Ahora
lo entiendo, soy una nutria, una nutria joven, sin río, sin familia.
Corro por pánico, por algo que viene detrás, que me persigue, una
certeza, una sombra, un enemigo. Mis patitas están secas, yo herido,
el mundo no sería tan seco si yo tuviera mi propio río. Y soy tan
vulnerable en tierra pero me la han robado, me han robado el agua
como ese demonio de aliento negro se traga el calor del sol,
escupiendo estrellas, así, poco a poco, gota a gota me desangro. Un
velo rojo, deshilachado por la humedad, me moja los ojos de
incertidumbre. ¿Adónde voy? Siento que cada paso decide mi camino
sin mi permiso, alejándome de otros caminos que en la nada abstracta
de mi imaginación podrían ser mejores. Sacudo la cabeza y asciendo,
tenaz, extraviado. Mi río me espera, grande anhelo me devora. El
contorno de una figura se dibuja en mi horizonte, al borde del
precipicio. ¿Se burla de la altura de las nubes? No se reiría tanto
si supiera lo que la luna y yo tenemos entre manos. Sé que debo
acercarme a ella, si es un fantasma desaparecerá cuando lo haga. Me
detengo cerca, asustado. ¡No desaparece! Nada es más real que ella.
Me da la espalda, está sentado, tranquilo, observa el paisaje a sus
pies como si lo enviara el cielo o fuese el dueño del látigo del
tiempo. Es un felino amarillo, magnífico, peligroso. Apago mis
latidos pero es tarde, me ha oído, me huele, se gira para ver qué
soy, quién perturba el ronroneo de su dicha. Me sonríe. La muerte
me sonríe. ¡Conozco esa sonrisa mejor que mi propia alma! Tantos
años escondido bajo el agua para que ahora, con los ojos enamorados
de la muerte fijos en su rostro, ansíe beberme una última vez esa
sonrisa y morirme en el abrazo de este felino amarillo crepitando
feliz como el fuego, sollozo de deseo, este felino criminal que no es
nada mío, nada mío.
Ahora
lo recuerdo: he muerto, y el sueño de la joven nutria extraviada fue
el último sueño que soñé en vida. ¿Por qué sigo soñándolo?
Ahí está ella; todavía dándome la espalda. Sigue desnuda. No
puede ni mirarme. ¿Por qué yo puedo mirarla a través de mis
párpados de muerto? ¿Qué le ha hecho a la médula de mi espíritu,
esa pócima, que me ha convertido en una voz presa de un cadáver?
¡Magia negra! Grito, grito angustiado, le pido ayuda. Ella se
estremece pero no se gira, ni se mueve. Me pregunto si ha oído mi
bramido o si sólo está fingiendo, por atormentarme. Y entonces se
araña la cara y los ojos y grita, aúlla al cielo acorralada como un
animal salvaje y me pide ayuda a mí, ¡a mí, que soy el muerto!
Tiemblo estremecido por la culpa, pero no la ayudaría aunque
pudiese.
Abro
los ojos con el corazón latiéndome en los oídos. He vuelto a
quedarme dormido, suspiro cansado. Me desperezo crujiendo como una
hoja marchita. Termino de recortarme la barba y me levanto con
dificultad apoyándome en el árbol amigo; cojo mi bastón tosiendo
roncamente; cada vez me duelen más los pulmones al respirar. Una
brisa helada hija de la nieve de las montañas juega a endurecer la
superficie del lago, patinando sobre él, allá abajo, en el llano.
Huele a hielo, a invierno recién nacido. Un invierno, aspiro
profundamente, cuyo final esmeralda no veré. Demasiado débil,
demasiado cansado. Lo sé, nunca lo había visto tan claro; partiré
pronto... La muerte se me ha instalado en los talones y no se irá
hasta hacerme caer. Pero ya no siento miedo. Con paso lento, siempre
ayudado del bastón, me acerco a las sagradas aguas del río para
lavarme la cara y despertar del todo. Me agacho haciendo una mueca de
dolor, arremango mi hábito y pongo la palma en el agua. Me doy
cuenta de que es una caricia, de que me estoy despidiendo de él. El
río lo sabe y mi corazón sangra por ello. Me tranquiliza; me
promete un regalo; me anima a pedírselo. No hay nada que quiera para
mí. ¿Un don para Malachy, tal vez? Él no cree en ti. Mi poder lo
penetra todo. Dudo. A menos que... A menos que sí haya algo para ti.
