2/10/12

El erudito de lasnubes (Róisín)

Ahora lo entiendo, soy una nutria, una nutria joven, sin río, sin familia. Corro por pánico, por algo que viene detrás, que me persigue, una certeza, una sombra, un enemigo. Mis patitas están secas, yo herido, el mundo no sería tan seco si yo tuviera mi propio río. Y soy tan vulnerable en tierra pero me la han robado, me han robado el agua como ese demonio de aliento negro se traga el calor del sol, escupiendo estrellas, así, poco a poco, gota a gota me desangro. Un velo rojo, deshilachado por la humedad, me moja los ojos de incertidumbre. ¿Adónde voy? Siento que cada paso decide mi camino sin mi permiso, alejándome de otros caminos que en la nada abstracta de mi imaginación podrían ser mejores. Sacudo la cabeza y asciendo, tenaz, extraviado. Mi río me espera, grande anhelo me devora. El contorno de una figura se dibuja en mi horizonte, al borde del precipicio. ¿Se burla de la altura de las nubes? No se reiría tanto si supiera lo que la luna y yo tenemos entre manos. Sé que debo acercarme a ella, si es un fantasma desaparecerá cuando lo haga. Me detengo cerca, asustado. ¡No desaparece! Nada es más real que ella. Me da la espalda, está sentado, tranquilo, observa el paisaje a sus pies como si lo enviara el cielo o fuese el dueño del látigo del tiempo. Es un felino amarillo, magnífico, peligroso. Apago mis latidos pero es tarde, me ha oído, me huele, se gira para ver qué soy, quién perturba el ronroneo de su dicha. Me sonríe. La muerte me sonríe. ¡Conozco esa sonrisa mejor que mi propia alma! Tantos años escondido bajo el agua para que ahora, con los ojos enamorados de la muerte fijos en su rostro, ansíe beberme una última vez esa sonrisa y morirme en el abrazo de este felino amarillo crepitando feliz como el fuego, sollozo de deseo, este felino criminal que no es nada mío, nada mío.
Ahora lo recuerdo: he muerto, y el sueño de la joven nutria extraviada fue el último sueño que soñé en vida. ¿Por qué sigo soñándolo? Ahí está ella; todavía dándome la espalda. Sigue desnuda. No puede ni mirarme. ¿Por qué yo puedo mirarla a través de mis párpados de muerto? ¿Qué le ha hecho a la médula de mi espíritu, esa pócima, que me ha convertido en una voz presa de un cadáver? ¡Magia negra! Grito, grito angustiado, le pido ayuda. Ella se estremece pero no se gira, ni se mueve. Me pregunto si ha oído mi bramido o si sólo está fingiendo, por atormentarme. Y entonces se araña la cara y los ojos y grita, aúlla al cielo acorralada como un animal salvaje y me pide ayuda a mí, ¡a mí, que soy el muerto! Tiemblo estremecido por la culpa, pero no la ayudaría aunque pudiese.
Abro los ojos con el corazón latiéndome en los oídos. He vuelto a quedarme dormido, suspiro cansado. Me desperezo crujiendo como una hoja marchita. Termino de recortarme la barba y me levanto con dificultad apoyándome en el árbol amigo; cojo mi bastón tosiendo roncamente; cada vez me duelen más los pulmones al respirar. Una brisa helada hija de la nieve de las montañas juega a endurecer la superficie del lago, patinando sobre él, allá abajo, en el llano. Huele a hielo, a invierno recién nacido. Un invierno, aspiro profundamente, cuyo final esmeralda no veré. Demasiado débil, demasiado cansado. Lo sé, nunca lo había visto tan claro; partiré pronto... La muerte se me ha instalado en los talones y no se irá hasta hacerme caer. Pero ya no siento miedo. Con paso lento, siempre ayudado del bastón, me acerco a las sagradas aguas del río para lavarme la cara y despertar del todo. Me agacho haciendo una mueca de dolor, arremango mi hábito y pongo la palma en el agua. Me doy cuenta de que es una caricia, de que me estoy despidiendo de él. El río lo sabe y mi corazón sangra por ello. Me tranquiliza; me promete un regalo; me anima a pedírselo. No hay nada que quiera para mí. ¿Un don para Malachy, tal vez? Él no cree en ti. Mi poder lo penetra todo. Dudo. A menos que... A menos que sí haya algo para ti. Silencio, el agua corre. No, jamás he deseado nada con más vergüenza, jamás mancillaría el aire que mi hijo respira confesando esa vergüenza en voz alta. Me basta el susurro de tu deseo, me dice el susurro del agua. La vejez está siendo caprichosa con mi memoria, con mis recuerdos, me excuso. El río me sonríe comprensivo. He sido fuerte por Malachy, no por vengar la muerte de mi hija