14/11/12

Berenjenas bailarinas y otros sucesos mágicos (Rosa)

El agua se bebe las lágrimas de mi cara y me ahoga o me ahogo en mi lamento que se mezcla con el crepitar de la lluvia. Humpty es mío, mío, mascullo una y otra vez, sin cruzar el puente. Mi vaquita se sienta en el suelo, confundido, refugiándose entre mis piernas. Al verlo tan mojadito y helado las ganas de abrazarlo, dejar plantado a Daniel, subir al primer barco que zarpe del puerto y jamás volver a Irlanda me abruman dolorosamente. Me acuclillo y cojo el morro de Humpty Dumpty para mirarlo a los ojos. Creo que por primera vez en su vida no entiende qué me ocurre. Yo... no he podido decírselo. Eso me hace llorar más fuerte; lloro sin miedo a ser vista porque el río de paraguas que pasa por mi lado no puede oírme llorar. Humpty quiere a Daniel, lo sé, por eso no quiero que lo vea. ¿Qué hago...? No puedo ir. Tengo un fuego horrible en la garganta, un fuego que sangra, si el fuego pudiera sangrar. ¡Naoise, tienes que ir, no puedes dejar esto así... No se lo merece...!, exclama con rencor la parte siniestra de mi alma. Se avergüenza de mí. La hago callar de un bofetón, ella gime. Está de un humor terrible. Cojo a mi vaquita en brazos, lo tapo y lo meto dentro de mi abrigo, me lo pongo cerca del corazón, de manera que desde fuera casi no se le ve, y atravieso el puente hacia el monumento al padre de la patria, que me mira con aprobación. A él ahora también lo odio, que no me mire así, que no se ría. Cuando llego al monumento, me siento en la base y espero. Sin darme mucha cuenta, tarareo aquella vieja canción de mi infancia sobre las desventuras de ese huevo patoso. Humpty Dumpty sat on a wall, Humpty Dumpty had a great fall, lloriqueo. Algunas personas me echan rápidas, ocasionales miradas de sorpresa, porque llueve y me siento en este charco. Pero precisamente: porque llueve y Humpty y yo ya estamos mojados, ¿qué importa sentarse sobre más agua? All the king's horses and all the king's men couldn't put Humpty together again..., lloriqueo. Tengo la luminosa esperanza de que Daniel no haya entendido mi mensaje, de que no aparezca, de que no me encuentre, pero este lugar no tiene pérdida, estoy en el corazón de la ciudad. Vendrá. Nos encontrará. Me quitará a Humpty. Tiemblo aterrada.

