba coger ni por niños ni por mujeres guapas,
porque tenía algún compromiso que Daniel no comprendía aún. Él
se enamoró del perro. Le reconcomía la idea de que su desamparo era
deliberado, de que sólo estaba esperando a alguien y él quería
saber a quién, qué ser humano merecía tanta devoción por parte de
un animal, nadie, nadie era un ser humano tan digno, así que se
pasaba horas y horas oculto cerca de la casa esperando al dueño,
sólo para verlo, ni siquiera sabía si se atrevería a hablarle. Su
novia se burlaba de él. Un día abandonó los museos para hacerle
compañía y puso fin a su absurda espera. Era evidente que Daniel
estaba malinterpretándolo todo. El perro no podía haber conocido
y/o amado a Sigmund Freud porque era demasiado joven y la idea de que
el espíritu (si es que existía tal cosa) de Freud estuviese
encerrado en el cuerpecito del cachorro era la cosa más tonta que
Daniel había dicho en toda su vida (y había dicho muchas cosas
tontas). Estaba claro que al perrito ni siquiera le gustaba Viena.
Estaba en ese portal sólo porque Daniel estaba de pie en el portal
de enfrente y estaba esperando a que se decidiera a llevarlo a Praga
con ellos. Daniel se rió torturado, la besó en la boca y salió
corriendo a abrazar al perro. Sigmund le dijo que no hablaba checo
pero Daniel prometió que le enseñaría y se juraron amor eterno.
Escucharlo hablar así me hacía sonreír como una idiota; hasta la
mitad siniestra de mi alma tuvo un chispeante ataque de ternura del
que luego renegó, pero al menos reconoció que le gustaba esto:
estaba claro que Daniel no hablaba en esos términos con tanta
seriedad por hacernos gracia, y que hacernos gracia con ello le daba
lo mismo, sino que realmente pensaba en términos tan
cariñosos en lo que a la vaquita se refería. Las berenjenas eran un
regalo (no aclaró si regaladas o para regalar); de cualquier manera,
había dejado el cajón en el andén, estaba vacío. El gesto de
reventarlas lo había hecho polvo, le había dado mucha vergüenza
presenciar la rabia de ella en público. Desde ahora en su arte
podría usar las berenjenas como motivo de los celos o del deseo
frustrado por poseer algo, divagó un rato, pero lo descartó de un
manotazo diciendo que sólo podríamos entenderlo nosotros, Naoise,
Sigmund y Daniel, y la gente de la estación. Un motivo tan mudo no
valía nada porque no comunicaba nada, era un motivo que hablaba para
adentro; eso le habría gustado hacía unos años pero en este
momento de su vida no le gustaba. Las horas se me pasaban como
pájaros. El tren hizo una parada y bajamos a comer algo. Sigmund
también vino, lo escondíamos para que no nos llamaran la atención.
Yo estaba pletórica, convencida de que había encontrado un tesoro,
de que iba a tener en Daniel al mejor de los amigos. Y me felicitaba
por haber salido hoy hacia París (llevaba varios meses pensando
subterráneamente en ello y no me decidía), y de que él hubiera
adelantado su viaje por impaciencia, y de que mi parte siniestra
hubiese escogido sentarse precisamente en ese banco a esperar
y de que hubiesen pasado cerca de mí la vaquita y los gritos y las
berenjenas aplastadas contra la vía, porque no me imaginaba cómo,
de no haber ocurrido todo tal cual ocurrió, iba yo a fijarme en él
con la misma atención o iba a encontrar gracioso sentarme enfrente
de un perro en el tren, aunque pareciese una vaca por los colores.