con mi ausencia. El río asiente. Reconocer el deseo significa reconocerme derrotado ante la muerte. Esto no es una batalla, apunta el río sorprendido, ronroneando juguetón. Amparado por la certeza de que es un irrealizable capricho de moribundo, las lágrimas se me caen de rodillas y me digo que sí, que ahora cambiaría el alma por volver a mirarme en los ojos garzos de esa criminal. Hundo las manos en el agua y me la echo en la cara con gesto brusco, podrido de vergüenza, airado conmigo mismo y con el joven loco que la amó. El río no me juzga, pero no añade nada más; me clava su mirada clara con una fijeza extraña, con una intensidad que no comprendo. Doy un respingo inocente como cogido en medio de una travesura. ¡Malachy estará a punto de llegar! Me pongo en pie y emprendo el camino de vuelta; me he retrasado, no quiero asustarlo. Se pone furioso cuando vengo solo hasta aquí; últimamente me trata como si el niño fuese yo. Veo el terror en sus ojos, me observa cuando cree que no le veo: él también lo sabe, pero no asume. Camino tan rápido como me lo permiten mis viejas piernas, lenta, prudentemente. La noche ha empezado a devorar el calor del sol y mis huesos ya se quejan de frío cuando vislumbro entre los árboles la humilde copa de mi cabaña. Enfilo la última bajada. La luz de una hoguera me hace saber que Malachy espera allí. Cuando me acerco lo suficiente, me doy cuenta de que no está solo. Un monje de hábito amarillo lo acompaña. No me extraño; muchos peregrinos nos visitan. Malachy se levanta de un salto en cuanto me distingue entre la penumbra de los árboles y se adelanta unos pasos, aunque pronto se detiene; el otro se alza majestuosamente y se da la vuelta bajándose la pesada capucha amarilla. Pero aún no me fijo en él. Miro a Malachy que corre hacia mí sonriendo aliviado, nervioso, hablándome atolondradamente de este nocturno visitante como si él fuese el causante de su presencia y tuviera que dar razón de ella. Sonrío pacíficamente a esa impulsiva impaciencia de veinte años que le brilla en los ojos. A mi ritmo, nos acercamos al fuego. Advierto que el hermano peregrino me observa con una expectación poco corriente. Los rayos moribundos del sol le dan en la cara, no a él, a ella, a la peregrina, y entonces la miro y la veo, y me ve, y solloza mi nombre, el nombre del renegado. Cae de rodillas como destrozada por un rayo. Llevo cuarenta años buscándote, maldice, da gracias. Impresionado, Malachy me mira en busca de una explicación, de una reacción siquiera, pero yo tengo congelados sangre y corazón. Siento como si la tierra se quebrase bajo mis pies. El muchacho sonríe con apuro como excusando mi descortesía, parece decidir que mi sorpresa se debe sólo al fervoroso recibimiento de ella, que ella está equivocando el objeto de sus devociones, dice, y se apresura a ofrecerle su ayuda para levantarse, pero ella ha echado raíces y no se da cuenta, sólo tiene ojos para mí. ¿Qué es esta aberración?, estallo después de lo que se me antoja un tiempo eterno, convencido de que estoy soñando, dando un paso y cubriéndole la mejilla con la palma, sin inclinarme, y ella aferra mi mano con las suyas. Escruto su rostro con una ansiedad inmensa. Ella me sonríe con los ojos, es un regalo para los míos. Es... imposible, susurro admirado, paralizado por el terror. Un sudor helado me emponzoña el alma. No ha envejecido ni un año desde la última vez que la vi. Soy vagamente consciente de la presencia inoportuna de Malachy, de su perplejidad, de su disgusto. Ella le echa una mirada fugaz antes de volver a la mía, y entendemos que a los dos nos sobra su presencia. Mi mano arde sobre su cara, entre sus dedos; retiro este sospechoso contacto, agarro a Malachy por un hombro y lo aparto bruscamente de la luz de la hoguera para hablarle a solas, aún sin saber qué decir. Ella no nos sigue, se levanta y aguarda de pie. Cada pocos segundos me aseguro de un vistazo de que sigue ahí, debo vigilar por si de repente la noche de mi sueño se la traga. Pongo dos zarpas sobre los hombros de Malachy.
—¿Sabes quién es esta humilde violeta?—, inquiero con la voz ronca, sólo para saber qué sabe. El niño no tiene por qué entender que con eso la estoy llamando farsante. Cantará, nunca ha sabido guardar un secreto.