Silencio, el agua corre. No, jamás he deseado nada con más
vergüenza, jamás mancillaría el aire que mi hijo respira
confesando esa vergüenza en voz alta. Me basta el susurro de tu
deseo, me dice el susurro del agua. La vejez está siendo caprichosa
con mi memoria, con mis recuerdos, me excuso. El río me sonríe
comprensivo. He sido fuerte por Malachy, no por vengar la muerte de
mi hija con mi ausencia. El río asiente. Reconocer el deseo
significa reconocerme derrotado ante la muerte. Esto no es una
batalla, apunta el río sorprendido, ronroneando juguetón. Amparado
por la certeza de que es un irrealizable capricho de moribundo, las
lágrimas se me caen de rodillas y me digo que sí, que ahora
cambiaría el alma por volver a mirarme en los ojos garzos de esa
criminal. Hundo las manos en el agua y me la echo en la cara con
gesto brusco, podrido de vergüenza, airado conmigo mismo y con el
joven loco que la amó. El río no me juzga, pero no añade nada más;
me clava su mirada clara con una fijeza extraña, con una intensidad
que no comprendo. Doy un respingo inocente como cogido en medio de
una travesura. ¡Malachy estará a punto de llegar! Me pongo en pie y
emprendo el camino de vuelta; me he retrasado, no quiero asustarlo.
Se pone furioso cuando vengo solo hasta aquí; últimamente me trata
como si el niño fuese yo. Veo el terror en sus ojos, me observa
cuando cree que no le veo: él también lo sabe, pero no asume.
Camino tan rápido como me lo permiten mis viejas piernas, lenta,
prudentemente. La noche ha empezado a devorar el calor del sol y mis
huesos ya se quejan de frío cuando vislumbro entre los árboles la
humilde copa de mi cabaña. Enfilo la última bajada. La luz de una
hoguera me hace saber que Malachy espera allí. Cuando me acerco lo
suficiente, me doy cuenta de que no está solo. Un monje de hábito
amarillo lo acompaña. No me extraño; muchos peregrinos nos visitan.
Malachy se levanta de un salto en cuanto me distingue entre la
penumbra de los árboles y se adelanta unos pasos, aunque pronto se
detiene; el otro se alza majestuosamente y se da la vuelta bajándose
la pesada capucha amarilla. Pero aún no me fijo en él. Miro a
Malachy que corre hacia mí sonriendo aliviado, nervioso, hablándome
atolondradamente de este nocturno visitante como si él fuese el
causante de su presencia y tuviera que dar razón de ella. Sonrío
pacíficamente a esa impulsiva impaciencia de veinte años que le
brilla en los ojos. A mi ritmo, nos acercamos al fuego. Advierto que
el hermano peregrino me observa con una expectación poco corriente.
Los rayos moribundos del sol le dan en la cara, no a él, a ella, a
la peregrina, y entonces la miro y la veo, y me ve, y solloza mi
nombre, el nombre del renegado. Cae de rodillas como destrozada por
un rayo. Llevo cuarenta años buscándote, maldice, da gracias.
Impresionado, Malachy me mira en busca de una explicación, de una
reacción siquiera, pero yo tengo congelados sangre y corazón.
Siento como si la tierra se quebrase bajo mis pies. El muchacho
sonríe con apuro como excusando mi descortesía, parece decidir que
mi sorpresa se debe sólo al fervoroso recibimiento de ella, que ella
está equivocando el objeto de sus devociones, dice, y se apresura a
ofrecerle su ayuda para levantarse, pero ella ha echado raíces y no
se da cuenta, sólo tiene ojos para mí. ¿Qué es esta aberración?,
estallo después de lo que se me antoja un tiempo eterno, convencido
de que estoy soñando, dando un paso y cubriéndole la mejilla con la
palma, sin inclinarme, y ella aferra mi mano con las suyas. Escruto
su rostro con una ansiedad inmensa. Ella me sonríe con los ojos, es
un regalo para los míos. Es... imposible, susurro admirado,
paralizado por el terror. Un sudor helado me emponzoña el alma. No
ha envejecido ni un año desde la última vez que la vi. Soy
vagamente consciente de la presencia inoportuna de Malachy, de su
perplejidad, de su disgusto. Ella le echa una mirada fugaz antes de
volver a la mía, y entendemos que a los dos nos sobra su presencia.
Mi mano arde sobre su cara, entre sus dedos; retiro este sospechoso
contacto, agarro a Malachy por un hombro y lo aparto bruscamente de
la luz de la hoguera para hablarle a solas, aún sin saber qué
decir. Ella no nos sigue, se levanta y aguarda de pie. Cada pocos
segundos me aseguro de un vistazo de que sigue ahí, debo vigilar por
si de repente la noche de mi sueño se la traga. Pongo dos zarpas
sobre los hombros de Malachy.
—¿Sabes
quién es esta humilde violeta?—, inquiero con la voz ronca, sólo
para saber qué sabe. El niño no tiene por qué entender que con eso
la estoy llamando farsante. Cantará, nunca ha sabido guardar un
secreto.