Las casualidades pequeñas que se hacen grandes en una vida que las
interpreta como grandes siempre me han parecido cosas mágicas. Uno
puede provocar estos sucesos, y entonces más que causalidades me
gusta llamarlas casualidades causadas, como yo sentándome enfrente
de la vaca en el tren, porque hice cálculos mágicos y la magia me
dijo que seguramente él se sentaría aquí, por su perro y, después
de lo del andén, a mí de repente me apetecía tener una excusa para
hablarle, porque me había inspirado simpatía su poco envidiable
situación. Pero porque uno pueda provocarlos o colaborar con ellos
no se me antojan menos mágicos. Incluso después del teatro del
andén, yo podría haber pasado de largo cuando vi a la vaca en la
ventanilla. Eso hubiera impedido toda conversación a pesar de todas
las casualidades precedentes y hubiese sido el fin de lo no-nacido,
si es que lo que no llega a nacer puede tener algún fin, en todos
los sentidos que pueden exprimirse de la palabra fin:
finalidad de una cosa y el final de algo como los finales de los que
la muerte entiende. Daniel había estado ojeando mi Drácula
robado y, al bajar para comer, lo metió distraídamente en su
mochila (por eso lo perdí). Supongo que pretendía seguir leyendo
algo más tarde. Como el libro estaba en checo, yo encontraba más
sentido a que lo leyera él: yo estaba harta del checo. Me lo cambió
"temporalmente" por un libro mucho más pequeño que por
casualidad llevaba encima y que estaba en inglés. Se llamaba El
vizconde demediado, o sea, el vizconde partido en dos. Lo dejó
en el asiento, a mi lado, pero yo no lo cogí. Lo miraba leer a él o
le pedía que me leyera. Su cadencia me resultaba placentera, aunque
fuera en checo.
Hay casualidades diestras y
siniestras, rojas y negras, agradables y desagradables. A veces creo
que las de un lado anulan a las del otro, porque pueden ser más
pesadas y avasalladoras que una serie de casualidades opuestas
fuertes pero mucho más sutiles. El tren hizo una breve parada en un
pueblo alemán que yo no conocía, pero donde Daniel había estado
hacía dos años y del cual tenía buenos recuerdos. Tenía que hacer
una llamada a París y, como los dulces de esta región eran famosos,
aprovecharía para comprarme unos cuantos. Yo no bajé porque Sigmund
se había dormido con la cabeza en mis piernas y me dio pena
despertarlo. Nos sonreímos sin decir nada y bajó solo. Entonces
empecé a leer El vizconde demediado; mientras,
mi parte siniestra miraba risueña por la ventana. Como las paradas
anteriores habían sido más largas, los dos calculamos que tenía
tiempo de sobra para volver, pero a los quince minutos las
puertas se cerraron y el tren se puso en marcha perezosamente. No
dándome del todo cuenta de lo que ese ruido significaba, solté el
libro, me levanté de un salto y me lancé fuera del vagón a
intentar reabrir la puerta. Sigmund me siguió espantado. Choqué
contra el cristal en vano. No había nadie alrededor. Daniel ya se
acercaba corriendo pero también se dio de bruces contra la puerta.
Soltó los dulces y rodaron por el suelo como naranjas. El tren había
empezado a moverse y caminó al lado, desconcertado. Me miraba con
desesperación, pero me di cuenta que estaba bloqueado y de que no
sabía qué hacer. Lo único que se me ocurrió fue correr de vuelta
al vagón, cerrar su mochila, abrir la ventanilla y dársela, para
que no perdiera el dinero, la documentación y el cepillo de dientes.
Corrió un poco y pude ponérsela en las manos, pero ninguno abrimos
la boca para decir algo útil y pronto el tren cogió velocidad y
terminó con la posibilidad de la palabra. Yo le hice gestos que ni
siquiera entendí entonces y que querían significar un encuentro en
París. Él sólo me miraba perplejo, impotente; con la mochila
abandonada en el suelo observaba estúpidamente el alejamiento del
tren. Sigmund se había subido al asiento y le ladraba a la ventana,
protestando por este adiós tan brusco. Me crucé de brazos sobre el
borde del cristal, ladeé la cabeza y observé cómo la estación se
hacía cada vez más diminuta hasta que sólo pude verla con el
recuerdo. La mitad siniestra de mi alma lloraba, pero yo mantuve la
compostura y traté de pensar con frialdad. Entonces me di cuenta de
que acababa de lanzar mi precioso Drácula robado por la
ventanilla. Sonreí fastidiada. Me masajeé las sienes. No tenía
sentido intentar hacer que el tren se detuviera a mi capricho, no
sabía cómo contactar con él en París y no hubiera sabido cómo
hacerlo en Praga; de todas maneras ninguno de los dos tenía
intención de volver a Praga; no tenía ni una dirección, ni un
teléfono, ni siquiera sabía su apellido. Suponiendo que su plan
siguiese siendo llegar a París, no sabía cuándo podría hacerlo.