—Volvía del poblado cuando la encontré, cerca de las cuevas, estaba al borde del precipicio. ¡Pensé que iba a tirarse! El hábito amarillo me confundió, creí que era uno de los hermanos y me acerqué llamándolo, corriendo porque pensaba que corría para salvarle la vida. Pero se giró y vi que no tenía intención de tirarse y que era una chica y que era joven y la vergüenza se me atascó en la garganta. No sé cómo tratarlas y estoy seguro de que enrojecí. Y me quedé mudo, porque se parece mucho a una muchacha manchada de sangre con la que sueño a menudo y que dice ser mi hermana, el parecido es asombroso, pero no, no es ella; padre, estás pálido, te sientes..., sigo, sigo; bien, de todas formas no tengo hermanas. Mi propio estupor hizo que tardara en reparar en su expresión. Me contemplaba con perfecta estupefacción, sonriendo embelesada como si nunca hubiese visto nada tan hermoso, y esa sensación me abrumó enormemente y bajé mi mirada ante la suya. El fuego de sus ojos me hacía desconfiar, pero aún quería preguntarle si estaba perdida y ofrecerle mi ayuda. Antes de que la timidez me permitiera articular palabra, sin embargo, ella me preguntó si el que estaba perdido era yo, y no pude evitar indignarme. Perdido yo, exclamé, que conozco esta tierra mejor que mi propia alma. Luego la interrogué y así supe que nos buscaba, de modo que la guié hasta aquí.
—¿Qué te dijo?
—Sólo que es extranjera, que se llama Sbornia (no la creí, no me gustó su sonrisa entonces) y que iba buscando al hombre conocido como Badhal ko buddhi; que sabía que vivía cerca de donde estábamos porque se lo había dicho la gente del valle, que le habían aconsejado seguir el río, hacia arriba, para llegar al lugar que ellos conocían cariñosamente como Bahdalharu, 'Las nubes' en nativo, por la altura, pero que no tenía nombre, y que era ahí donde vivía el sabio que buscaba, con su joven discípulo. ¡Ése soy yo! ¿Quién es y de qué tiempo la conoces? ¿Y cómo te ha llamado? Utilizó un nombre extraño. ¿No se equivoca?
—Es la hija de mi hermana—contesto automáticamente—. Algo le ha ocurrido está muy enferma y por eso me envía a su hija, para informarme.
Malachy estudia mi expresión, dudando; le aguanto la mirada. Quisiera vaciarme los ojos.
—¿Y cuál es su nombre?
—Te ha dicho la verdad.
—Oh...
—Pero me pregunto cómo, cómo ha podido llegar hasta aquí... Mi hermana vive lejos en...
Antes de que pueda reaccionar en contra, mi hijo se ha encogido de hombros y ha echado a andar hacia ella, como si hubiese encontrado alguna prueba de culpabilidad con que enfrentarla. Ruido de abejas y truenos de alarma ensordecen mi voz interior. Me arrastro detrás de Malachy, y cuando llego al fuego él ya ha desenvainado dos preguntas y mi diligente sobrina me mira explicando escuetamente que cierto día escuchó hablar de un viejo extranjero que se creía amigo de los ríos y que supo al instante que ese célebre loco tenía que ser yo; que desde entonces busca en la dirección apropiada.
Su impertinente comentario, y la sonrisa descarada que lo acompaña, y sobre todo el evidente agrado con el que Malachy ha acogido su tan graciosa intervención, dando a entender que está de acuerdo en que la voz de los ríos son una de mis muchas fantasías, todo es un inmenso agravio para mí. Ellos se miran desde ahora con mucha simpatía y luego se giran hacia mí y me sonríen con la misma sonrisa. Furioso, mi mirada se bate en retirada como si hubiese recibido una bofetada. Me tiembla la voz cuando exclamo:
—Ahora baja a tu cabaña y déjame a solas con ella, Malachy, mi hermana se muere y su hija debe contarme todo.
El joven me observa ansioso, se huele algo extraño; luego obedece a contracorriente. Se inclina levemente ante ella y se retira echando miradas curiosas por encima del hombro, pero creo que puedo confiar en que no nos espiará. Respeta incluso mis excentricidades, y esto le ha parecido serio. Me doy la vuelta y entro en mi propia cabaña seguido de ella. Dentro, la encaro cargado de ira e interrogantes. Me aparto acusando repulsión cuando alza una mano hacia mí. No seas cruel, ronronea herida, deja que te hable. Por favor. Derrotado e incapaz de articular sonido, me limito a admirar estúpidamente el prodigio de su rostro. Tras una larga mirada de tanteo me pone la mano en la frente como midiendo mi fiebre y la desliza por mi cara como si fuese ciega y necesitase las manos para verme; yo me estremezco bajo su