Ese día se despertó la mitad siniestra de mi alma y yo me quedé durmiendo. Normalmente nos despertamos juntas y fingimos que somos una, pero aquel día abrí un ojo, y viendo que aún llovía y que mi mitad siniestra caminaba arriba y abajo por la habitación con una desesperación que no me apetecía comprender, me tapé la cabeza con la sábana y fingí dormir, para que no me acusara de cobarde o, peor, de indolente. Pero tuvo la desconsideración de ponerse a hablar en voz alta y ya no pude conciliar el sueño. De repente, todo le parecía mal, todo estaba fuera de su sitio, decía temblorosa, haciéndome responsable de cada maldito detalle de mi existencia. Siempre soñaba que tenía que coger aviones que nunca cogía, soñaba que reprochaba cosas a la materia prima del sueño que eran culpa mía y no suya. Estaba en una casa en la que no quería estar, rodeada de gente que o bien despreciaba o bien me era indiferente, en un país que había terminado por aborrecer, añorando en silencio mi propia tierra y las palabras de mi idioma por un par de padres por cuya causa había terminado en este hoyo. Ni siquiera quería que se me cayera un pelo en este suelo alfombrado de asco. Desde cuándo me parece noble sacrificar las posibilidades de mi ser por cortesía, gritó de pronto la parte siniestra, histérica, dando un puñetazo en la puerta del armario que me alarmó. ¡La insensata iba a despertar a toda la casa! Me levanté de la cama con los ojos incendiados de impaciencia, me vestí, busqué las botas, ordené la habitación, llené una mochila con las pocas cosas que consideraba 'mías', dejé el teléfono en un rincón para que no pudieran localizarme y, por venganza, entré en la biblioteca y enfrenté los tomos, dispuesta a llevarme cualquier cosa que hablara de mí en la medida que fuese. Localicé aquel hermoso ejemplar de Drácula encuadernado en piel y esbocé una maliciosa sonrisa de lujuria. Estaba en checo, poco me importó. Lo metí amordazado en mi mochila para que no se echara a gritar, me planté en la estación de tren y compré un billete para París. Desde París cogería el avión de mis sueños. El siguiente tren salía dentro de media hora. La mitad siniestra de mi alma estaba exultante, sonreía a todos con los que nos cruzábamos como si fuera idiota, se sentó en un banco a mirar el pasar de la gente, se cruzó de piernas muy satisfecha de sí misma y esperó pacientemente la llegada del tren. En cambio, yo estaba preocupada. Me senté a su lado, pero un poco alejada de ella para que no nos relacionaran enseguida. Aún no había decidido si avisar a mis padres o no; en el fondo, me dije, les guardaba algo de rencor, pero la idea de regresar a Irlanda y no hacérselo saber me resultaba extraña, grosera. Mi mitad siniestra se echó a reír sin ningún respeto. Tampoco estaba segura de si me apetecía avisar a Bernard de que iba a Francia. Ya no soñaba con él y regresar a París no era para mí ninguna ceremonia, pero no sabía. Pospuse la decisión hasta más tarde. Los viajes en tren siempre me inspiraban, bostecé. Me sobresalté. Llevaba un año entero durmiendo con una carta suya debajo de la almohada: la había olvidado allí, en la odiosa casa. Dediqué unos perplejos segundos a darme cuenta de hasta qué punto me eran indiferentes las cosas que tenían que ver con él. En realidad, había asistido a los estertores de mi amor como podía haber observado los estertores de Julieta en el escenario, con una compasión irresponsable, atenta, algo distanciada de los hechos. Esta vez, la parte siniestra respetó, callada, mis pensamientos. Mi propia indiferencia me había puesto triste y, aunque si tenía que ser honesta, ella sentía cierto regocijo ante la certeza de la indiferencia, no sonrió abiertamente para no herir mi sensibilidad. Agradecí en silencio su silencio. Me esforcé un poco por resucitar mi cariño por él, pero pronto me distrajo la hermosura de un perro que parecía una vaquita, que llegó corriendo hasta el borde del andén y se sentó mirando a un lado y a otro como si deplorara para sus adentros la puntualidad del tren. La mitad siniestra de mi alma y yo nos miramos y sonreímos. La vaquita parecía más impaciente que nosotras. Era un macho joven y sano y no estaba gordo ni nada, era por los colores que me parecía una pequeña vaca. Pronto llegó su dueño y amigo. No supe decir qué edad tenía; sólo llevaba una mochila y cargaba un cajón lleno de berenjenas. Dejó el cajón en el suelo para descansar los brazos. Disfrutó de un par de minutos de paz. Durante ese soplo de tiempo, se me antojó que tenía los pies en un mundo distinto, en todos los sentidos que pueden exprimirse de la palabra distinto: diferente y más claro que el azul radiante de una mañana de verano. Para disgusto de todos los que creemos que el silencio es oro aunque ni se vea ni se toque, pronto se lanzó contra él una chica llorando con la fuerza de una ola. Era más joven que él (eso seguro) y venía con una vieja furiosa que, pensé, era la madre de ella. Más tarde supe que era la madre de él. Continuaron a voz en cuello una discusión que, obviamente, no consideraban terminada. Yo no lo entendía todo porque discutían en checo. Él parecía abochornado. Replicaba a sus gritos a media voz, como considerando que sus palabras no eran asunto de toda la estación, pero a ellas eso no les parecía importante; la joven lo aferraba del brazo con las dos manos, con una desesperación en los ojos que me conmovió hondamente porque se ahogaba en su propio fuego y nadie la ayudaba; la vieja lo zarandeaba del otro brazo como si ese sencillo método aleccionador ya le hubiera servido antes para 'hacer entrar en razón' a alguien; eso me pareció irritante, la vieja entera me irritaba: me pareció que era una de esas personas que tienen el dedo índice más grande que el corazón. A él parecía darle asco todo esto. Pensé que se dejaba coger y zarandear como precio a no ponerles las manos encima. La chica se colgó de su cuello abrazándolo, violándolo a fuerza de besos en la boca; estaba claro que sufría lo indecible, pero que exhibiera su dolor así sin ningún pudor me pareció de lo más indecente; pensé que quería ser compadecida, y no sabía si me parecía más obsceno compadecerla o no hacerlo; pensé en Nietzsche, en eso de que cierta compasión humilla y nos humilla; torcí la boca y miré hacia otro lado. El tren empezaba a acercarse y todos suspiramos aliviados. Yo me levanté de un salto y me puse al lado de la vaquita, que no se había movido. De repente, la chica se lanzó contra el perro y el animal aulló por el susto y huyó despavorido. Por