Él sólo sabía que me llamo Naoise y que iba a París para coger un
avión para volver a Dublin. Eché una mirada dubitativa a Sigmund.
Se había acurrucado como con frío y miraba cabizbajo al suelo. Me
pareció que tenía los ojos llorosos. El corazón se me partió en
dos pedazos y me dejé caer en el asiento. Estaba muy nerviosa. Unas
horas más tarde llegamos a París. En la estación, tuve el detalle
absurdo de dejar el teléfono de mi hermana en la consigna,
explicando por encima la situación y pidiendo que se lo dieran si se
le ocurría pasar por ahí. Pero las posibilidades de que a partir de
ahora se nos ocurrieran las mismas cosas eran tan escasas que no
albergué ninguna esperanza. A lo mejor Daniel iba a preguntar a la
consigna si yo había dejado ahí algo para él, concretamente el
teléfono de mi hermana, pero sólo con que se lo preguntara a una
persona diferente, mi detalle habría sido en vano. Llamé a Albert,
vino a por mí a la estación y estuve una semana en su casa. Todas
las tardes paseábamos un rato con Sigmund por la estación, pero
nunca vimos a Daniel, ni supimos que hubiera dejado alguna nota en
alguna parte. Luego volví a Dublin. No podía seguir llamando
"Sigmund" a Sigmund (me daba risa), así que le cambié el
nombre y le puse Humpty en honor de cierto personaje de Carroll que
llama a las cosas como le da la gana porque quien manda es él (para
mí siempre ha encarnado una bella metáfora de la muerte de toda
comunicación), y también un poco en honor de ese huevo patoso de mi
infancia que trepaba a los muros y tenía grandes caídas.
La
última vez que Albert vino a Dublin fue la tercera semana de
septiembre, hace ya siete meses; hizo coincidir su visita con el
diecisiete porque es el día de mi cumpleaños. Mis amigos y él se
llevan muy bien y esa noche habíamos salido todos a celebrar mi
cumpleaños o bien a celebrar algo sólo por el afán de celebrar
algo. Albert y yo íbamos borrachos cuando nos paramos en la esquina
de Aston Quay a despedirnos del resto. Diciendo algo sobre "mi
amigo checo", Albert me dio un codazo y me hizo reparar en la
pintura de la esquina: un tren visto por detrás estaba bien
delineado en una parte de la pared; la historia continuaba doblando
la esquina y mostraba a alguien de espaldas observando estúpidamente
el alejamiento del tren. Yo había olvidado a Daniel y lo recordé de
pronto sólo porque Albert lo nombró. Aunque el motivo del dibujo no
hubiese sido ése, me hubiera llamado la atención por las exageradas
proporciones, pero no hubiera podido inferir que Daniel era el
artista porque mucha gente pierde trenes y 'perdió un tren' es
incluso una manera de decir que uno desaprovechó una oportunidad, y
por tanto es un motivo fácil al que recurrir en cualquier tipo de
arte. Albert y yo nos reímos sin razón, nos fuimos a dormir y me
desperté feliz y sin resaca. No volví a pensar en ello hasta unos
días después porque, yendo con Saibh al cine, nos encontramos a lo
largo de una calle un extraño cordón de berenjenas dibujadas en la
pared, una detrás de otra como si danzaran todas juntas hacia alguna
parte. Miré perpleja el muro: eran berenjenas, no cabía duda. Saibh
y yo nos miramos en silencio, pero no comentamos nada. A la gente
parecía hacerle mucha gracia este curioso suceso. La idea de que
Daniel me estuviese dibujando mensajitos por la ciudad aún no había
tomado forma en mi mente. Pero con los días, el cordón de las
berenjenas locas llegó a alargarse pacientemente por varias calles
del centro, por la noche bajaba hacia el suelo como un camino de
baldosas amarillas pero como un camino de baldosas con berenjenas y,
cuando llovía por el día, las berenjenas del suelo se diluían en
un río morado y cuando oscurecía y la lluvia se iba a otra parte
las berenjenas se emborrachaban y se subían contentas por las
paredes formando una enredadera desesperada, interminable, y
continuaban paseándose por la ciudad como buscando algo. Sí, como
buscando algo. Empezó a obsesionarme la idea de que Daniel estaba en
Dublin y de que las berenjenas, aquel motivo mudo que podía
significar celos o el deseo frustrado por poseer algo, querían
decirme que había llegado hasta aquí porque quería a Humpty de
vuelta. Mi corazón todo era un gran NO. Humpty es mío mío todo él,
murmuraba antes de dormirme rezando para que Daniel no fuese el padre
de las berenjenas locas. Poco a poco, las berenjenas empezaron a
enfurecerse, recorrían los mismos muros dos veces, en dos líneas
paralelas que se entrecruzaban formando nudos de berenjenas que
tropezaban y se chocaban entre ellas, cayéndose, se quejaban por
tanto tropiezo y la frustración las hacía cada vez más deformes y
monstruosas. Una mañana apareció otro dibujo igual de grande que el
del chico del tren, en la misma calle; representaba dos extraños
personajes sentados en la barra de un pub con sendas pintas delante.