contacto, indefenso como un niño tímido. No me cuesta reconocer ante mí mismo que, por primera vez, mi vejez realmente me avergüenza y me descubro sintiendo verdadero horror ante la idea de que me vea desnudo. Su juventud y belleza sobrenaturales pesan sobre mi alma como si fuese el culpable de la primera y el obtuso servidor de la segunda. Lágrimas de un orgullo que creía muerto se me agolpan en los ojos, las recoge con los dedos y una media sonrisa de placer asoma a sus labios calientes; murmuro que no, pero me besa y beso el cielo. Encuentra las mías con su mano libre y susurra con una nota de pánico en la voz que estoy helado. Alzo una ceja ante su sorpresa (hace frío). Rebusca entre su hábito, saca un frasquito de cristal, se hace con uno de mis cuencos y vierte en él una especie de infusión; no puede estar caliente viniendo del frasco, pero ella pasa con naturalidad la mano por encima y un vapor cálido se eleva desde el fondo al instante. Me lo tiende. Dudo. Sonríe amargamente y me dice que muerto no le sirvo de nada. Vivo tampoco, pienso y hago buena cuenta de su poción. ¿Qué podría perder? Su calor me reconforta. Supongo que no le has dicho nada al chico, No sabría cómo decirle que su madre es un demonio. Baja al suelo una mirada dolida a pesar de que mi voz ya no suena con el antiguo trueno del rencor; cuando la alza hacia mí un dolor grande como el mar le preña los ojos de rocío. Se me antoja una fiera amansada por la música apropiada. Odio verte besar con deleite a un viejo, exploto para mi propio asombro con un fervor quizás desproporcionado. De repente me siento impetuoso como un adolescente. Me dedica una débil sonrisa de cansancio, desagradablemente sorprendida. Para mí siempre tendrás veinticinco, dice repitiendo aquellas palabras de mi amigo, y saca un pedazo de espejo roto salido de algún pozo y lo pone ante mi cara. Busco la mirada sarcástica de ese anciano gastado que está encerrado dentro de todo espejo al que me enfrento, pero encuentro a un joven desconocido que me mira desde el fondo de mi reflejo con los ojos más azules del mundo plagados de un horror negro y profundo como sima de infierno. Aparto esa tramposa imagen de un manotazo y la magia de cristal se quiebra contra el suelo. Aterrado también por mi propia fascinación ante sus artes oscuras, clavo en ella una mirada llena de espanto que obtiene como respuesta un abrazo repentino que sólo podía desarmarme por completo; me abraza con angustia y correspondo como si en ello se me fuese la vida y en cierto modo así es, pienso, porque al amanecer ya estaré muerto. Por debajo de las alturas de mi gloria, acaricio la sensación desconcertante de este reencuentro tan absurdo que me ha conseguido el río, en un momento tan estéril, tan definitivo, cuando mi vida por fin se agota gota a gota como un malhumorado reloj de arena, y mientras la suya es aún joven, terca, antinatural, algo que nunca llegué siquiera a concebir como posible a pesar de todos sus lógicos desvaríos, cuando la muerte de Saibh, siempre llorando sobre mis hombros, llora con más ahínco porque mi muerte enterrará el crimen sin haber hallado un castigo digno de su infamia, pensamiento último y atroz, el de Saibh, ante el que cierro los ojos con fuerza y como para compensarla por su llanto me esfuerzo desesperadamente por no lamentar que la luz del sol vaya a despertar a mi bello demonio junto a un cadáver de corazón helado, y por asumir sin pena que los ojos nublados de Malachy deban descubrir este escándalo sobre mi lecho, el abrazo marchito entre una anciana muerta y un muchacho dormido.

2 comentarios:

  1. ¡Madre mía!

    Ha sido alucinante... primero el sueño de la nutria y a su vez el sueño del hombre muerto que aún sueña con su último sueño y ve a la joven desgarrada por el dolor y no puede ayudarla, pues como el bien dice ¡yo soy el muerto!. Y luego toda la historia del viejo... me ha gustado muchísimo. Tenía tantas ganas de leer algo tuyo.

    Y el final es delicioso. Cuando dice " y por asumir sin pena que los ojos nublados de Malachy deban descubrir este escándalo sobre mi lecho, el abrazo marchito entre una anciana muerta y un muchacho dormido".

    Me ha resultado un relato asombroso, tétrico, romántico y muy imaginativo. Me encantó esposa :)

    Te quiero ^^

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