primera vez, él pareció espantado de veras. Se me pasó por la cabeza que, si ella retenía al perro, él no se iría y que eso lo sabían todos. El perro era el punto débil. Lo sabía el perro y el dueño, la amante y la vieja granuja, que animaba con aspavientos a la otra a cazar al animal, de modo que la chica siguió intentándolo en vano. El espectáculo que ofrecían estaba llegando a la cima del ridículo. La vaquita corrió aterrada hasta el final del andén, la chica desistió y decidió que eso era la guerra y que iba a vaciar su chorro de furia e impotencia en el cajón de las berenjenas. Yo alcé las cejas. Empezó a cogerlas una a una y a reventarlas contra el suelo, a los pies de él y de la vieja gritona, a lanzarlas en la dirección en la que se había ido la vaca, a reventarlas contra la vía del tren. Las verduras alucinadas explotaban como minas en la vía. Un hombre con uniforme de seguridad se acercó al grupo y detuvo la particular danza macabra de la chica. Lo de tirar berenjenas a las vías del tren estaba prohibido, la chica le gritó que no había visto escrito eso en ninguna parte y el de seguridad se unió a la discusión. Me di cuenta de que la vaquita vigilaba la escena acercándose y retrocediendo tímidamente, los ojos del dueño buscaban al perro con profunda ansiedad, pasaron por los míos pero no creo que me viese. Pareció intercambiar una mirada cómplice con su perro y éste entró en el tren de un salto en cuanto las puertas se abrieron. Lo vi suspirar de alivio, me alegré por él, le deseé suerte mentalmente, subí y busqué la parte del tren donde hubiera menos gente. Al asomarme a uno de los vagones vacíos, descubrí a la vaquita sentada en el asiento de la ventanilla, mirando el ajetreo de la estación a través del cristal. Se giró hacia mí y nos miramos un rato; movió la cola y me pareció que sonreía contento, así que decidí quedarme en su vagón. Me senté enfrente. Mi mitad diabólica se sentó a mi lado. Quizá debería llamar a Bernard, aunque sólo sea para hacer un brindis tonto con el pasado. Si me cruzo con su mujer, siempre puede hacerme pasar por una compañera de trabajo. Con respecto a Albert no había nada que plantearse. Pisar París y que él no lo supiera enseguida sería un crimen. Era mi alma gemela. De repente, la vaquita saltó del asiento y voló hacia la puerta. Daniel iba silbando el Himno a la Alegría por el pasillo del tren, la vaquita había entendido la contraseña y había salido a mostrarse. Después de la dramática escenita del andén, mascullé más sorprendida que irritada, la elección de la melodía es un descaro brutal. Esa maldita vaca es demasiado lista, exclamó mi mitad siniestra dándome un codazo, fascinada, ignorando por completo mi comentario. Nos callamos en cuanto entró él. Desde el principio observé sus movimientos sin mucho pudor. Abrazó a la vaca y se sentó en el asiento de la ventanilla. La vaquita no se enfadó y pensé que su intención había sido precisamente guardarle ese sitio. Se liberó de su abrazo y se acurrucó a su lado. Daniel y yo nos miramos directamente y no pude evitar sonreír. Sonreí porque me sobrevino la certeza de que íbamos a acabar en la cama (me pasa pocas veces, pero cuando me pasa no es sin razón). Estoy segura de que malinterpretó mi sonrisa; sin duda dedujo que había sido testigo de sus vergüenzas en el andén y que sonreía por solidaridad. No importa, también sonrió; de pronto se puso a buscar algo "importante" en su mochila, sacó un viejo cepillo de dientes y suspiró aliviado como un niño. Volvió a guardarlo. No era momento para asegurarse de que llevaba el cepillo de dientes encima y el gesto me divirtió. Él parecía cansado pero contento. El flechazo fue inmediato. De repente, la mitad siniestra de mi alma y yo nos encontrábamos hablando con él como si siempre nos hubiera comprendido (supongo que fue en gran parte por la necesidad de una mirada amiga que yo sentía en aquel momento), pero la primera razón era que me encantaba su manera de escuchar. Me parecía que todo le parecía importante y así no había manera de sentirse idiota. Se echaba ligeramente hacia delante, con un codo apoyado en la rodilla y bebiéndose cada detalle con los ojos. En cualquier caso, lo raro era que la mitad siniestra hablara. Cuando estamos solas es de todo menos tímida, pero normalmente es una tumba cuando hay alguien delante, de manera que todas las conversaciones insustanciales que la gente fabrica por 'romper el hielo' me las como yo. En cambio, Daniel le gustaba. A mediodía, mientras yo le hablaba de mi extraña huida, de lo que para mí eran Dublin, París y Praga, ella coqueteaba con él a cada sonrisa (con 'sonrisa' quiero decir 'minuto'). Me enfadé, aunque ahora me temo que no se daba cuenta; yo estaba tratando de hablar de algo que era importante para mi vida y ella estaba calculando dónde podría hacerse. No tenía remedio. Me tranquilizaba que la vaquita la vigilara. Fingía dormir (vaca hipócrita, masculló la siniestra con una sonrisa forzada) pero mantenía un ojo abierto y no se lo quitaba de encima, como si fuera el hermano mayor de Daniel, y eso me dejaba casi a solas con él. Adivinó que era extranjera antes de que mi mal checho me delatara definitivamente y cuando le dije que me llamaba Naoise adivinó el país. Dijo que estuvo allí, no estuvo mal; le había gustado, sonrió, excepto por la cerveza. Ahora tenía una amiga irlandesa. (Más tarde aclaró que con eso se refería a mí y me reí sorprendida). Éramos diferentes en muchos aspectos y teníamos en común algunas cosas, pero la que más me gustaba es que nos habíamos sentido asfixiados en el mismo pliegue del tiempo y habíamos explotado con el mismo sol. Daniel estaba casado con la chica de la estación. Me dijo que esa chica había sido un accidente en su vida y que su madre había sido otro accidente. A él no le incumbía ni el destino de una ni el de la otra. Eran un par de seres un poco mezquinos, un poco ignorantes, que estaban hechos el uno para el otro y les había hecho un favor dejándolas solas. Él era una pesadilla de la que las dos habían estado haciendo esfuerzos por despertarse. Las estaba ayudando porque eran cobardes. Pero no se iba por eso, por ayudarlas. Se iba porque llevaba demasiado tiempo con los cables cruzados, sufriendo cortocircuitos. Porque de repente todo le parecía mal. Él era pintor. Tenía un amigo profesor de pintura que tenía una alumna brillante, se prendó de ella en cuanto la vio y fue a hablarle antes de que su amigo los presentara. Estuvieron toda la noche juntos, bebiendo, hablando, paseando, y acabaron