Uno de ellos, sin duda alguna, era el conde Drácula. Parecía
preocupado y escuchaba muy atentamente a su compañero, una figura
encapuchada y extravagante que no identifiqué. No parecía completo,
o sea, no parecía físicamente completo, pero la capa negra
que le cubría el cuerpo le impedía a uno asegurarse. Deshecho,
apoyaba un codo en la barra y ladeaba la cabeza en melancólico
suspiro. Yo estaba espantada. Si era Daniel, quería que llegara a
pensar que sus esfuerzos estaban siendo vanos porque estaba muerta o
fuera de Dublin y, si no era él, fruncí el ceño, todo esto estaba
resultando una bromita muy desagradable de la suerte que el cielo
podría haberse ahorrado. Entonces aparecieron el murciélago y la
medusa partidos por la mitad. Eso no lo entendí. Una de esas raras
parejas apareció dibujada en la esquina del chico del tren. Paseando
en busca de más pistas, llegué a encontrar cuatro grupos de
murciélagos y medusas partidas. Muy confundida, me encerré con
Humpty en casa una tarde entera y me rompí la cabeza hasta que mi
hermanito me trajo El vizconde demediado y
lo dejó caer a mis pies. Cogí el libro y lo miré perpleja. Sentí
que me acusaba, aunque no tengo muy claro que fuese ésa su
intención, pero igualmente la culpa me mordió las tripas. Por
fin lo leí. Lo había dejado encima de la mesita de noche como una
pieza de museo y había terminado usándolo como posavasos.
Desesperada, encontré en el libro dos respuestas, la confirmación
de que el padre de las berenjenas locas era Daniel, que nos estaba
buscando, y el significado del murciélago y la medusa: un encuentro.
Me acosté abrazada a Humpty y me dormí llorando. Anoche salí a la
calle de madrugada y, llena de una resignación que me pone muy
triste, me planté delante del dibujo del conde y el vizconde y
dibujé cerca de ellos una luna y doce vacas. Al lado, tracé lo
mejor que pude el monumento a O'Connell. Ahora, tengo la luminosa
esperanza de que Daniel no haya entendido mi mensaje, de que no
aparezca, de que no me encuentre, pero este lugar no tiene pérdida,
estoy en el corazón de la ciudad. Vendrá. Nos encontrará. Me
quitará a Humpty. Tiemblo aterrada. Cruza la calle una figura negra
y encapuchada que me hace pensar en el vizconde cruel. Se acerca a
nosotros, tiene que ser él, así que aprieto a Humpty más fuerte,
como con celos. No estoy preparada para esto, no debí cruzar el
puente. Humpty saca la cabeza y me lame como pidiendo socorro para
que afloje el abrazo. Le pediré que no se lo lleve, que no me lo
pida, que ahora es mi hermanito. Pero tengo mucho miedo de que se
declare mi enemigo, por haberle robado a su vaquita y por haber
tardado tanto en contestar a las preguntas de los muros, y de que no
tenga piedad y me arranque a Humpty de los brazos y vuelva a
cambiarle el nombre. La figura se para delante de O'Connell, se baja
la capucha y me sorprende mucho comprobar que está físicamente
entero y que me ofrece una sonrisa que podría iluminar ella sola un
mundo sin sol.