—Volvía
del poblado cuando la encontré, cerca de las cuevas, estaba al borde
del precipicio. ¡Pensé que iba a tirarse! El hábito amarillo me
confundió, creí que era uno de los hermanos y me acerqué
llamándolo, corriendo porque pensaba que corría para salvarle la
vida. Pero se giró y vi que no tenía intención de tirarse y que
era una chica y que era joven y la vergüenza se me atascó en la
garganta. No sé cómo tratarlas y estoy seguro de que enrojecí. Y
me quedé mudo, porque se parece mucho a una muchacha manchada de
sangre con la que sueño a menudo y que dice ser mi hermana, el
parecido es asombroso, pero no, no es ella; padre, estás pálido, te
sientes..., sigo, sigo; bien, de todas formas no tengo hermanas. Mi
propio estupor hizo que tardara en reparar en su expresión. Me
contemplaba con perfecta estupefacción, sonriendo embelesada como si
nunca hubiese visto nada tan hermoso, y esa sensación me abrumó
enormemente y bajé mi mirada ante la suya. El fuego de sus ojos me
hacía desconfiar, pero aún quería preguntarle si estaba perdida y
ofrecerle mi ayuda. Antes de que la timidez me permitiera articular
palabra, sin embargo, ella me preguntó si el que estaba perdido era
yo, y no pude evitar indignarme. Perdido yo, exclamé, que conozco
esta tierra mejor que mi propia alma. Luego la interrogué y así
supe que nos buscaba, de modo que la guié hasta aquí.
—¿Qué
te dijo?
—Sólo
que es extranjera, que se llama Sbornia (no la creí, no me gustó su
sonrisa entonces) y que iba buscando al hombre conocido como Badhal
ko buddhi; que sabía que vivía cerca de donde estábamos porque se
lo había dicho la gente del valle, que le habían aconsejado seguir
el río, hacia arriba, para llegar al lugar que ellos conocían
cariñosamente como Bahdalharu, 'Las nubes' en nativo, por la altura,
pero que no tenía nombre, y que era ahí donde vivía el sabio que
buscaba, con su joven discípulo. ¡Ése soy yo! ¿Quién es y de qué
tiempo la conoces? ¿Y cómo te ha llamado? Utilizó un nombre
extraño. ¿No se equivoca?
—Es
la hija de mi hermana—contesto automáticamente—. Algo
le ha ocurrido está muy enferma y por eso me envía a su hija, para
informarme.
Malachy
estudia mi expresión, dudando; le aguanto la mirada. Quisiera
vaciarme los ojos.
—¿Y
cuál es su nombre?
—Te
ha dicho la verdad.
—Oh...
—Pero
me pregunto cómo, cómo ha podido llegar hasta aquí... Mi hermana
vive lejos en...
Antes
de que pueda reaccionar en contra, mi hijo se ha encogido de hombros
y ha echado a andar hacia ella, como si hubiese encontrado alguna
prueba de culpabilidad con que enfrentarla. Ruido de abejas y truenos
de alarma ensordecen mi voz interior. Me arrastro detrás de Malachy,
y cuando llego al fuego él ya ha desenvainado dos preguntas y mi
diligente sobrina me mira explicando escuetamente que cierto día
escuchó hablar de un viejo extranjero que se creía amigo de los
ríos y que supo al instante que ese célebre loco tenía que ser yo;
que desde entonces busca en la dirección apropiada.
Su
impertinente comentario, y la sonrisa descarada que lo acompaña, y
sobre todo el evidente agrado con el que Malachy ha acogido su tan
graciosa intervención, dando a entender que está de acuerdo en que
la voz de los ríos son una de mis muchas fantasías, todo es un
inmenso agravio para mí. Ellos se miran desde ahora con mucha
simpatía y luego se giran hacia mí y me sonríen con la misma
sonrisa. Furioso, mi mirada se bate en retirada como si hubiese
recibido una bofetada. Me tiembla la voz cuando exclamo:
—Ahora
baja a tu cabaña y déjame a solas con ella, Malachy, mi hermana se
muere y su hija debe contarme todo.