en casa de ella haciendo el amor. Él no le había dicho que estaba casado y la chica no preguntó. Supuso que a ella no le importaba y eso le gustó (era asunto suyo). Por la mañana iban a salir a desayunar algo, él se vistió, ella salió del cuarto, no la vio en un rato, esperó. Pensó que estaría en el baño, pero no; caminó en silencio por toda la casa y entonces lo supo: todo lo había soñado, la noche, la chica, el sexo. Buscó la ropa de ella en el suelo como un imbécil para asegurarse de que no había soñado (como si no pudiera soñarse con ropa en el suelo, se indignó). La ropa seguía en el mismo sitio. Además, era la casa de ella, no podía estar muy lejos. La chica vivía con dos chicos, no sabía qué relación tenía con ellos, podían ser hermanos amigos o amantes, ella sólo dijo "dos chicos". Entonces pensó que estaría en la cama de alguno de ellos y decidió que estaba enfermo y casi se echa a llorar. Al final abrió la puerta de la calle y ahí estaba ella, apoyada en la baranda, delante del ascensor. Sonrió y él sintió un alivio tan inmenso que se sintió inmensamente ridículo. Había salido a llamar al ascensor y una corriente de aire había cerrado la puerta, así que lo estaba esperando ahí. Desayunaron juntos. Se gustaban. Él le dijo que se iba al día siguiente a París y que era para siempre, así que se abrazaron, se besaron y no volvió a verla. Pero después de haber sentido en sus oídos a la alumna brillante derritiéndose de gusto se juró no volver a tocar a su mujer (para no olvidar ese sonido nada debía pasar por encima de él en su memoria y lo presente siempre pasa por encima de lo pasado) y, como ella quería hijos, eso había supuesto un problema. Él no estaba seguro de lo de los hijos, no podían presionarlo en ese sentido. No podían presionarlo para nada. Recibía presiones por todos lados y estaba hasta las pelotas. Un día durante la cena anunció lo de París; necesitaba estar solo. En París tampoco podría evitar estar rodeado de gentuza pero al menos esa gentuza hablaría un idioma que no entendería. Su mujer puso el grito en el cielo y le dijo que si se iba, que no volviese. Y no pensaba volver. Aunque lo de Francia era temporal; tenía un par de amigos allí, ellos lo ayudarían en lo que necesitara. Iba a irse dentro de dos semanas, pero había adelantado el viaje. No podía dormir porque el deseo de marcharse lo consumía. Me pidió perdón por la escena absurda de la estación, le había sido imposible evitar que lo siguieran. Me confesó, como yo había pensado, que no hubiera subido al tren sin Sigmund (la vaquita). A menudo lo llamaba también Hermanito, como nombre cariñoso, pero sí, su nombre era Sigmund Freud. Yo me eché a reír horrorizada. ¿Por qué me reía? Si su perro no era la reencarnación de Freud, lo era de algún discípulo tan leal que merecía todo su respeto, aunque confiaba menos en sus discípulos que en el mismo Freud. Hacía unos años, su novia y él habían estado en Viena. El cachorrito indefenso que entonces era Sigmund vivía en el portal de la casa de Freud. Lo vio una vez, dos veces, cuando pasaron por allí por casualidad, y empezó a espiarlo por curiosidad mientras la novia se perdía por una larga lista de museos que a él le importaban un carajo. El perro sólo se movía de ahí para ir en busca de comida al restaurante más cercano, pero por lo demás apenas comía. Si tenía oportunidad se colaba en la casa y vivía dentro hasta que lo echaban, y entonces se sentaba en la acera mirando las ventanas como melancólico, hasta que se cansaba y volvía a acurrucarse en el portal. Le impresionaba tan poco la presencia de la gente que Daniel llegó a pensar que era ciego y que sólo vivía de sonidos e intuiciones. Se dejaba acariciar (sin duda le gustaba mucho) pero no se dejaba coger ni por niños ni por mujeres guapas, porque tenía algún compromiso que Daniel no comprendía aún. Él se enamoró del perro. Le reconcomía la idea de que su desamparo era deliberado, de que sólo estaba esperando a alguien y él quería saber a quién, qué ser humano merecía tanta devoción por parte de un animal, nadie, nadie era un ser humano tan digno, así que se pasaba horas y horas oculto cerca de la casa esperando al dueño, sólo para verlo, ni siquiera sabía si se atrevería a hablarle. Su novia se burlaba de él. Un día abandonó los museos para hacerle compañía y puso fin a su absurda espera. Era evidente que Daniel estaba malinterpretándolo todo. El perro no podía haber conocido y/o amado a Sigmund Freud porque era demasiado joven y la idea de que el espíritu (si es que existía tal cosa) de Freud estuviese encerrado en el cuerpecito del cachorro era la cosa más tonta que Daniel había dicho en toda su vida (y había dicho muchas cosas tontas). Estaba claro que al perrito ni siquiera le gustaba Viena. Estaba en ese portal sólo porque Daniel estaba de pie en el portal de enfrente y estaba esperando a que se decidiera a llevarlo a Praga con ellos. Daniel se rió torturado, la besó en la boca y salió corriendo a abrazar al perro. Sigmund le dijo que no hablaba checo pero Daniel prometió que le enseñaría y se juraron amor eterno. Escucharlo hablar así me hacía sonreír como una idiota; hasta la mitad siniestra de mi alma tuvo un chispeante ataque de ternura del que luego renegó, pero al menos reconoció que le gustaba esto: estaba claro que Daniel no hablaba en esos términos con tanta seriedad por hacernos gracia, y que hacernos gracia con ello le daba lo mismo, sino que realmente pensaba en términos tan cariñosos en lo que a la vaquita se refería. Las berenjenas eran un regalo (no aclaró si regaladas o para regalar); de cualquier manera, había dejado el cajón en el andén, estaba vacío. El gesto de reventarlas lo había hecho polvo, le había dado mucha vergüenza presenciar la rabia de ella en público. Desde ahora en su arte podría usar las berenjenas como motivo de los celos o del deseo frustrado por poseer algo, divagó un rato, pero lo descartó de un manotazo diciendo que sólo podríamos entenderlo nosotros, Naoise, Sigmund y Daniel, y la gente de la estación. Un motivo tan mudo no valía nada porque no comunicaba nada, era un motivo que hablaba para adentro; eso le habría gustado hacía unos años pero en este momento de su vida no le gustaba. Las horas se me pasaban como pájaros. El tren hizo una parada y bajamos a comer algo. Sigmund también vino, lo escondíamos para que no nos llamaran la atención. Yo estaba pletórica, convencida de que había encontrado un tesoro, de que iba a tener en Daniel al mejor de los amigos. Y me felicitaba por haber salido hoy