al final leído, empecé ayer por la noche pero me dormí, al haber ido a la manifestación; pero ahora me lo acabo de terminar en la biblioteca
ResponderEliminarcada vez me gusta más tu manera de escribir, no sé como relatas los acontecimientos como si fueran únicos, y más qe nada mágicos, y me ha encantado comprenderlo jejej (pues algunos relatos tuyos si he deser sincera no los comprendía aunque me gustara el cadente ritmo poético)
entonces daniel va a dublin, no? pero no para llegarse al perro?¿ mmm me ha gustado tb lo de las dos partes de la protagonista, como dos partes diferenciadas de su personalidad, como si fuera bipolar en realidad.
y ahora me acabo de leer la parte del principio y todo me concuerda y se relaciona. Me ha gustado el suceso de las berenjenas y como las utiliza para comunicarse con ella en la ciudad.
tan solo me queda una duda... en qué te has basado para hacer el relato?¿ çme hubiera gustado conocer el puente, lo que dijiste en el correo...
Ohhhhhh menuda delicia de historia.
ResponderEliminarCoincido con Blanca, genial lo de las dos partes de la chica. La parte irracional y la parte racional, la parte malévola y la parte bondadosa, la parte egoísta y la parte altruista... cierto es, la gente no es buena o mala, existen tantos matices dentro de una personalidad, y tú has sabido explotarlos con esta subdivisión de personalidades dentro de un mismo personaje, que alguien pudiera entenderlos como transtorno bipolar pero realmente se puede apreciar como la complejidad de las personas.
Y que la historia te contará como se conocieron y todo lo sucedido, para poder saber que ocurre al principio... no se, me encanto la forma que tuviste de unir la historia.
Y tan bello lo de los mensajes. Menuda forma tan bonita de comunicarse (yo quiero que me hagas eso a mí esposis).
Me ha gustado mucho mujer, espero con ansia leer más de ti.
pd. jamás había pensando en berenjenas con ese significado, yo solo me las como ^.^ (y ahora me apetecen).
Yo aún no he leído las otras cosas! como se me va acumulando todo lo iré haciendo poco a poco >.<!!!
ResponderEliminarBlanca,
Ni idea de cómo se me ocurrió este pequeño berenjenal jeje,
estaba leyendo y de repente ellos hablaban en mi cabeza :D
lo de la parte siniestra es un guiño a la literartura que toca el tema del doble maligno etc, como Los elixires del diablo (*.*!!!!!!!!!!!!!!!!!), El hombre de la arena (que aún no he encontrado), dos dos de Hoffmann, el librito del Vizconde de Daniel etc y que me gusta mucho. Claro que aparte del rollo ese de identidad fragmentado que se trae, a veces lo que venía a decir era algo de lo más sencillo. Por ejemplo cuando empieza a leer el libro del vizconde en el tren y la parte siniestra mira distraídamente por la ventana, no es más que empezó a leer distraídamente el libro...
La cosa empieza en Praga y él (en parte) es checo por La insoportable levedad del ser, que os recomiendo encarecidamente (*.*!!!!!!!!!!!!!)
Lo de París fue del todo (JAJA) casual. Iban a ir a Berlín y de hecho cuando el relato ya lo tenía avanzado cambié un varios 'Berlín' por 'París', porque me di cuenta de que de Praga a Berlín no hay tanto (como unas tres o cuetro horas?) y el viaje a París era más largo.
Sí, Daniel va a Dublin a por Sigmund (a qué si no?). Los tenía que haber dejado solos más rato para ver en qué acababa esto, pero como no lo he hecho no tengo muy claro en qué termina. El caso al final es que ella se da cuenta de que él no viene "declarándose su enemigo" o algo así, como pensaba la parte NO-siniestra (diestra?). La siniestra era la que quería ir al monumento.
El puente es un puente del centro, uno de los más importantes porque es bastante famosos y porque lleva directo a la calle principal, que es donde está el monumento a O'Connell^^
Esther,
tú cómprame una cantidad ingente de tizas de colores y te lleno Valencia de mensajes de amor *.*
ohhhhhhhhhhhhhhh
ResponderEliminarpd: me apunto los libros ;)