El
joven me observa ansioso, se huele algo extraño; luego obedece a
contracorriente. Se inclina levemente ante ella y se retira echando
miradas curiosas por encima del hombro, pero creo que puedo confiar
en que no nos espiará. Respeta incluso mis excentricidades, y esto
le ha parecido serio. Me doy la vuelta y entro en mi propia cabaña
seguido de ella. Dentro, la encaro cargado de ira e interrogantes. Me
aparto acusando repulsión cuando alza una mano hacia mí. No seas
cruel, ronronea herida, deja que te hable. Por favor. Derrotado e
incapaz de articular sonido, me limito a admirar estúpidamente el
prodigio de su rostro. Tras una larga mirada de tanteo me pone la
mano en la frente como midiendo mi fiebre y la desliza por mi cara
como si fuese ciega y necesitase las manos para verme; yo me
estremezco bajo su contacto, indefenso como un niño tímido. No me
cuesta reconocer ante mí mismo que, por primera vez, mi vejez
realmente me avergüenza y me descubro sintiendo verdadero horror
ante la idea de que me vea desnudo. Su juventud y belleza
sobrenaturales pesan sobre mi alma como si fuese el culpable de la
primera y el obtuso servidor de la segunda. Lágrimas de un orgullo
que creía muerto se me agolpan en los ojos, las recoge con los dedos
y una media sonrisa de placer asoma a sus labios calientes; murmuro
que no, pero me besa y beso el cielo. Encuentra las mías con su mano
libre y susurra con una nota de pánico en la voz que estoy helado.
Alzo una ceja ante su sorpresa (hace frío). Rebusca entre su hábito,
saca un frasquito de cristal, se hace con uno de mis cuencos y vierte
en él una especie de infusión; no puede estar caliente viniendo del
frasco, pero ella pasa con naturalidad la mano por encima y un vapor
cálido se eleva desde el fondo al instante. Me lo tiende. Dudo.
Sonríe amargamente y me dice que muerto no le sirvo de nada. Vivo
tampoco, pienso y hago buena cuenta de su poción. ¿Qué podría
perder? Su calor me reconforta. Supongo que no le has dicho nada al
chico, No sabría cómo decirle que su madre es un demonio. Baja al
suelo una mirada dolida a pesar de que mi voz ya no suena con el
antiguo trueno del rencor; cuando la alza hacia mí un dolor grande
como el mar le preña los ojos de rocío. Se me antoja una fiera
amansada por la música apropiada. Odio verte besar con deleite a un
viejo, exploto para mi propio asombro con un fervor quizás
desproporcionado. De repente me siento impetuoso como un adolescente.
Me dedica una débil sonrisa de cansancio, desagradablemente
sorprendida. Para mí siempre tendrás veinticinco, dice repitiendo
aquellas palabras de mi amigo, y saca un pedazo de espejo roto salido
de algún pozo y lo pone ante mi cara. Busco la mirada sarcástica de
ese anciano gastado que está encerrado dentro de todo espejo al que
me enfrento, pero encuentro a un joven desconocido que me mira desde
el fondo de mi reflejo con los ojos más azules del mundo plagados de
un horror negro y profundo como sima de infierno. Aparto esa tramposa
imagen de un manotazo y la magia de cristal se quiebra contra el
suelo. Aterrado también por mi propia fascinación ante sus artes
oscuras, clavo en ella una mirada llena de espanto que obtiene como
respuesta un abrazo repentino que sólo podía desarmarme por
completo; me abraza con angustia y correspondo como si en ello se me
fuese la vida y en cierto modo así es, pienso, porque al amanecer ya
estaré muerto. Por debajo de las alturas de mi gloria, acaricio la
sensación desconcertante de este reencuentro tan absurdo que me ha
conseguido el río, en un momento tan estéril, tan definitivo,
cuando mi vida por fin se agota gota a gota como un malhumorado reloj
de arena, y mientras la suya es aún joven, terca, antinatural, algo
que nunca llegué siquiera a concebir como posible a pesar de todos
sus lógicos desvaríos, cuando la muerte de Saibh, siempre llorando
sobre mis hombros, llora con más ahínco porque mi muerte enterrará
el crimen sin haber hallado un castigo digno de su infamia,
pensamiento último y atroz, el de Saibh, ante el que cierro los ojos
con fuerza y como para compensarla por su llanto me esfuerzo
desesperadamente por no lamentar que la luz del sol vaya a despertar
a mi bello demonio junto a un cadáver de corazón helado, y por
asumir sin pena que los ojos nublados de Malachy deban descubrir este
escándalo sobre mi lecho, el abrazo marchito entre una anciana
muerta y un muchacho dormido.
¡Madre mía!
ResponderEliminarHa sido alucinante... primero el sueño de la nutria y a su vez el sueño del hombre muerto que aún sueña con su último sueño y ve a la joven desgarrada por el dolor y no puede ayudarla, pues como el bien dice ¡yo soy el muerto!. Y luego toda la historia del viejo... me ha gustado muchísimo. Tenía tantas ganas de leer algo tuyo.
Y el final es delicioso. Cuando dice " y por asumir sin pena que los ojos nublados de Malachy deban descubrir este escándalo sobre mi lecho, el abrazo marchito entre una anciana muerta y un muchacho dormido".
Me ha resultado un relato asombroso, tétrico, romántico y muy imaginativo. Me encantó esposa :)
Te quiero ^^
es poético...
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