hacia París (llevaba varios meses pensando subterráneamente en ello y no me decidía), y de que él hubiera adelantado su viaje por impaciencia, y de que mi parte siniestra hubiese escogido sentarse precisamente en ese banco a esperar y de que hubiesen pasado cerca de mí la vaquita y los gritos y las berenjenas aplastadas contra la vía, porque no me imaginaba cómo, de no haber ocurrido todo tal cual ocurrió, iba yo a fijarme en él con la misma atención o iba a encontrar gracioso sentarme enfrente de un perro en el tren, aunque pareciese una vaca por los colores. Las casualidades pequeñas que se hacen grandes en una vida que las interpreta como grandes siempre me han parecido cosas mágicas. Uno puede provocar estos sucesos, y entonces más que causalidades me gusta llamarlas casualidades causadas, como yo sentándome enfrente de la vaca en el tren, porque hice cálculos mágicos y la magia me dijo que seguramente él se sentaría aquí, por su perro y, después de lo del andén, a mí de repente me apetecía tener una excusa para hablarle, porque me había inspirado simpatía su poco envidiable situación. Pero porque uno pueda provocarlos o colaborar con ellos no se me antojan menos mágicos. Incluso después del teatro del andén, yo podría haber pasado de largo cuando vi a la vaca en la ventanilla. Eso hubiera impedido toda conversación a pesar de todas las casualidades precedentes y hubiese sido el fin de lo no-nacido, si es que lo que no llega a nacer puede tener algún fin, en todos los sentidos que pueden exprimirse de la palabra fin: finalidad de una cosa y el final de algo como los finales de los que la muerte entiende. Daniel había estado ojeando mi Drácula robado y, al bajar para comer, lo metió distraídamente en su mochila (por eso lo perdí). Supongo que pretendía seguir leyendo algo más tarde. Como el libro estaba en checo, yo encontraba más sentido a que lo leyera él: yo estaba harta del checo. Me lo cambió "temporalmente" por un libro mucho más pequeño que por casualidad llevaba encima y que estaba en inglés. Se llamaba El vizconde demediado, o sea, el vizconde partido en dos. Lo dejó en el asiento, a mi lado, pero yo no lo cogí. Lo miraba leer a él o le pedía que me leyera. Su cadencia me resultaba placentera, aunque fuera en checo.
Hay casualidades diestras y siniestras, rojas y negras, agradables y desagradables. A veces creo que las de un lado anulan a las del otro, porque pueden ser más pesadas y avasalladoras que una serie de casualidades opuestas fuertes pero mucho más sutiles. El tren hizo una breve parada en un pueblo alemán que yo no conocía, pero donde Daniel había estado hacía dos años y del cual tenía buenos recuerdos. Tenía que hacer una llamada a París y, como los dulces de esta región eran famosos, aprovecharía para comprarme unos cuantos. Yo no bajé porque Sigmund se había dormido con la cabeza en mis piernas y me dio pena despertarlo. Nos sonreímos sin decir nada y bajó solo. Entonces empecé a leer El vizconde demediado; mientras, mi parte siniestra miraba risueña por la ventana. Como las paradas anteriores habían sido más largas, los dos calculamos que tenía tiempo de sobra para volver, pero a los quince minutos las puertas se cerraron y el tren se puso en marcha perezosamente. No dándome del todo cuenta de lo que ese ruido significaba, solté el libro, me levanté de un salto y me lancé fuera del vagón a intentar reabrir la puerta. Sigmund me siguió espantado. Choqué contra el cristal en vano. No había nadie alrededor. Daniel ya se acercaba corriendo pero también se dio de bruces contra la puerta. Soltó los dulces y rodaron por el suelo como naranjas. El tren había empezado a moverse y caminó al lado, desconcertado. Me miraba con desesperación, pero me di cuenta que estaba bloqueado y de que no sabía qué hacer. Lo único que se me ocurrió fue correr de vuelta al vagón, cerrar su mochila, abrir la ventanilla y dársela, para que no perdiera el dinero, la documentación y el cepillo de dientes. Corrió un poco y pude ponérsela en las manos, pero ninguno abrimos la boca para decir algo útil y pronto el tren cogió velocidad y terminó con la posibilidad de la palabra. Yo le hice gestos que ni siquiera entendí entonces y que querían significar un encuentro en París. Él sólo me miraba perplejo, impotente; con la mochila abandonada en el suelo observaba estúpidamente el alejamiento del tren. Sigmund se había subido al asiento y le ladraba a la ventana, protestando por este adiós tan brusco. Me crucé de brazos sobre el borde del cristal, ladeé la cabeza y observé cómo la estación se hacía cada vez más diminuta hasta que sólo pude verla con el recuerdo. La mitad siniestra de mi alma lloraba, pero yo mantuve la compostura y traté de pensar con frialdad. Entonces me di cuenta de que acababa de lanzar mi precioso Drácula robado por la ventanilla. Sonreí fastidiada. Me masajeé las sienes. No tenía sentido intentar hacer que el tren se detuviera a mi capricho, no sabía cómo contactar con él en París y no hubiera sabido cómo hacerlo en Praga; de todas maneras ninguno de los dos tenía intención de volver a Praga; no tenía ni una dirección, ni un teléfono, ni siquiera sabía su apellido. Suponiendo que su plan siguiese siendo llegar a París, no sabía cuándo podría hacerlo. Él sólo sabía que me llamo Naoise y que iba a París para coger un avión para volver a Dublin. Eché una mirada dubitativa a Sigmund. Se había acurrucado como con frío y miraba cabizbajo al suelo. Me pareció que tenía los ojos llorosos. El corazón se me partió en dos pedazos y me dejé caer en el asiento. Estaba muy nerviosa. Unas horas más tarde llegamos a París. En la estación, tuve el detalle absurdo de dejar el teléfono de mi hermana en la consigna, explicando por encima la situación y pidiendo que se lo dieran si se le ocurría pasar por ahí. Pero las posibilidades de que a partir de ahora se nos ocurrieran las mismas cosas eran tan escasas que no albergué ninguna esperanza. A lo mejor Daniel iba a preguntar a la consigna si yo había dejado ahí algo para él, concretamente el teléfono de mi hermana, pero sólo con que se lo preguntara a una persona diferente, mi detalle habría sido en vano. Llamé a Albert, vino a por mí a la estación y estuve una semana en su casa. Todas las tardes paseábamos un rato con Sigmund por la estación, pero nunca vimos a Daniel, ni supimos que hubiera dejado alguna nota en alguna parte. Luego volví a Dublin. No podía seguir llamando "Sigmund" a Sigmund (me daba risa), así que le cambié el nombre y le puse Humpty en honor de cierto personaje de Carroll que llama a las cosas como le da la gana porque quien manda es él (para mí siempre ha encarnado una bella metáfora de la muerte de toda comunicación), y también un poco en honor de ese huevo patoso de mi infancia que trepaba a los muros y tenía grandes caídas.
La última vez que Albert vino a Dublin fue la tercera semana de septiembre, hace ya siete meses; hizo coincidir su visita con el diecisiete porque es el día de mi cumpleaños. Mis amigos y él se llevan muy bien y esa noche habíamos salido todos a celebrar mi cumpleaños o bien a celebrar algo sólo por el afán de celebrar algo. Albert y yo íbamos borrachos cuando nos paramos en la esquina de Aston Quay a despedirnos del resto. Diciendo algo sobre "mi amigo checo", Albert me dio un codazo y me hizo reparar en la pintura de la esquina: un tren visto por detrás estaba bien delineado en una parte de la pared; la historia continuaba doblando la esquina y mostraba a alguien de espaldas observando estúpidamente el alejamiento del tren. Yo había olvidado a Daniel y lo recordé de pronto sólo porque Albert lo nombró. Aunque el motivo del dibujo no hubiese sido ése, me hubiera llamado la atención por las exageradas proporciones, pero no hubiera podido inferir que Daniel era el artista porque mucha gente pierde trenes y 'perdió un tren' es incluso una manera de decir que uno desaprovechó una oportunidad, y por tanto es un motivo fácil al que recurrir en cualquier tipo de arte. Albert y yo nos reímos sin razón, nos fuimos a dormir y me desperté feliz y sin resaca. No volví a pensar en ello hasta unos días después porque, yendo con Saibh al cine, nos encontramos a lo largo de una calle un extraño cordón de berenjenas dibujadas en la pared, una detrás de otra como si danzaran todas juntas hacia alguna parte. Miré perpleja el muro: eran berenjenas, no cabía duda. Saibh y yo nos miramos en silencio, pero no comentamos nada. A la gente parecía hacerle mucha gracia este curioso suceso. La idea de que Daniel me estuviese dibujando mensajitos por la ciudad aún no había tomado forma en mi mente. Pero con los días, el cordón de las berenjenas locas llegó a alargarse pacientemente por varias calles del centro, por la noche bajaba hacia el suelo como un camino de baldosas amarillas pero como un camino de baldosas con berenjenas y, cuando llovía por el día, las berenjenas del suelo se diluían en un río morado y cuando oscurecía y la lluvia se iba a otra parte las berenjenas se emborrachaban y se subían contentas por las paredes formando una enredadera desesperada, interminable, y continuaban paseándose por la ciudad como buscando algo. Sí, como buscando algo. Empezó a obsesionarme la idea de que Daniel estaba en Dublin y de que las berenjenas, aquel motivo mudo que podía significar celos o el deseo frustrado por poseer algo, querían decirme que había llegado hasta aquí porque quería a Humpty de vuelta. Mi corazón todo era un gran NO. Humpty es mío mío todo él, murmuraba antes de dormirme rezando para que Daniel no fuese el padre de las berenjenas locas. Poco a poco, las berenjenas empezaron a enfurecerse, recorrían los mismos muros dos veces, en dos líneas paralelas que se entrecruzaban formando nudos de berenjenas que tropezaban y se chocaban entre ellas, cayéndose, se quejaban por tanto tropiezo y la frustración las hacía cada vez más deformes y monstruosas. Una mañana apareció otro dibujo igual de grande que el del chico del tren, en la misma calle; representaba dos extraños personajes sentados en la barra de un pub con sendas pintas delante. Uno de ellos, sin duda alguna, era el conde Drácula. Parecía preocupado y escuchaba muy atentamente a su compañero, una figura encapuchada y extravagante que no identifiqué. No parecía completo, o sea, no parecía físicamente completo, pero la capa negra que le cubría el cuerpo le impedía a uno asegurarse. Deshecho, apoyaba un codo en la barra y ladeaba la cabeza en melancólico suspiro. Yo estaba espantada. Si era Daniel, quería que llegara a pensar que sus esfuerzos estaban siendo vanos porque estaba muerta o fuera de Dublin y, si no era él, fruncí el ceño, todo esto estaba resultando una bromita muy desagradable de la suerte que el cielo podría haberse ahorrado. Entonces aparecieron el murciélago y la medusa partidos por la mitad. Eso no lo entendí. Una de esas raras parejas apareció dibujada en la esquina del chico del tren. Paseando en busca de más pistas, llegué a encontrar cuatro grupos de murciélagos y medusas partidas. Muy confundida, me encerré con Humpty en casa una tarde entera y me rompí la cabeza hasta que mi hermanito me trajo El vizconde demediado y lo dejó caer a mis pies. Cogí el libro y lo miré perpleja. Sentí que me acusaba, aunque no tengo muy claro que fuese ésa su intención, pero igualmente la culpa me mordió las tripas. Por fin lo leí. Lo había dejado encima de la mesita de noche como una pieza de museo y había terminado usándolo como posavasos. Desesperada, encontré en el libro dos respuestas, la confirmación de que el padre de las berenjenas locas era Daniel, que nos estaba buscando, y el significado del murciélago y la medusa: un encuentro. Me acosté abrazada a Humpty y me dormí llorando. Anoche salí a la calle de madrugada y, llena de una resignación que me pone muy triste, me planté delante del dibujo del conde y el vizconde y dibujé cerca de ellos una luna y doce vacas. Al lado, tracé lo mejor que pude el monumento a O'Connell. Ahora, tengo la luminosa esperanza de que Daniel no haya entendido mi mensaje, de que no aparezca, de que no me encuentre, pero este lugar no tiene pérdida, estoy en el corazón de la ciudad. Vendrá. Nos encontrará. Me quitará a Humpty. Tiemblo aterrada. Cruza la calle una figura negra y encapuchada que me hace pensar en el vizconde cruel. Se acerca a nosotros, tiene que ser él, así que aprieto a Humpty más fuerte, como con celos. No estoy preparada para esto, no debí cruzar el puente. Humpty saca la cabeza y me lame como pidiendo socorro para que afloje el abrazo. Le pediré que no se lo lleve, que no me lo pida, que ahora es mi hermanito. Pero tengo mucho miedo de que se declare mi enemigo, por haberle robado a su vaquita y por haber tardado tanto en contestar a las preguntas de los muros, y de que no tenga piedad y me arranque a Humpty de los brazos y vuelva a cambiarle el nombre. La figura se para delante de O'Connell, se baja la capucha y me sorprende mucho comprobar que está físicamente entero y que me ofrece una sonrisa que podría iluminar ella sola un mundo sin sol.

4 comentarios:

  1. al final leído, empecé ayer por la noche pero me dormí, al haber ido a la manifestación; pero ahora me lo acabo de terminar en la biblioteca
    cada vez me gusta más tu manera de escribir, no sé como relatas los acontecimientos como si fueran únicos, y más qe nada mágicos, y me ha encantado comprenderlo jejej (pues algunos relatos tuyos si he deser sincera no los comprendía aunque me gustara el cadente ritmo poético)
    entonces daniel va a dublin, no? pero no para llegarse al perro?¿ mmm me ha gustado tb lo de las dos partes de la protagonista, como dos partes diferenciadas de su personalidad, como si fuera bipolar en realidad.
    y ahora me acabo de leer la parte del principio y todo me concuerda y se relaciona. Me ha gustado el suceso de las berenjenas y como las utiliza para comunicarse con ella en la ciudad.
    tan solo me queda una duda... en qué te has basado para hacer el relato?¿ çme hubiera gustado conocer el puente, lo que dijiste en el correo...

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  2. Ohhhhhh menuda delicia de historia.

    Coincido con Blanca, genial lo de las dos partes de la chica. La parte irracional y la parte racional, la parte malévola y la parte bondadosa, la parte egoísta y la parte altruista... cierto es, la gente no es buena o mala, existen tantos matices dentro de una personalidad, y tú has sabido explotarlos con esta subdivisión de personalidades dentro de un mismo personaje, que alguien pudiera entenderlos como transtorno bipolar pero realmente se puede apreciar como la complejidad de las personas.

    Y que la historia te contará como se conocieron y todo lo sucedido, para poder saber que ocurre al principio... no se, me encanto la forma que tuviste de unir la historia.

    Y tan bello lo de los mensajes. Menuda forma tan bonita de comunicarse (yo quiero que me hagas eso a mí esposis).

    Me ha gustado mucho mujer, espero con ansia leer más de ti.

    pd. jamás había pensando en berenjenas con ese significado, yo solo me las como ^.^ (y ahora me apetecen).

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  3. Yo aún no he leído las otras cosas! como se me va acumulando todo lo iré haciendo poco a poco >.<!!!
    Blanca,
    Ni idea de cómo se me ocurrió este pequeño berenjenal jeje,
    estaba leyendo y de repente ellos hablaban en mi cabeza :D
    lo de la parte siniestra es un guiño a la literartura que toca el tema del doble maligno etc, como Los elixires del diablo (*.*!!!!!!!!!!!!!!!!!), El hombre de la arena (que aún no he encontrado), dos dos de Hoffmann, el librito del Vizconde de Daniel etc y que me gusta mucho. Claro que aparte del rollo ese de identidad fragmentado que se trae, a veces lo que venía a decir era algo de lo más sencillo. Por ejemplo cuando empieza a leer el libro del vizconde en el tren y la parte siniestra mira distraídamente por la ventana, no es más que empezó a leer distraídamente el libro...

    La cosa empieza en Praga y él (en parte) es checo por La insoportable levedad del ser, que os recomiendo encarecidamente (*.*!!!!!!!!!!!!!)
    Lo de París fue del todo (JAJA) casual. Iban a ir a Berlín y de hecho cuando el relato ya lo tenía avanzado cambié un varios 'Berlín' por 'París', porque me di cuenta de que de Praga a Berlín no hay tanto (como unas tres o cuetro horas?) y el viaje a París era más largo.
    Sí, Daniel va a Dublin a por Sigmund (a qué si no?). Los tenía que haber dejado solos más rato para ver en qué acababa esto, pero como no lo he hecho no tengo muy claro en qué termina. El caso al final es que ella se da cuenta de que él no viene "declarándose su enemigo" o algo así, como pensaba la parte NO-siniestra (diestra?). La siniestra era la que quería ir al monumento.
    El puente es un puente del centro, uno de los más importantes porque es bastante famosos y porque lleva directo a la calle principal, que es donde está el monumento a O'Connell^^

    Esther,
    tú cómprame una cantidad ingente de tizas de colores y te lleno Valencia de mensajes de amor *.*

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  4. ohhhhhhhhhhhhhhh
    pd: me apunto los libros ;)

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